– No quiero hablar sin conocimiento de causa sobre algo que afecta a personas que están sufriendo y cuya intimidad merece respeto. Quiero decir, además, que lamento mucho las especulaciones gratuitas vertidas por algún compañero en los últimos días. Creo que debemos centrarnos en lo que ahora nos preocupa, y dejar que de hechos como ése se encargue la justicia.
– Espero que lo haya oído el comandante -deseó Chamorro.
– No me digas que no es buena gente -añadió Marchena.
– Es listo -dije, con admiración-. Sabe que tiene poder, y que el poder no se puede usar al tuntún, metiéndose en cualquier charco.
– ¿Poder? -cuestionó Chamorro-. ¿No es más bien todo lo contrario, una especie de activista contra el poder establecido?
– Qué ingenua eres, Virginia. Sale en la radio, en el programa nacional, y fíjate con qué mimo le trata el periodista. Ya es parte del sistema. No digo que no cumpla un papel, no sé, higiénico; Pero no es ningún revolucionario. ¿Te he hablado alguna vez de Jung, un pelma al que tuve que estudiar en la facultad? Uno que se creía muy listo, porque los palurdos que iban a su consulta para que les leyera los sueños le tomaban por brujo. Bueno, pues hay algo en lo que le doy la razón a Jung: un revolucionario es un aguafiestas, alguien que siempre resulta incorrecto y blasfemo. Todo lo que ese hombre tan seductor de la radio ya no piensa resultar jamás.
– No capto lo que quieres decir, Vila -avisó Marchena, somnoliento.
– Nada. Que tenemos un problema menos del que ocuparnos.
Capítulo 6 EL MAQUINISTA DE LA GENERAL
Las campanas de la iglesia no sólo me despertaron por la mañana, sino también a la una, las dos, las tres, etcétera. Las primeras veces era placentero, oírlas y volverte a dormir, pero a partir de las cuatro empecé a preguntarme por qué no prohibirían semejante crueldad. Con la iglesia hemos dado, Sancho, pensé automáticamente, pero después comprendí que los del pueblo ya no debían de oírlas, como yo había dejado de oír, con el tiempo, el estruendo que hacía el camión de la basura cuando se volcaba en las fauces los contenedores de medio barrio, debajo mismo de mi ventana.
Aquel viernes lo dedicamos a recorrer la zona,.como antes nuestros compañeros, pero sin el uniforme, fingiendo ser unos forasteros que hacían turismo. Comprobamos que la comarca, al menos en primavera, era óptima a esos efectos. La vegetación era abundante, los ríos bajaban con bastante agua y las flores silvestres brotaban por doquier. Los pueblos eran a la vez típicos y atildados, y en especial el más cercano a la central nuclear, que recibía la parte del león de los cuantiosos impuestos locales que debían satisfacer sus propietarios. Tenía aceras de granito, fuentes de mármol, templetes, galerías cubiertas de rosales. La quimera del oro en versión átomo. No podía negarse que habían aprovechado para hacerse un entorno acogedor.
Pero lo que Chamorro y yo intentábamos no era recoger estampas campestres o de pueblecitos encantadores, sino pistas para tratar de esclarecer una muerte que cada vez nos atrevíamos menos a calificar de homicidio. Lo que habíamos averiguado en el Uranio la noche anterior, que Trinidad podía haberle sido infiel a su esposa más de una vez, y con mujeres más jóvenes, hacía deslizarse el caso hacia un terreno en el que cobraba fuerza la teoría del accidente, provocado por unas prácticas sexuales arriesgadas y un abuso de drogas y alcohol. Sería todo lo asombroso que se quisiera, pero no era el primer caso de doble vida que salía a la luz. Era increíble como algunos se las arreglaban para convencer a todos de las imposturas más formidables.
Lo que pudimos sacarle a la gente de aquellos pueblos no fue más de lo que habían conseguido Marchena y sus hombres. Quizá fue incluso menos, porque a ellos los conocían y se fiaban y de nosotros recelaba casi todo el mundo, como en seguida pudimos percibir. A la desconfianza normal en los lugares pequeños, se unía la que debían al hecho de estar a menudo en el ojo del huracán por causa de la central nuclear. De ella querían hablar pocos, y los que lo hacían casi siempre se mostraban favorables, con argumentos similares a los del camarero que había servido en el Sahara.
Al final de aquella infructuosa jornada, volvimos a pasar por la casa-cuartel para despedirnos de Marchena.
– ¿Y qué? -preguntó.
– Nada -resumí-. Seguimos como al principio. O peor.
– ¿Y qué vas a hacer?
– Sospecho que mi comandante no aprueba que Chamorro y yo estemos de vacaciones en el campo. Le propondré que os encarguéis vosotros. A lo mejor os tropezáis un día de éstos con alguien que vio algo.
– De modo que te rindes -dijo Marchena, incrédulo.
– No del todo. Me sigue quedando un hilo del que tirar. Una rubia de uno ochenta, con acento ruso. Buscaré en Madrid, como me sugeriste.
– ¿Y después?
– Después -dije, encogiéndome de hombros-, sólo me quedará ir a ver a Blanca Díez y anunciarle que vamos a cerrar el caso dando por buena la hipótesis de la muerte accidental. Si eso la conmueve y se descuelga con algo nuevo, lo veremos. Si no, carpetazo, salvo que el juez tenga otra idea, que me sorprendería, por lo que hasta ahora ha pasado del asunto. Me fastidiará, porque aquí hay algo que no me deja buen sabor. Pero así es la vida.
EI lunes siguiente, a primera hora, me presenté en el despacho de Pereira con la intención de exponerle mis planes. Me recibió de un excelente humor, cuyo motivo deduje tan pronto como advertí que ya no llevaba las gafas oscuras. Me escuchó con atención, asintiendo todo el tiempo.
– Me parece perfecto, Vila -dijo, cuando hube terminado-. Y tampoco creo que tengas que herniarte persiguiendo rusas de uno ochenta, aunque ya comprendo que la tarea tiene sus alicientes. Por fortuna los titulares de periódico caducan a la velocidad de la luz. Según me ha dicho el coronel, cuando llamó el viernes a ese alto cargo de Industria que se había interesado tanto, ni siquiera se acordaba. Casi ni le dejó contarle que teníamos buenas razones para creer que no se trataba de un crimen. En la prensa no ha vuelto a salir desde entonces, y hasta los ecologistas se nos han puesto juiciosos y han renunciado a hacer sangre del suceso. ¿Qué más se puede pedir?
Por un momento me sentí como Buster Keaton en esa escena tan famosa de El maquinista de la General; cuando corre enfervorizado por la vía, creyendo que le sigue todo el pueblo, y de pronto se da la vuelta y comprueba que detrás no viene nadie. Trinidad Soler, por quien tanto me había estrujado los sesos en los últimos días, era ya pasto del olvido.
Quizá por eso me tomé un poco más a pecho de lo que en un principio pensaba mi tentativa desesperada de sacar algo de la pista de la rubia. Esa misma mañana llamé a la policía y les dije que quería ponerme en contacto con alguien especializado en prostitución de alto nivel; si podía ser, que conociera bien la zona de Madrid. La policía que atendió mi llamada, tras acoger con un satisfecho ajá mi solicitud, no se privó de humillarme:
– ¿Y cuál es la razón de su interés, sargento?
– Mi sargento, si no te importa, que por lo menos esto es la mili -le espeté, molesto por su retintín-. ¿Cuál te crees tú que es la razón, que he decidido romper mi hucha? Estoy investigando un posible homicidio.
Entre mi irritación y la mención de la palabra mágica, la policía debió de entender que no había elegido una buena ocasión para ejercitar su ironía. Cortó durante un instante la comunicación y cuando reapareció lo hizo mucho más seria. Me remitió a un tal inspector Zavala, cuyo teléfono y destino me suministró a continuación. Le agradecí su ayuda.
Pedí a Zavala mantener una entrevista con él, a lo que accedió sin poner ningún reparo. Por teléfono parecía un individuo simpático y algo nihilista, y en persona confirmaba esa impresión. Iba hecho un cuadro, con unos pantalones granate, camisa rosa y chaqueta azul piscina. Podía hacer tres o cuatro días que no se afeitaba, como mínimo, y en el meñique lucía un sello engastado en una argolla de oro de buen espesor. Su despacho parecía haber sido montado por uno de los hermanos Marx, y después desordenado por otro. Nos saludó con mucha cordialidad, sobre todo a mi ayudante.