– Muy bien, Chamorro. Aprendo mucho contigo, pero te recuerdo que tenemos algo a medias. El trabajo es salud. Física y también mental.
Aquella apesadumbrada charla sobre la fotografía de Irina me había hecho olvidar el optimismo con que había acudido esa mañana al tajo. Siempre he procurado sentir compasión, en el mejor sentido de la palabra, por la desdicha de las personas cuya muerte me ha tocado esclarecer. Eso implica tener presente quiénes fueron, y esforzarse, hasta donde resulta factible, por conocer y comprender la manera en que veían las cosas. También implica, muchas veces, llegar a cobrarles afecto, aunque sea necesariamente póstumo. Todo ello requiere, sin duda, una cierta contención de ánimo. Pero no era ilegítimo estar contento cuando un caso en el que habíamos desperdiciado tantos esfuerzos daba la impresión de encarrilarse. La indagación de sus muertes era el modo de llevar nuestras vidas adelante, y el de vivir es un ejercicio que requiere un mínimo de sensaciones entusiastas.
Por eso, aquella mañana decidí llevar yo el coche y le hice recorrer a buena velocidad los cien kilómetros que nos separaban del motel. Era un luminoso día de verano, la autovía estaba despejada, y aunque Chamorro iba un poco reconcentrada en el asiento del copiloto, cuando pusieron en la radio la canción del verano (una memez olvidable, como casi todas sus predecesoras) subí el volumen del aparato y la tarareé a pleno pulmón.
Fue Chamorro, que la llevaba en el bolsillo de la camisa, quien le tendió a Torija, el recepcionista, la fotografía de Irina Kotova. En los tres meses y pico que habían pasado, Torija se había dejado una barbita fina que no cumplía el presumible objetivo de conferirle un rostro aristocrático. De hecho, le asemejaba más bien a un telepredicador de Miami. Estuvo observando la fotografía durante medio minuto eterno, sin pestañear.
– No me cabe ninguna duda -certificó-. Ésta era la chica.
Capítulo 8 LANCES DEL CAPITÁN TRUENO
El teniente Gamarra, de Málaga, me llamó el miércoles a primera hora de la tarde. No sonaba excesivamente alentador.
– Ni rastro del ruso -anunció, mohíno.
– No me diga eso, mi teniente -supliqué.
– Lo peor es que no tenemos ni una sola pista sobre su paradero. Dio unas señas cuando puso la denuncia. Unos apartamentos. Cuando fuimos, ayer, hacía mes y medio que los había dejado. Puede haberse vuelto a Rusia, puede haberse mudado a Mallorca, o pueden haberle mudado al fondo de la bahía y estar sirviendo ahora mismo de pienso para los chanquetes.
– Tienen que hacer algo más -rogué-. Sin él no puedo conectar a la chica con los huesos de Palencia, y si no cierro ese lado del triángulo lo único que tengo es un batiburrillo de pistas prometedoras.
– Tranquilo, sargento, que haremos lo que podamos -se revolvió Gamarra, un poco molesto por mi tono exigente-. Pero no esperes que ponga controles en todas las carreteras. No sé si te has fijado en las fechas en que nos encontramos y en el lugar con el que estás hablando. Tenemos alguna otra cosa que hacer por aquí. Sin ir más lejos, ahora mismo es la Feria.
– Vaya por Dios -se me escapó.
– Eh, Vila. Prohibido hacer el puto chiste. A nosotros nos toca currar como negros. Los que se ponen ciegos de pedrito y de fino son los demás.
– No insinúo lo contrario, mi teniente.
– Lo seguiremos buscando, te lo prometo. Podéis intentar algo por vuestro lado, mientras tanto. Está la foto, ¿no? Llévasela a uno de esos expertos que tenéis allí en Madrid y que la compare con el cráneo que encontrasteis. Seguro que lo mete todo en un ordenador y te da una respuesta.
– Hasta cierto punto, mi teniente -dije, desanimado. No era cosa de contarle, ya que hablábamos de rusas, que con esa misma técnica habían identificado sin lugar a dudas los restos de una de las hijas del zar Nicolás II, que según los últimos análisis era justo la que faltaba del lote.
– Joder, sargento, me imagino que no es la primera vez que se le tuerce un asunto -dijo Gamarra, con sus dos estrellas bien puestas en la voz-. Las ordenanzas le exigen mantener la moral incluso en los momentos de derrota.
– Sí, mi teniente. Pero tengo que encontrar a ese hombre. Si no, aunque la identifique, mi camino se acaba en esa fosa de Palencia.
– Aparte de mis pocos medios, en lo que me quepa distraerlos, todo lo que puedo ofrecerte es nuestra hospitalidad -concluyó Gamarra-. Si quieres venir tú a tratar de dar con el ruso, serás bienvenido y te apoyaremos.
– Pues no le digo que no, mi teniente.
En este punto, se imponía hablar con Pereira. Lo que me bullía en la cabeza era, claro está, reabrir el caso de Trinidad Soler. Echándole buena voluntad, la identificación de Irina Kotova por Torija era motivo más que suficiente, teniendo en cuenta que se trataba de una persona cuya desaparición, en fechas próximas a la de la muerte de Trinidad, había sido denunciada. Pero me acordaba del juez y me costaba creer que podía importunarle con mi teoría sin tener un paquete bien envuelto y resistente a cualquier objeción. La única manera de montarlo era ser capaz de sostener, sin ningún género de dudas, que la mujer que había llegado al motel con el ingeniero muerto había sido asesinada de un balazo en la nuca poco después.
Llamé al teléfono móvil de mi comandante, un acto que nunca afrontaba sin cierto temor, por razones comprensibles para cualquiera. Sonó cinco veces, y cuando dejó de hacerlo lo que inundó mi auricular no fue la voz de Pereira, sino los acordes de una zafia versión de la Lambada. Eso me permitió colegir que mi jefe no paraba en un selecto club náutico.
– ¿Quién es? -le oí al fin gritar.
– Mi comandante. Soy Vila.
– ¿Quién? ¿Cómo? ¿Vila? Espera, que me aparto de este maldito altavoz.
De fondo se oían berridos de niños y conversaciones a gritos de adultos que trataban de imponerse en diversos idiomas a los niños y al estrépito de la megafonía. Pereira debió de apartarse un buen trecho, porque cuando volvió a surgir su voz en la línea pude oírla con bastante nitidez.
– No sé si le pillo en buen momento -dudé.
– Depende de lo que entiendas por eso -repuso-. Ahora mismo estoy siendo víctima de una estafa y de varios delitos contra la salud pública en un chiringuito de Alicante. Haciendo ganas de volver a trabajar.
– Siento llamarle para abusar de esas ganas por anticipado.
Le referí los últimos acontecimientos, procurando ser breve y a la vez lo bastante exhaustivo como para convencerle. Pereira escuchó mi relato intercalando en cada pausa un marcial uhum. Eso me alentó. Era un signo de que estaba logrando persuadirle. Su desinterés, y en el peor de los casos, su recelo, solían venir acompañados por el uso del más parco hum.
– Ya veo -dijo al fin-. ¿Y en qué puedo serte útil?
Era una de las astutas fórmulas oblicuas de Pereira, sutil arte que me había propuesto muchas veces, sin éxito, aprender de él.
– Quisiera que nos diera permiso a Chamorro y a mí para volar a Málaga inmediatamente -le pedí-. Hay que encontrar a ese Vassily como sea, y nuestra gente de allí me asegura que no puede darle prioridad.
– Qué bárbaro, Vila. Volar. Te estás volviendo muy señorito. ¿Por qué no te coges un coche y conduces un poco?
– El mío lo tengo estropeado y ningún taller me lo admite hasta septiembre. No quiero pelearme con el del parque de automóviles, mi comandante. No sé si lo necesito para un día o para Díez, y eso siempre les rompe los moldes.
– ¿Y cuando estéis allí?
– Trataremos de tomar algo prestado.
– Róbalo si hace falta -me ordenó-. Vamos excedidos con el presupuesto de gastos y todavía quedan cuatro largos meses por delante.
– Entonces, ¿nos da su permiso?
– Te lo doy. Una semana. Ni un día más.
– Gracias, mi comandante.
– Vila.
– ¿Sí, mi comandante?
– La razón del afán con que te estás tomando esto es estrictamente profesional, y no una comezón en las tripas o algo así. ¿Me equivoco?
Al jefe hay que mentirle pocas veces, pero hacerlo con convicción.
– No, mi comandante -confirmé.
– Vale. Era sólo por estar seguro de que estábamos de acuerdo. Ya sabes que yo de las tripas me fío lo justo.