– No estoy sugiriendo que sea alguna de las suyas -aclaré-. Tal vez ha oído algo, o alguna de ellas lo ha oído. Se me ocurre que a lo mejor se juntan en algún sitio con otra gente de su tierra, y que quizá allí… Nadia sonrió malévolamente.
– Algunos se juntan en la iglesia ortodoxa, una vez por semana. Pero nosotras solemos faltar. De todas formas, ¿estás seguro de que era rusa?
– No.
– Vete a saber, entonces -se desentendió-. Si hubieras venido a preguntarme esto en el 91, cuando yo llegué aquí, habría sido más fácil. Entonces los del otro lado nos contábamos por decenas, si llegaba. Ahora hay miles de bellezas eslavas repartidas por toda Europa, buscando Eldorado.
– Ya -asentí, con desazón-. Pues es una lástima que Eldorado no exista.
– Por eso lo llamo así.
– Sin embargo, a usted parece haberle ido bien.
– Yo no he ido detrás de ningún espejismo. Trabajé mucho, invertí bien el dinero que ganaba y aproveché mi experiencia para montar un buen negocio. Nunca aspiré a salir en las revistas, que es lo que sueñan muchas idiotas cuando descubren que tienen un cuerpo que llama la atención a la gente. Por eso estoy aquí, y no colgada en alguna pensión de mierda.
Su acento era fuerte, pero Nadia, en coherencia con la aparente firmeza de sus convicciones, había aprovechado los años que llevaba en Madrid para armarse con un castellano contundente y versátil. Unido al resto de sus recursos, la convertía en una interlocutora temible.
– Si suele traer a chicas de allí -intervino Chamorro-, al menos podrá decirnos en qué otros sitios podríamos buscar.
– No lo creas, querida -dijo-. Yo traigo a las mías, y mis quebraderos de cabeza me cuesta. En lo que hacen otros, procuro no meterme. De todos modos, hay muchas posibilidades. Algunas llegan por su cuenta, otras vienen como estudiantes, o contratadas por agencias de azafatas o de modelos. Cada día se inventan más formas de explotar el filón. La carne joven es una mercancía siempre rentable. Hoy nadie se resigna a envejecer, y muchos están dispuestos a comprar cara su ilusión de novedad.
Ya empezaba a tener una mala sensación con aquel caso. Todas las vías que íbamos abriendo, tan penosamente, se cerraban en seguida o se perdían en una nebulosa que desanimaba a seguir. No quise aceptar que nuestra visita a la bellísima Nadia hubiera sido otra pérdida de tiempo, así que procuré cerrarla con algo que pudiera sugerir una continuación.
– A pesar de todo -le rogué-, le estaríamos muy agradecidos si nos hiciera saber cualquier rumor que pudiera llegar a sus oídos.
– Oídos tengo -aceptó Nadia, con dulzura-, y si algo me llega se lo diré.
Nadia sólo nos acompañó hasta la puerta de su despacho, lo que en parte agradecí, porque no era cómodo mantener todo el rato la nuca doblada para poder mirarla a la cara. Antes de separarnos, se dirigió a Virginia:
– Supongo que no te importará mucho, y a lo mejor haces bien. Pero si alguna vez cambias de idea, creo que te desaprovechas. Tienes los rasgos un poco duros y se nota que has hecho algún ejercicio físico inadecuado. Pero las dos cosas se pueden suavizar, si se sabe cómo.
Chamorro primero se sonrojó, pero inmediatamente se esforzó por rehacerse. Nadia la había picado con su comentario.
– Guardaré su teléfono, por si las moscas -dijo, afectando un aire desvalido-. De momento no tengo demasiados gastos.
– Una ventaja, si te dura -juzgó Nadia, con expresión nostálgica.
Mientras desandábamos el pasillo en dirección al vestíbulo, de una de las habitaciones laterales salió una deidad de unos diecinueve años. Vestía un albornoz y llevaba una toalla arrollada en la cabeza. La piel de su rostro, sin pizca de maquillaje, era tan clara que casi la atravesaba la luz. Nos observó con unos ojos grises enormes, murmuró algo en una lengua ininteligible y volvió a desaparecer tras la puerta por la que había asomado.
Cuando estuvimos de nuevo en el ascensor, después de despedirnos de la sudamericana del pelo cobrizo, le dije a Chamorro:
– En adelante habrá que olvidar que esto existe. Será lo más saludable.
– No sé si tengo los mismos motivos, pero estoy de acuerdo -repuso.
Fueron pasando los días. Hicimos algún otro movimiento, sin mucha fe, y nos mantuvimos en contacto constante con Marchena, por si sonaba la flauta. Nada dio el menor fruto. Cuando Pereira terminó por reclamarnos un informe para remitírselo al juez, no pudimos hacer otra cosa que asumir una conjetura que descartaba cualquier hecho delictivo y proponer el archivo del caso. El juez aprobó sin rechistar nuestra propuesta.
Un soleado mediodía de abril, cumpliendo nuestro deber, cogimos un coche patrulla y nos fuimos a ver a Blanca Díez. Durante el trayecto, ni Chamorro ni yo estuvimos demasiado locuaces. Los dos compartíamos la misma frustración, el mismo desasosiego, la misma inapetencia.
La viuda nos recibió con una helada cortesía. No dejó de indicar que la habíamos interrumpido en mitad de una traducción urgente, por si eso nos apremiaba a abreviar nuestra estancia, quizá. Respecto de la otra vez, advertí algunas diferencias. Llevaba gafas y lucía una camisa holgada, que permitía, entre otras cosas, apreciar su airoso cuello. También noté una ausencia significativa: no tuvo que protegernos de ningún rottweiler.
Nos hizo pasar al mismo salón, que ahora daba a un valle esplendoroso, inundado por el sol. Allí reproduje para ella, procurando ahorrarle la rigidez del lenguaje forense, el contenido del informe que habíamos elevado a la autoridad judicial. Blanca Díez escuchó impasible, sin interrumpirme. Cuando acabé, apoyó un codo sobre el sofá en el que estaba sentada y volvió la cara hacia el ventanal. Se quedó así, ensimismada, durante más tiempo del que Chamorro y yo habríamos querido tener que aguantar inmóviles, con la teresiana en la mano, sentados en el borde de nuestros asientos.
– Muy bien, sargento -dijo al fin, sin mirarme-. Supongo que han hecho todo lo que han podido. Si eso es lo que creen, eso será lo que crea yo.
– Quiero que sepa que no nos sentimos muy contentos con esta solución, señora Díez -me sinceré-. No estoy convencido de lo que le he contado. Sencillamente no encuentro pruebas para poder contarle otra cosa.
La viuda de Trinidad Soler volvió despacio la cara hacia mí. La tenía enrojecida y arrasada de lágrimas. Me pareció ver a Juana de Arco ardiendo en la pira, y no pude evitar que el corazón se me encogiera ante la imagen.
– Viviré con la duda -se resignó-. Algún día lo sabrá, porque tarde o temprano lo sabemos todos. Sabrá lo que es el dolor absoluto, hasta que ya nada puede herirte más. Yo sé ahora lo que es ese dolor, y puedo soportar lo que a usted le incomoda tanto. Le he perdido. Eso es todo, y no tiene remedio. Qué me importa si usted resuelve o no su rompecabezas.
No encontré nada que responderle. A veces, lo mejor que uno puede dar de sí mismo es abstenerse de hacer o decir nada.
– En todo caso -rectificó, enjugándose el llanto-, les doy las gracias por sus desvelos. Parecen profesionales decentes, que no es poco.
De regreso a Madrid, paramos a tomar un café en un lugar que indicaban como el Mirador de la Alcarria. Estaba junto a la carretera, en un promontorio desde el que se ofrecía a la vista una vasta extensión. Nos quedamos un rato contemplando aquel paisaje, cada uno sumido en sus pensamientos.
– Si miras al fondo del todo, la imagen se vuelve borrosa -dijo Chamorro-. De nada te sirve forzar la vista. El ojo no alcanza, es así de simple.
– Ya lo sé, Chamorro. Pero no puedes evitar que te joda.
Capítulo 7 UN ÁNGEL CAÍDO
Transcurrieron tres meses. En ese tiempo, la primavera dejó paso al verano, a Chamorro y a mí nos salieron otros muertos, cada uno con sus pejigueras, y antes de poder darnos cuenta nos encontramos con que nos tocaba irnos de permiso. Sin embargo, algo nos impidió disfrutar plenamente de las vacaciones aquel año. Aunque las semanas se hubieran ido sucediendo en el calendario y los problemas sobre la mesa, ni mi ayudante ni yo habíamos acertado a olvidarnos del todo de Trinidad Soler. Mientras estaba ocupado en otras tareas, desde luego, no me acordaba mucho; pero a veces, por la noche, o yendo en el metro, me venía de improviso a la mente la imagen del cadáver doblado sobre aquella cama mugrienta. Y una agria sensación de tarea pendiente se apoderaba inexorablemente de mi ánimo.