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Yo tampoco me encontraba en mi mejor momento. Bajo los efectos del calor y de las absurdas experiencias del viaje, y quizá también a causa de la dispersión y la incertidumbre en que sentía envuelta nuestra investigación, notaba que mi cerebro operaba de un modo francamente defectuoso. Chamorro, en cambio, se valía de la ventaja de su juventud para mostrarse en plenitud de facultades. Por si eso fuera poco, su bronceado y su ropa veraniega de vivos colores le daban una apariencia más magnética de lo usual. Durante los primeros minutos, de hecho, ella fue lo único que vio el teniente.

– Necesitamos que nos indique por dónde empezamos a buscar, mi teniente -pedí a Gamarra, tratando de sobreponerme a mi torpor.

– Bueno -respondió, tratando de sobreponerse al suyo; y es que, si no eran del todo disparatadas ciertas teorías de correlación entre rasgos fisonómicos y temperamento que recordaba haber estudiado en alguna parte, Gamarra resultaba probable poseedor de una extrema fogosidad sexual-. Como es lógico -razonó-, querrás empezar por la zona donde dejó su último domicilio. Aquí tienes la dirección que nos dio cuando presentó la denuncia.

Me tendió un papel. En él leí un rótulo más que predecible para un complejo de apartamentos, Vistamar, un número de bloque, un piso y una letra y el nombre de una de tantas poblaciones de mediano tamaño que se soldaban en el farallón de cemento que había arruinado aquella costa.

– ¿No dio nada más? Su profesión, o algo así -preguntó Chamorro.

– Sí -le respondió Gamarra, con una mueca tan blanda que hizo tambalearse momentáneamente mis reservas hacia la fisonomía como técnica de exploración psicológica-. Aquí dice que es o era representante.

– ¿Representante de qué? -entré al quite.

– Ah, no lo pone. Representante, eso es todo.

En el semblante de Gamarra había una sonrisita sospechosa. Por un momento dudé si se debería a su embeleso ante la visión de Chamorro o a que le divertía mi sufrimiento. Puede que fuera un poco de las dos cosas, porque justo entonces el teniente se echó para atrás y dijo con aire interesante:

– Ya sé que no tienes ninguna fe en nosotros, Vila. No me molesta, no te creas. Suele pasaros a todos los que habéis nacido al norte de aquí.

Por un momento me tentó la posibilidad de sacarle de su error, pero desistí. Qué ganaba largándole a Gamarra el rollo que evitaba con otros.

– Si cree eso me juzga mal, mi teniente -me limité a observar.

– Tú sabrás. A lo que iba, sargento. Te prometí que no me quedaría parado y lo he cumplido. Puedo darte una buena noticia que no esperas.

– No irá a decirme ahora que lo han encontrado.

– Claro que no. Eso te lo habría dicho lo primero. No te voy a ahorrar el trabajo, sólo te lo voy a poner un poco más fácil. Hace menos de una semana ese tal Vassily como se llame fue visto en una discoteca de moda. Y por lo que le contaron a mi gente, ya ha dejado de esperar a su chica.

– Supongo que no me hará suplicarle que me diga cómo se llama esa discoteca, mi teniente.

– Por supuesto que no. Lo tienes escrito al otro lado del papel que acabo de darte. El nombre y la dirección.

Como a cualquiera, me fastidia quedar como un pardillo, pero tuve que reconocer que había subestimado a Gamarra. Di la vuelta al papel y leí:

– Rasputín. Vaya. Qué coincidencia.

– No me importa acompañaros, si queréis -sugirió, casual-. Esa zona de la costa es un laberinto. Puede que os cueste encontrar el lugar.

– No hará falta, mi teniente -saltó Chamorro-. Daremos con él.

La miré. Por su expresión, deduje que antes que llevar al teniente de guía habría preferido meterse sola en el laberinto del Minotauro.

Capítulo 9 EL POBRE GRIGORI

Nos alojamos, con ciertas dificultades, en una residencia militar cercana a la ciudad. Por aquellas fechas el establecimiento sufría una insoportable aglomeración de veraneantes, muchos de ellos jubilados, que eran quienes siempre se las arreglaban para coger las mejores habitaciones. Chamorro y yo tuvimos la suerte de que se cancelara una reserva, pero no nos quedó más remedio que compartir una pieza doble. Si eso la contrarió, se cuidó mucho de exteriorizarlo. A mí, desde luego, me contrarió una barbaridad. Como a Simeón Estilita las dulces tentaciones del Maligno.

Comimos en la propia residencia, y después del café invité a Chamorro a subir y dormir una siesta, si le apetecía. Sola, por supuesto; mientras tanto, yo me daría un paseo por la residencia o me iría a tragar basura al salón de la televisión. Aceptó agradecida mi oferta y las dos horas siguientes las pasé solo, en compañía de mis pensamientos y mi modorra, con la sola interrupción de un documental muy épico y emotivo sobre el declive y destrucción de una banda de leonas en el cráter del Ngorongoro. No cabía descartar que todo estuviera trucado de principio a fin, pero la historia me pareció sencillamente perfecta. Tengo debilidad por las historias así; de hecho es lo que uno trata de desentrañar, cuando investiga un crimen. Una historia trabada, sólida, en la que todo se justifique y encaje, donde los hechos se sucedan necesariamente. Luego se encuentra lo que se encuentra, porque la vida, capaz de bordar tragedias tan hermosas como la de aquellas leonas del Ngorongoro, también resulta a veces practicante del brochazo más burdo.

Chamorro bajó a buscarme a eso de las siete. Se había duchado, se había pintado y se había puesto un vestido corto. Tuve que someter a recia disciplina a mis músculos del cuello para que pudieran desoír la poderosa llamada a relajarse que sobre ellos, a través de mis ojos y de mi veleidoso cerebro, ejercían las piernas morenas de mi ayudante, inéditas hasta entonces. Pero mantener la mirada a la altura de su rostro tampoco era buena solución. Aquel verano Chamorro se había dado más mechas rubias que de costumbre, y he aquí que su pelo algo aplastado volvía a producir cierto efecto que con severo menoscabo de mi voluntad ya había conocido en otra ocasión, meses atrás. Era, me rendí a la turbadora evidencia, la viva imagen de Verónica Lake. Ya sé que Verónica era una pésima actriz, malencarada y fronteriza con el enanismo; pero ni ésos ni otros muchos sarcasmos que he podido recolectar por ahí han podido atenuar la morbosa debilidad que siento por ella. Una debilidad que el destino volvía especialmente peligrosa al depararme una ayudante que tenía el poder de provocar aquel espejismo.

– Pensé que mejor me vestía ya -explicó, ante mi cara de pasmo-. Supuse que no tardaríamos mucho en salir, y he tratado de ponerme algo que encajara con el lugar. No sé si crees que acierto.

– Sí, sí, claro.

– No te parece bien.

– Que sí, de verdad -insistí.

Chamorro se mostraba repentinamente insegura.

– Es que en cosas como ésta siempre me da la impresión de que me examinas -dijo, bajando los ojos-. Y de que nunca acabo de pasar el examen.

Estuve en un tris de confiarle lo que realmente concluía de mi examen, a saber: que yendo con ella tenía muchas más posibilidades de ser admitido en Rasputín que las que el matón que sin duda habría a la puerta me concedería yendo solo o con cualquier otra guardia que pudiera imaginar. Pero Simeón Estilita nunca se habría permitido una claudicación semejante.

– Qué ocurrencia -comenté, tratando de sonar neutro y convincente-. Anda, no le des tanta importancia. Subo a cambiarme.

Emprendimos camino media hora después. Gamarra nos había proporcionado un coche, sin lugar a dudas el que nadie quería en la comandancia: un cascajo ruidoso y maloliente al borde de la subasta de material, donde sólo pujarían por él los compradores de hierro viejo. Era una lástima llevar en él a una chica como Chamorro (yo no desentonaba particularmente), pero procuré recordar que ni ella era una chica ni yo la llevaba, sino que éramos un sargento y su subordinada y que aquél era un vehículo oficial que debía dar por bueno, en acatamiento de las restricciones presupuestarias que con su superior criterio había decidido la autoridad competente.

En la carretera nos cruzamos a la gente que volvía en masa de la playa. Cuando llegamos a la zona donde estaba nuestro objetivo, sin embargo, todavía quedaban algunos bañistas rezagados. Aparcamos nuestra cafetera en el paseo marítimo. El calor y la luz disminuían poco a poco y una brisa muy tenue empezaba a correr. Como aún era bastante pronto, le propuse a Chamorro caminar un rato al borde del mar. Estuvo de acuerdo.