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Pero aquel día, como digo, estábamos de suerte. El cadáver había aparecido a poco más de cien kilómetros de nuestra oficina: en un motel al lado de la autovía de Aragón, dentro del límite provincial de Guadalajara. Nos habían dado el aviso en seguida y en menos de una hora nos habíamos plantado allí, aunque eso me había supuesto soportar durante el trayecto la inquietud apenas disimulada de Chamorro, a quien hasta la fecha no había logrado inculcar demasiada fe en mi aptitud para la conducción deportiva. Había corrido tanto que cuando llegamos el juez aún no había hecho acto de presencia. Tenía que recorrer unos sesenta kilómetros, desde la capital de la provincia, y no iba a darse la prisa que yo me había dado; entre otras cosas, para tratar precisamente de evitar que me levantara el cuerpo antes de poder verlo con mis propios ojos. Si algo he aprendido, en los Díez años que llevo buscando verdades ominosas, es que en esa tarea ninguna impresión de segunda mano puede reemplazar a lo que uno conoce por sí mismo.

El ambiente en el motel andaba revuelto. Marchena, Ruiz y los dos guardias que tenían con ellos apenas daban abasto para mantener despejadas las inmediaciones de la habitación donde se hallaba el cadáver. Por eso, en cuanto habían sabido que los de Madrid estaban en camino, se habían limitado a aguardar y a conservarlo todo tal cual lo habían encontrado.

Con Chamorro y conmigo había venido un especialista de policía científica, para sacar sus fotografías y tomar las huellas. En eso andaba ocupado desde el mismo instante en que había entrado en la habitación. Tenía un aire reconcentrado y taciturno y no parecía reparar en los demás que estábamos allí. Durante el choque de Chamorro con Marchena y mi subsiguiente intervención había seguido a lo suyo, sin inmutarse. Su laboriosidad me recordó que yo también tenía que reunir alguna información.

– ¿Quién descubrió el cuerpo? -le pregunté a Marchena, mientras Chamorro se agachaba a inspeccionar la ropa que había al otro lado de la cama.

– La mujer que limpia las habitaciones -dijo el sargento-. Todavía no se ha repuesto del sobresalto, la pobre. -¿Y se sabe ya quién es? Marchena puso cara de no comprender. -¿La mujer de la limpieza? -Marchena, no me jodas.

– Tranquilo -sonrió, travieso-. La cartera de la víctima estaba tirada encima de su ropa. No había dinero, pero dejaron las tarjetas de crédito y todos los documentos. Aquí tengo el DNI -Marchena sacó un carné del bolsillo de su guerrera y leyó sin prisa-: Trinidad Soler Fernández. Padres: Trinidad y Consolación. Natural de Madrid, provincia de Madrid. Fecha de nacimiento: el catorce del cinco del cincuenta y siete. Con domicilio en Guadalajara, provincia de Guadalajara. Varón, como salta a la vista.

Saltaba a la vista, en efecto, y por el modo en que Marchena lo dijo, parecía como si creyera que ese dato hacía más insólito a aquel cadáver. Por alguna razón infame, pero tozuda, resulta estadísticamente menos improbable que las mujeres sean víctimas de toda clase de humillaciones físicas. Lo vienen siendo desde tiempo inmemorial y lo son cotidianamente; algunas, incluso, como un riesgo de su oficio. Si en aquella cama hubiera estado una mujer, noventa de cada cien encuestados habrían deducido sobre la marcha que se trataba de una prostituta y habrían sentido relajarse de modo inconfesable su sentimiento de alarma. A las prostitutas les pasan esas cosas, ya se sabe. Pero se trataba de un hombre y el hecho tomaba otro cariz. Al menos, se libraría de ser despachado con una hipótesis rutinaria.

– ¿Habéis averiguado cuándo se registró? -interrogué.

– Anoche, por lo visto. No sabemos a qué hora ni si venía solo o acompañado. El empleado que estaba en la recepción tiene hoy el día libre.

Marchena me informó de este extremo con satisfacción. No supe si porque con ello me demostraba que él y los suyos no habían estado de brazos cruzados o porque al comunicármelo me imponía una tarea para el futuro. En ese instante, el silencioso policía científico anunció:

– Habrá que comprobarlo luego, pero por lo que llevo visto yo diría que aquí hay huellas de dos o tres personas.

– ¿Aparte del difunto? -preguntó Marchena.

– Dos o tres personas, eso es todo por ahora -dijo el policía científico-. Todavía no le he tomado las huellas al cadáver.

Los policías científicos son sujetos que nunca se precipitan. No aseguran nada que no hayan confirmado en Ia pulcra soledad de su laboratorio. A veces me parece que desprecian un poco a la gente como yo, gente que vive de barruntos confusos y razonamientos inciertos, único material deductivo que me acompaña durante una buena parte de mis investigaciones.

De pronto, Chamorro reclamó mi atención:

– Mi sargento. He encontrado algo.

Marchena y Ruiz la observaron con cierta condescendencia. Ellos habían revisado antes la ropa que Chamorro había estado revolviendo. Preferí acercarme hasta ella para que me enseñara sin testigos su hallazgo.

– Parece una tarjeta de acceso -juzgó Chamorro, mientras me la mostraba. Era una tarjeta blanca con un logotipo verde. Tenía una banda magnética en la parte posterior y en la anterior, además del logotipo, un número y una fotografía del muerto que ocupaba casi un tercio del espacio. En ella, Trinidad Soler aparecía como un hombre de sonrisa amplia y bondadosa.

– ¿Dónde llevaba esa tarjeta? -se interesó Ruiz.

– En este bolsillo -repuso Chamorro, con una presteza vengativa, y exhibiéndole la cazadora marcó sobre ella el lugar exacto.

Yo estaba absorto en el logotipo de la tarjeta. Era una extraña figura, compuesta por dos chimeneas anchas y superpuestas y una especie de hongo. Debajo de ella había una palabra que carecía para mí de significado.

– ¿De dónde será este logotipo? -discurrí en voz alta.

Marchena, que hasta entonces se había quedado remoloneando frente a la cama, la rodeó y vino hasta donde estábamos Chamorro y yo. Ojeó la tarjeta por encima de mi hombro y a continuación le dijo a Ruiz:

– Coño, Pepe, si es uno de la central nuclear.

– ¿La central nuclear? -pregunté.

– Sí, hombre -explicó Marchena, con parsimonia-. Hay una central nuclear a cuarenta kilómetros de aquí. A quince del pueblo donde estamos nosotros, para más señas. El nombre que pone en la tarjeta es el de la central.

– Que se llama como el pueblo que tiene al lado -completó Ruiz.

– Lo que no sé es qué puesto podía ocupar éste -prosiguió el sargento-. Conocemos a bastantes de la central. Más de uno vive en el pueblo, y con los de seguridad tratamos mucho, gracias a los ecologistas. Cuando organizan alguna marcha de protesta o les estorban algún transporte de maquinaria, allá que nos toca meternos por medio. Pero esa cara no me suena nada.

– A mí tampoco -confirmó Ruiz, después de echarle otro vistazo al muerto.

Fue lo último que averiguamos, antes de que llegara el juez y con él nuestros mandos, el forense y toda la parafernalia habitual. A partir de ese momento, los pringados pasamos a un discreto segundo plano. El juez era un individuo de unos cuarenta años, de aspecto triste y distante. Dirigió de forma más bien desganada todos los trámites y sólo noté que le afectaran, fugazmente, cuando el policía científico, con la supervisión del forense, extrajo del cadáver aquel utensilio grotesco y escandaloso.

Una vez que el forense completó sus observaciones, retiraron el cuerpo. El capitán que había venido con el juez me llamó entonces a su presencia.

– Señoría -se dirigió al juez-. Quería presentarle al experto de nuestra unidad central que se ocupará del caso. El sargento Belivacqua.

– Bevilacqua -corregí, aunque sabía que era inútil.

– Eso, Belivacqua -porfió el capitán.

– Vaya apellido endiablado -apreció el juez, saliendo de pronto de aquella abulia casi inexpugnable. ¿De dónde le viene?

Para sobrevivir a la sistemática repetición de esa pregunta, que es el legado más pertinaz que debo a mi progenitor, no se me ha ocurrido nada mejor que tener siempre a mano un par de mentiras contundentes que desarmen sobre la marcha al fisgón de turno. A fin de cuentas, no veo por qué debo ir contándole a cualquiera las interioridades de mi familia.