Chamorro no replicó nada a eso. Quizá trataba de calibrar mi sinceridad, o mis palabras la sumían en otras cavilaciones.
– De todas formas, he procurado sacarle utilidad a mi defecto -alegué, como posible descargo-. Debe de ser por eso, por tratar de reconducir a algo provechoso mi curiosidad insaciable, por lo que soy investigador.
– Sin embargo, yo no me considero nada curiosa dijo, circunspecta-. En realidad, a veces me parece que querría saber lo mínimo imprescindible para resolver el caso. Y una vez resuelto, olvidarlo en seguida.
– Por eso hacemos un buen equipo, Chamorro. Tu austeridad mental me sirve para mantener a raya mi fantasía desbordante.
– Así dicho, cualquiera pensaría que soy odiosa -se lamentó.
Dudé un segundo, abrumado por mi torpeza, pero en aquel punto no tenía más remedio que decírselo. Así que tomé aire y se lo dije:
– No, Virginia. No lo eres en absoluto.
El juego no fue más lejos. Cenamos en un mesón, y aprovechando que el camarero que nos atendía parecía bastante comunicativo, le sonsacamos sobre el impacto que había producido en el pueblo la muerte del ingeniero de la central nuclear. Nadie le conocía mucho, aparte de sus compañeros, pero entre lo poco que ellos contaban y la siempre incontrolable imaginación popular, corrían ya fantásticas historias acerca del suceso. Lo peculiar era que ninguna implicaba en lo más mínimo a la central. Con extrema cautela, traté de obtener la opinión que sobre ella tenía el camarero.
– ¿Qué voy a decirle yo? -me advirtió, con franqueza-. A mí me da de comer, como a casi todos aquí. Si no fuera por ella, este pueblo sería como uno de esos medio fantasmas que se ven en los documentales de la tele, con todos los jóvenes fuera y las casas cayéndose a pedazos encima de los viejos. Fíjese en esto, en cambio. Todo limpio, las calles y las plazas en condiciones, una biblioteca nueva, buenos chalés, y el dinero moviéndose y dando gusto a la gente. Como a muchos, al principio me jodía un poco que vinieran aquí, con sus cochazos y su aire de superioridad. Pero ahora ya nos conocemos todos, jugamos al dominó, y hasta yo me he comprado un coche alemán. No tan bueno como los suyos, claro, pero alemán, oiga.
– ¿Y no le preocupa todo eso de la radiactividad? -objeté.
– Qué coño. Es como el colesterol. Yo no me asusto con esas pamplinas. Verá usted, a mí me tocó la mili en el Sahara, cuando allí se estaba jodido de verdad. Me destinaron a Smara, un sitio de cuidado. Una vez estuvimos a punto de perdernos en el desierto, camino de El Aaiún. Eso sí que era para preocuparse, estar allí sin agua y sin saber hacia dónde tirar y pensando todo el rato en los moros y en los buitres. Eso se tocaba; te secaba la garganta, las pelotas se te hacían chicas como anises. Con perdón, señorita.
Chamorro levantó ambas manos, restándole importancia.
– En fin -prosiguió-, que no era como estas tonterías modernas, que ni se ven ni se huelen. El colesterol, la radiactividad, el ácido úrico. ¿Que te matan poco a poco?
Joder, la vida te mata poco a poco. Si el colesterol me trae al fresco, y lo llevo en la sangre, ya ve usted la radiactividad.
Mientras le escuchaba, pensé que se estaba perdiendo toda una idea para una campaña publicitaria agresiva en favor de la energía nuclear. Harto discutible, sin lugar a dudas, pero qué publicidad no lo es.
Preguntamos al camarero por un lugar donde ir a tomar una copa. Nos ofreció tres posibilidades, y entre ellas nos recomendó un pub o discoteca llamado, no sin cierta zumba, Uranio. Chamorro y yo nos encaminamos hacia el local sin ningún afán alcohólico, sólo por ver lo que podía deparar un jueves por la noche aquel pueblo y terminar allí de tomarle el pulso.
En Uranio, cuando entramos, no habría arriba de una docena de personas. No era mucho, pero tampoco era despreciable para un pueblo de aquel tamaño y una noche entre semana. En la barra había tres o cuatro hombres rubios, con pinta de extranjeros. No hablaban y bebían a grandes tragos. Según pudimos deducir después, eran técnicos alemanes que estaban haciendo algún trabajo en la central. El resto eran autóctonos, de diversas edades. Aparte de la mujer un poco obesa y varonil que atendía la barra, sólo había dos chicas, así que la llegada de Chamorro fue acogida favorablemente.
Pedimos algo y tratamos de pegar la hebra con la de la barra. A mí me costó bastante, por no decir que me dejó un par de veces con la palabra en la boca, pero Chamorro se las arregló en seguida para sacarle una sonrisa. A partir de ahí iniciaron un animado diálogo, que la otra sólo interrumpió ocasionalmente para ir a rellenarles el tanque a los alemanes. Chamorro condujo con habilidad la charla hasta lo que nos interesaba, y en cierto momento, aquella mujer se descolgó con una jugosa revelación.
– Vino por aquí alguna noche. Hará un par de meses o tres -calculó-. Era él, el ingeniero ese, el de la central Le he reconocido por la foto que traía hoy el periódico. Y lo mejor de todo: no estaba solo.
– No vendría con esa rubia de uno ochenta de la que habla la prensa, ¿no? -me entrometí, sin poder refrenarme.
La mujer de la barra me observó con visible desprecio. Después, volviéndose a Chamorro, le preguntó:
– ¿Cuánto es uno ochenta, así como tú?
Chamorro era alta; por decirlo todo, un poco más que yo, y además razonablemente esbelta. Eso tendía a complicarme un poco las cosas en cuanto a mantener la distancia jerárquica que debía mediar entre ambos, pero me las facilitaba en momentos como aquél. Al fin me percaté de por dónde iban los tiros y a partir de entonces me quedé en segundo plano.
– No -contestó Chamorro, algo envarada-. Uno ochenta es más.
– Aquí no hay nada tan alto -denegó la de la barra, categórica.
– ¿Pero era rubia? La mujer que vino con el ingeniero.
– No, morena. Bastante morena de pelo. Y blanca de cara.
– ¿Joven o mayor?
La mujer de la barra sonrió aviesamente.
– Bueno, para eso siempre hay gustos. Veintiocho o veintinueve, no más.
A grandes rasgos, ésa era toda la información que aquella mujer podía facilitar al respecto. Chamorro no quería insistir y yo tampoco quería que la cosa fuera demasiado lejos. Antes de tener que pelearme con aquel ogro para conservar a mi ayudante, pagamos y nos largamos de allí.
Salimos a la calle llevando todavía en los oídos la música que atronaba el local. Era una grabación bastante castigada de In the Navy, de Village People. De vuelta en la casa-cuartel, nos encontramos a Marchena, que todavía estaba en pie, aunque se había despojado de la parte superior del uniforme y en su lugar llevaba un jersey de punto de color burdeos.
– Tengo a Ruiz y a otro muchacho ocupándose de una «disputa familiar -explicó-. No será nada, pero por si acaso no he querido acostarme.
Estaba escuchando la radio. Nos sentamos con él y de paso le contamos la historia de la camarera del Uranio, que le dejó muy sorprendido. En ésas estábamos cuando en el programa que tenía sintonizado anunciaron una entrevista con el máximo dirigente de un grupo ecologista. El asunto no era otro que la polémica sobre la renovación del permiso de explotación de la central nuclear, que por esas fechas estaba tramitando el gobierno.
– Hombre, qué pequeño es el mundo -dijo Marchena.
El entrevistado era un hombre sereno que se expresaba con gran precisión y eficacia. Hasta el tono de su voz, grave y aterciopelado, resultaba persuasivo. Sus argumentos sonaban meditados, ecuánimes.
– Lo vendan como lo vendan, es demencial seguir produciendo energía con algo que genera residuos que hemos de almacenar durante cientos de miles de años -razonaba-. ¿Sabe usted cuánto es eso? Nuestra historia, suponiendo que empezáramos con los sumerios, que ya es suponer, no tiene arriba de seis mil años. ¿Quienes nos hemos creído que somos, para hipotecar la vida de gente a la que hoy ni siquiera podemos concebir?
– Culto, el gachó. Y en eso no anda descaminado -le apoyó Marchena.
EI dirigente ecologista demostró haber estudiado de forma exhaustiva los incidentes que había sufrido la central, de los que hizo una lectura ligeramente más alarmista que la que hacían los informes oficiales. Sin embargo, cuando el periodista trató de tirarle de la lengua sobre el reciente suceso del ingeniero muerto, se desmarcó en el acto: