Las imágenes de mi remota infancia, con el Río de la Plata al fondo, tiendo a considerarlas una especie de sueño fabuloso, del que no logro sentirme propietario. Las estampas de mi vida consciente son, más que nada, de tierra adentro. Por eso, la visión del mar siempre me sobrecoge el ánimo. Sobre todo en ese instante del ocaso, cuando las olas suenan más y el aire gana de pronto volumen. Chamorro, en cambio, y aunque no lo delatara su habla, había crecido en Cádiz. Su familia todavía vivía allí, donde estaba destinado su padre, coronel de Infantería de Marina. Ya fuera por efecto de esa ascendencia o por el hábito de verlo, a ella el mar parecía dejarla indiferente. Una indiferencia que prendida a su perfil le daba un toque irresistible.
El paisaje que íbamos dejando a nuestra izquierda no podía ser más convencional. Bloques y bloques, todos en colores claros, la mayoría blancos: apartamentos, hoteles, centros comerciales. Una de esas ciudades falsas que sólo muestran su verdadera alma en invierno, cuando transmiten al observador una desolación tan brutal que mejor podrían seguir disimulando. Por allí se movían los veraneantes tratando de creer con ahínco en las vacaciones, como si esos pocos días de solaz los redimieran del año laborable en su ciudad o en la tenebrosa Europa del norte. Pero los únicos que creían en las vacaciones, como en los Reyes Magos, eran los niños. Para ellos sí eran verdad, porque aún podían concebir la holganza continua, pese al intento de los adultos de quebrársela con el fastidio del colegio. La alegría de los niños era ilimitada, sin restricciones. Las caras de los demás, si se buceaba un poco, proclamaban que para muchos de ellos el ocio estival era una ficción insostenible, consumida una y otra vez en un fogonazo decepcionante.
– No puedo evitarlo -dije-. En lugares así, me deprime el verano.
– ¿Por qué? -preguntó Chamorro.
– El engaño resulta demasiado visible.
– ¿Qué engaño?
– Este de la felicidad en tetrabrik. Apilable y reciclable.
– Vaya un negativo que estás hecho. No es para tanto.
– ¿A ti te gusta? -A mí sí -asintió Chamorro, y en la mirada con que recorrió aquel paseo marítimo, tan natural como la de una niña presenciando una cabalgata, tuve la prueba hiriente de otra brecha que se abría entre los dos.
Mientras la noche iba cayendo, nos sentamos a cenar unas porquerías que nos cupieran en las dietas, lo que al nivel de precios de aquel lugar exigía descender bastante hondo en la escala culinaria. Con aquello en el estómago, hicimos una primera incursión exploratoria por los alrededores de Rasputín. El local era una construcción independiente, encalada y de aspecto moruno, a la que algún decorador con el gusto gravemente tullido había sugerido plantarle encima unas cúpulas de colores en forma de bulbo, a la usanza rusa. La palabra Rasputín campeaba sobre la fachada en un estridente neón fucsia, aureolado de rojo y rodeado de intermitencias amarillas.
– Madre del amor hermoso -exclamé.
– Sí que echa para atrás -me secundó Chamorro.
– Si viera esto el pobre Grigori…
– ¿Quién?
– Grigori Rasputín, el dueño moral de la marca.
– ¿Pobre? ¿No era un asesino, o un brujo, o algo parecido?
– Qué va. Era un hombre encantador. Servía el té a las hijas del zar, y las encandilaba con su conversación. Después de que lo mataran, ellas iban muy compungidas a ponerle flores en la tumba, por su santo.
– Te estás riendo de mí.
– No, de verdad.
– ¿Y de dónde sabes tú esos detalles?
– Bueno, he leído algún libro sobre el asesinato de la familia Románov. Por puro interés criminológico. La investigación que han hecho los rusos sobre sus restos es muy instructiva, desde el punto de vista técnico…
– Qué cosas tienes -meneó la cabeza, como si me diera por imposible.
– Oye, hay quien lee libros peores -protesté-. Por ejemplo, todas esas novelas de vampiros. Y nadie les compadece.
El local tenía dos porteros, uno de tez casi negra, rapado al dos y teñido de rubio, y otro menos bronceado, con coleta. El grosor de sus brazos superaba ampliamente al de mi cabeza, y calzo un sesenta y uno de tricornio. De momento parecían muy tranquilos. Nadie entraba en el local.
– Aguardaremos a que vayan llegando -decidí-. Será más fácil verle a la entrada, si viene. ¿Trajiste la fotografía?
– Sí.
Habíamos hecho una copia ampliada de la fotografía que teníamos de Vassily Olekminsky, donde aparecía con Irina Kotova. No se le veía mal y debía bastarnos para identificarlo, en caso de que se presentara.
El desfile que a partir de entonces se desarrolló ante nuestros ojos justificó sobradamente el calificativo que a aquella discoteca le había adjudicado el teniente Gamarra. También me hizo intuir alguna razón accesoria para su sorprendente ofrecimiento a acompañarnos, aparte de su posible deseo de confraternizar con Chamorro. Salvo excepciones, que podían achacarse al descapotable en que llegaban o a alguna amistad con los dueños, los ejemplares humanos de características anatómicas corrientes eran repelidos en la misma puerta por los gorilas, sin apelación posible. Con los que pasaban habría podido sostenerse la facturación de una cadena de gimnasios.
Dejamos transcurrir un buen rato, sin que Vassily Olekminsky hiciera acto de presencia. Al filo de la medianoche, le dije a Chamorro:
– Puede que hoy no venga. Tendremos que entrar a fisgar.
– Como quieras.
– Chamorro.
– Qué.
– Échate un poco atrás los tirantes. Y saca las caderas.
– ¿Y por qué no las sacas tú? -se rebotó.
– Porque no serviría de nada.
– Vale -acabó por rendirse-. Pero esto es lamentable.
– ¿Y qué le vamos a hacer, si funciona?
Funcionó, al menos en parte. Chamorro atravesó como una reina por el pasillo que le abrieron los dos porteros, pero en mi pecho se plantó una manaza oscura que me hizo sentirme como Jessica Lange en el remake de King Kong. Claro que si yo hubiera sido Jessica Lange, no habría sucedido.
– Club privado -se avino a gruñir el moreno, como gran deferencia.
– Mentira -repliqué-. Ella no es socia.
– Sí lo es. Acabamos de inscribirla -informó el de la coleta, cínicamente.
Chamorro dio media vuelta y volvió a mi lado.
– Dejadle pasar. Viene conmigo -dijo, imperiosa.
– No podemos, princesa -se lamentó el de la coleta-. Ordenes del jefe.
– ¿Por qué?
– Lleva ropa de hipermercado.
No lo pude evitar: abrí unos ojos como platos. Era cierto.
– Qué estupidez -reaccionó Chamorro, sin perder el aplomo-. No sabía que esto era un antro tan cateto. Ahora soy yo quien se va.
Y me tiró de la mano. Yo todavía seguía entre impresionado y avergonzado por haber sido descubierto en mis manejos ahorrativos.
– Eh, princesa -gritó King Kong.
Chamorro se volvió, con una mirada despectiva asomada a los ojos. El portero hizo oscilar su cabeza a un lado, sonriendo.
– Podéis pasar -autorizó.
– Gracias por el favor -repuso Chamorro, y tiró de mí hacia adentro.
Mientras cruzaba a su altura, le dije al de la coleta:
– Os habéis librado de un buen lío, colegas. Habría tenido que entrar por las malas. Estamos en misión oficial.
– Qué gracioso, el muñeco -apreció el matón, de buena gana.
El ambiente en el interior de Rasputín estaba bastante viciado, en todos los aspectos. Tenía un número increíble de pistas, luces cegadoras, surtidores de humo, rayos láser, gogós epilépticas. Detrás de la barra, en forma de bumerang, se afanaba una multitud de camareras con las costillas inferiores extirpadas. En una cabina elevada sobre la pista principal, un zombi con auriculares se agitaba como si estuviera sufriendo una electrocución.
Nos acercamos a pedir una copa. Tónica para Chamorro y whisky solo para mí. Era una elección que te permitía entablar conversación con quien te atendía. Nada muy profundo, sino cosas como Es que el hielo lo estropea o Qué generoso lo pones, porque a casi todas las, camareras se les iba la mano cuando no tenían cubitos en el vaso. Valía como principio. La camarera de Rasputín, en cambio, fingió de forma muy convincente ser sorda, o lo era de veras. Por si acaso, puse toda la fuerza de mis pulmones en vociferar: