– Haga un esfuerzo, por favor. ¿No se le ocurre a usted ninguna razón por la que su marido podía sufrir esas crisis? -escarbé.
– Ninguna o cien, al final es lo mismo. Podía ser su trabajo, la obra de la casa, la mudanza, o quizá que ya había pasado de cuarenta años y veía que le faltaba menos para morirse. La angustia es libre, sargento.
Decía la verdad o no, eso no podía discernirlo. Pero lo que a aquellas alturas quedaba claro era que con más preguntas directas por ese camino no iba a conseguir nada de ella. Era demasiado fuerte, suponiendo que mintiera, para caer ante mis pobres recursos inquisitivos.
– Tienen ustedes una bonita casa -observé.
– No está mal -admitió, apagada-. A él le hacía mucha ilusión. Ya ve.
– No quisiera ser indiscreto, pero a juzgar por esto y algunas otras cosas, no parece que la economía debiera preocupar a su marido.
– Ganaba un buen sueldo. Y a mí no me pagan poco, por si había pensado que sí -dijo, inmodesta-. Estoy especializada en algunas materias en las que cuesta encontrar traductores que no entreguen chapuzas inmundas.
Otro pinchazo en hueso. Tampoco por aquí había muchas perspectivas. Aunque fuera algo ventajista por mi parte, decidí volver a lo afectivo: -Me resulta muy embarazoso preguntarle esto, señora Díez, pero puede ser importante para la investigación. Que usted supiera, ¿su marido salió alguna vez con otras mujeres durante su matrimonio?
– Que yo supiera, no -repuso, lacónicamente.
– ¿Y a qué achaca que hace tres días decidiera hacerlo?
Aquí, Blanca Díez pareció por primera vez no tenerlas todas consigo. Se retorció lentamente las manos, antes de responder:
– No está preguntando a quien debe, sargento. Tal vez deba preguntárselo a usted mismo, como hombre. ¿Por qué una persona como Trinidad, cariñoso, responsable, sensato como pocos, pierde de pronto la cabeza y se va con una zorra a hacer todo tipo de disparates, que terminan por costarle la vida? Dígame usted, ¿qué voy a poder contarles a sus hijos, cuando me pregunten, ahora o dentro de unos años? ¿Que para el hombre que fue su padre, de repente, nada valió más que una rubia con las tetas duras?
Si había querido devolverme el golpe, lo había conseguido. De improviso me sentía allí, entre ella y Chamorro, como el acusado ante el más severo de los tribunales. Mi abominable delito: hacer pipí de pie.
Por fortuna, disponía de una ayudante con reflejos.
– Escúcheme, señora Díez -se interpuso, con suavidad-. Para nosotros, se trata principalmente de saber si a su marido le quitaron la vida o falleció por causas accidentales. Si no hay nada que nos haga pensar lo contrario, habrá que inclinarse por lo segundo. Y si llegamos a esa conclusión, no vamos a perder mucho tiempo tratando de dar con esa mujer.
– Me importa bien poco si dan con ella o no, agente -se revolvió la viuda.
Aquello había tocado fondo. Vi que no serviría de nada prolongarlo.
– Está bien, señora Díez -dije-. Tomo nota de su teoría. Si no he entendido mal, lo que cree es que su marido sufrió una especie de arrebato erótico.
– Yo no tengo ninguna teoría, sargento -respondió, recobrando la frialdad-. Espero a conocer los resultados de su investigación.
Blanca Díez nos acompañó hasta la verja. Los dos rottweilers seguían atados, aunque luchaban furiosos por romper sus cadenas. Causaba cierto nerviosismo mirarlos. Como bien señaló alguien, ninguna cadena es más fuerte que su eslabón más débil. La lluvia había amainado y la viuda de Trinidad Soler caminaba junto a nosotros con los brazos cruzados sobre el pecho. Cuando llegamos afuera, me dirigí a ella con precaución:
– Disculpe si en algo la hemos molestado. La tendremos informada.
Blanca Díez asintió, despacio. Con los cabellos revueltos por el viento y las manos aferradas a los codos me pareció de pronto una niña indefensa.
– Hay algo que quiero que sepa, sargento -dijo, antes de despedirnos-. Para mí, existió ante todo un Trinidad Soler. El hombre con el que tuve a mis hijos y superé las dificultades. El hombre que estuvo a mi lado y apenas pudo disfrutar de lo que conseguimos juntos. A él le añoraré siempre, descubra lo que descubra del desgraciado que encontraron en el motel.
Capítulo 5 AQUÍ NO HAY NADA TAN ALTO
Aquel mediodía nos reunimos a comer con Marchena y su gente. El almuerzo, en la propia casa-cuartel, lo aprovechamos para ponernos recíprocamente al corriente de nuestros respectivos avances, suponiendo que merecieran tan benévolo nombre. Después de la entrevista con la viuda, la sensación que teníamos Chamorro y yo era más bien desastrosa.
Marchena y sus hombres, por su parte, se habían entregado a buscar con ahínco a algún testigo que pudiera dar razón de los últimos movimientos del difunto. Conforme a las instrucciones del comandante, que yo les había transmitido obedientemente, habían puesto especial celo en tratar de conseguir alguna información acerca de la dichosa rubia.
De acuerdo con los datos que obraban en nuestro poder, los últimos que habían visto con vida a Trinidad, sin contar al recepcionista del motel, eran los de seguridad de la central, que le habían levantado la barrera para dejarle salir a las 18.05. Blanca Díez aseguraba que esa tarde no había vuelto por casa, así que el agujero negro se extendía desde entonces hasta las 0.15, hora aproximada de su llegada al motel, según el testimonio del recepcionista. Nuestros compañeros se habían empleado a fondo para tratar de rellenar ese hueco, pero todos sus esfuerzos habían resultado baldíos.
– Nadie le vio en esas seis horas -concluyó Marchena-. Ni en este pueblo ni el otro, donde vivía. Casi hemos ido puerta por puerta preguntando. Y en cuanto al asunto de la rubia, lo único que hemos conseguido es que se nos descojonaran todos. Coño, uno ochenta; ya lo creo que me acordaría. Te aseguro que al cuarto chistoso se le quitan las ganas de insistir.
– Ya me hago cargo -dije, mirando al techo.
La situación era comprometida. Allí estábamos, con la cabeza caliente y los pies fríos, sin saber muy bien a dónde apuntar. Había llegado al fin el momento temible, ése en el que uno se da cuenta de que la caja de cerillas está vacía y se pregunta con qué demonios va a prender la lumbre. El silencio que se apoderó de la habitación, y que se prolongó durante unos segundos interminables, era la mejor expresión de nuestra zozobra.
Lo que yo tengo claro -acabó saltando Marchena-, es que esa tarde debió de irse de la comarca. A Guadalajara, o incluso a Madrid. Es una hora de ida y otra de vuelta. Le sobraron cuatro para hacer el granuja.
Eso nos proporcionaría una explicación para la chica -reconocí.
Y un problema pistonudo -juzgó Chamorro-. Aquí no habría donde esconderla, pero en Madrid ya podemos echarle un galgo.
Compartía el disgusto de Chamorro. Ser un policía rural presenta sus inconvenientes, por ejemplo una indudable falta de glamour en muchas de las faenas que uno se tiene que echar a la cara. Sólo hay que fijarse en esas peleas a escopetazos que se organizan en algunos pueblos de vez en cuando. Pero por otro lado tiene la ventaja de que uno se mueve por ámbitos reducidos, donde nadie pasa desapercibido jamás. Con ese hábito, el que una investigación apuntara hacia una pista urbana, y nada menos que en Madrid, te producía un inevitable sentimiento de pereza y fatalidad.
– Por no mencionar que tendríamos que hablar con la policía -añadí.
Marchena, Ruiz e incluso Chamorro acogieron con ostensible desaire la contrariedad que acababa de descubrirles. En la práctica diaria, la rivalidad entre los cuerpos policiales se traduce en fenómenos de diversa gravedad. Uno de los más extendidos es que a cualquier miembro de uno le fastidia tener que admitir que necesita la ayuda de alguien del otro.
– Sería absurdo que intentáramos movernos por esos ambientes por nuestra cuenta -me justifiqué-. Emplearíamos meses en saber una décima parte de lo que ellos pueden contarnos tomando un café.
– De acuerdo, pero antes de eso deberíamos agotar lo que tenemos -se resistió Marchena-. A lo mejor estamos pasando por alto un punto: en todo ese tinglado perfecto que según la creencia generalizada era la vida de Trinidad hay un pequeño detalle que falla. Tomaba pastillas.