Lo sabía, y por eso me cuidaba mucho de hablarle de conceptos tales como intuición, pálpito y demás por el estilo. Pereira era un sujeto de temperamento cartesiano, y si me apuraban, habría dicho que hasta un poco falto de imaginación. Por eso mismo, resultaba inmejorable como piedra de toque en la que probar la consistencia de un razonamiento. A fuerza de ocuparme de prever y tratar de tener resueltos de antemano sus reparos, a veces algo ramplones, pero siempre certeros, me había hecho mucho mejor policía de lo que a priori prometían mis precarias dotes naturales.
Una vez obtenida la autorización de Pereira, llamé a Chamorro.
– Prepara la maleta -le dije-. Nos vamos a la playa.
– ¿A la playa?
– A buscar a Vassily.
– Pero… ¿No sería mejor que volviéramos a Guadalajara? -preguntó, desconcertada-. Ahora que… Yo creo que deberíamos…
– Vassily, Chamorro -insistí-. Ya iremos a Guadalajara.
Al día siguiente, a primera hora, llegamos al aeropuerto de Barajas con nuestras maletas y la intención de tomar un vuelo que presuntamente despegaba rumbo a Málaga a las ocho y media. A las nueve, aún seguíamos esperando a que se nos asignara una puerta de embarque. Chamorro, sentada a mi izquierda, ojeaba con desgana una revista del corazón. Durante un rato traté de abstraerme en las páginas que iba pasando mi ayudante, donde se daba cuenta de todas y cada una de las zambullidas y singladuras en yate que por aquellas fechas protagonizaban quienes contribuían de forma irremplazable a la erradicación del hambre y la injusticia y a la ardua conquista de un futuro mejor para la humanidad. A las nueve y veinticinco, mi mansedumbre no dio más de sí y me acerqué al mostrador de información.
– Razones operativas, es todo lo que a mí me dice la pantalla -repetía la mujer que allí daba la cara, en mitad de un enjambre de furiosos pasajeros, o más propiamente, furiosos pasajeros frustrados.
– Sois todos unos inútiles y unos sinvergüenzas -la increpaba con desprecio un bronceado y pulido cuarentón, enfundado en un costoso polo amarillo.
Me duele ver maltratar al más débil. Aún más: me altera el carácter. Es una secuela de mi afición juvenil a las leyendas heroicas del Rey Arturo y a los excesivos lances del Capitán Trueno. Me dirigí al del polo amarillo:
– Si quiere dar un escarmiento, asalte el despacho del director del aeropuerto o péguele un tiro a un piloto -le recomendé-. Pero a esta señorita la deja usted en paz. Y para empezar la trata de usted, que no es su criada.
– ¿Quién es este lunático?
Saqué la cartera y le puse mi identificación debajo de la nariz.
– Señorita, ¿quiere denunciar a este individuo por injurias? -pregunté a la mujer del mostrador.
– ¿Qué? ¿Cómo? -dijo, aturdida.
El del polo amarillo se había quedado paralizado, incapaz quizá de asimilar que el aparato policial naturalmente destinado al azote de yanquis, okupas y chorizos acabara de colocarlo a él en el punto de mira.
– No, es igual -rehusó la mujer-. Son los nervios, hay que entenderlo.
Me volví hacia el alborotador.
– Ya ha oído, señor. La señorita le perdona. Circule y aproveche para pensar en qué momento se volvió usted así. Quizá pueda enmendarse aún.
– ¿Cómo se…? -se arrancó, rojo de ira.
– ¿Cómo me qué? -me encaré con él. Ya que iba a tardar un poco en coger el avión, pedí a los dioses que se atreviera a hacer o decir algo, para matar el rato haciéndoselas pasar todavía más canutas. Las ideas para conseguirlo se agolpaban en mi cerebro y me asomaban a los ojos. Pero el tipo se rajó. Su única especialidad era el combate con sparring.
En reconocimiento a mi intervención en su auxilio, la mujer del mostrador me facilitó confidencialmente alguna información no oficiaclass="underline"
– Hay exceso de tráfico, huelga de celo de controladores y de los pilotos de dos compañías y huelga normal del handling de tres aeropuertos. Y el avión que tiene que llevarle a Málaga salió con retraso de Barcelona por avería.
– ¿Me aconseja que alquile un coche?
– Espere una hora. Entonces se sabrá si el avión estará o no disponible.
Regresé junto a Chamorro.
– ¿Por qué te peleabas con ese hombre? -inquirió, curiosa.
– No estoy del todo seguro. En gran parte puedes achacarlo al hecho de que le dejen ir por ahí armado con una Visa oro. Aunque las causas suelen ser más complejas. Hay quien la tiene y no por eso pierde los modales.
– ¿Qué?
– Nada, Chamorro. Ha sido una especie de accidente. En fin, parece que dentro de una hora sabremos si podremos despegar.
Embarcamos sobre las once, y cuando entré en el avión ocurrió algo muy extraño. Miré hacia la cabina y durante un instante mis ojos se encontraron con los del piloto. No es que el colectivo al que pertenecía me produjera un arrobo incontenible, pero tampoco fui consciente de observarle con especial animadversión. Sin embargo, las pupilas del aviador echaron fuego y se volvió con brusquedad hacia el frente. Cinco minutos después, se presentó a la altura de mi asiento un hombre de aspecto exquisito.
– Señor. Soy el sobrecargo. Tengo que pedirle que abandone el avión.
– ¿Cómo?
– Son instrucciones del comandante. Debe usted abandonar el avión.
– Aquí debe de haber un error.
– En absoluto, señor. Lo siento mucho pero tengo que insistirle. Le ayudaremos a retirar su equipaje de mano.
– No me va a ayudar a retirar nada -me planté, sin poder dar crédito a lo que estaba oyendo-. Dígale al comandante que venga él a levantarme.
Nada podía parecerme más inverosímil que ver venir al comandante hasta donde yo estaba sentado, en la hez de la clase turista, justo donde más se oía el ruido de los dos motores. Habría sido como el capitán del Titanic bajando a las sentinas de los emigrantes. El sobrecargo suspiró gravemente, fue hacia la zona de proa y regresó al cabo de poco más de un minuto.
– El comandante me encarga advertirle que él es la máxima autoridad a bordo. Como pasajero, según la normativa aeronáutica, debe usted cumplir sus instrucciones. En caso contrario, avisaremos a la Guardia Civil.
– Eso será estupendo -repuse-. Dígale que si me necesita para algo estaré encantado de ayudarle. Sargento Bevilacqua, de la Guardia Civil.
Saqué mi tarjeta de identificación y se la puse en la mano.
– Llévesela, con mis respetos -propuse-. Venga, hombre, llévesela, que me fío de usted. Seguro que me la devuelve.
El sobrecargo examinó detenidamente el documento. Después me lo entregó y volvió a encaminarse hacia proa. A los dos minutos vino otra vez.
– Le ruego que me disculpe, sargento -balbuceó, azorado-. Me he equivocado de persona. Sé que es intolerable. De veras que…
– Da igual. Puede pasarle a cualquiera.
Cuando el sobrecargo volvió a retirarse, ante el estupor de todos los pasajeros que iban en los asientos próximos, le susurré a Chamorro:
– Eso sí que es haber llegado a algo en la vida. Cuando la cagas tú y puedes mandar a otro para que se eche las culpas y pida perdón.
– ¿Se puede saber qué te pasa hoy? -preguntó mi ayudante, atónita.
– Nada, te lo juro -me sumé a su asombro-. Son ellos quienes buscan la bronca. A mí me da demasiada pereza. Tú lo sabes mejor que nadie.
Aterrizamos por fin en Málaga, en cuyo aeropuerto nos recibió un calor sofocante y un ambiente prerrevolucionario, debido a los muchos turistas abrasados que se amontonaban con sus maletas en pasillos y salas de espera, aguardando su vuelo. Al contemplar a toda aquella gente, escarnecida y pisoteada en su supuesto tiempo de disfrute, daba la impresión de estar ante uno de esos refinados infiernos que la cotidianidad ahita de la vieja Europa ha de organizar de vez en cuando, en expiación de sus pecados.
Después de salvar un tráfico digno de Madrid en hora punta y, a juzgar por las matrículas de los vehículos, parcialmente alimentado por los mismos conductores desconsolados, conseguimos llegar hasta el despacho del teniente Gamarra. Era un hombre flaco, de brazos muy velludos y movimientos un poco sincopados. Nos recibió con gran amabilidad.
– Bienvenidos a la Costa del Sol. Un lugar maravilloso -aseguró-, en cualquier otra época del año.
– Ya nos vamos dando cuenta -dije.