Выбрать главу

– Busco a un amigo ruso. Vassily. ¿Lo has visto por aquí?

No tuvo mayor efecto. La camarera se alejó, bailando con donaire.

Con las otras camareras con las que lo intenté, lo más que obtuve fue alguna respuesta negativa, estrictamente mímica. No parecían tener instrucciones de decir nada aparte del precio de las copas, para poder cobrarlas. A Chamorro le fue algo mejor. Logró pegar la hebra con una juncal pelirroja, adornada con una trenza que le llegaba hasta la rabadilla.

– Vienen algunos rusos, sí -le informó-. Pero no he visto todavía a ninguno esta noche. Te aseguro que se hacen notar.

Cuando Chamorro me lo contó, dudé cómo lo conseguirían, en un lugar como Rasputín. Tal vez se ayudaban con cohetes, o con unas ráfagas de Kaláshnikov. Buscamos un lugar donde sentarnos. Por lo menos nos tomaríamos lo que habíamos pedido, mientras esperábamos acontecimientos.

De pronto empezó a oírse, a un volumen atronador, una percusión que me resultó lejanamente familiar. Los concurrentes celebraron la irrupción con aplausos y gritos de júbilo, y gran parte de los que no estaban en ese momento en la pista se arrojaron a ella como participantes en una ceremonia vudú. Cuando arrancó la melodía, reconocí lo que sonaba y comprendí lo que estaba sucediendo. Era, claro, Rasputin, de Boney M. Algo así como el himno del local. La pieza reservada para momentos culminantes.

Aquel amasijo de ninfas siderales y sus (no siempre) apuestos acompañantes se contoneaban en pleno delirio, mientras los altavoces rugían:

He could preach the Bible

Like a preacher,

Full of ecstasy andfire,

But he also was the kind of teacher

Women would desire…

– Qué exitazo -grité a Chamorro, estupefacto-. Veinte años después.

– ¿Tanto? -dudó mi ayudante.

– Por lo menos. Y si ha sobrevivido hasta aquí, hay que inclinarse y descubrirse. Esto ya es un clásico, como Bach.

– Tampoco te pases.

– Desde luego. Ya quisiera el pobre Bach un recibimiento así para cualquier aria de la Pasión según San Mateo.

– No había otro ejemplo -me afeó-. Mira que eres hereje.

– Oye, nunca me había llamado eso una chica. Me gusta.

– Bah -espantó mi comentario con un ademán-. Ten cuidado con el whisky, que te pone un poco bobo.

No le faltaba razón, admití. Pero mientras lo mantuviera bajo control, tampoco importaba. Estaba cansado y empezaba a pensar que la noche sería infructuosa, así que nada perdía por relajarme un poco. Los danzantes rozaban ya el climax, mientras sonaba por última vez el estribillo:

Ra, Ra, Rasputin,

Russia's biggest love machine,

And so they shot him tul he was dead.

Justo en el momento en que la melodía cesó, percibí un extraño movimiento al fondo de la sala. Me fijé mejor y entonces descubrí a un grupo de tres hombres y cinco mujeres. Ellos iban vestidos con camisetas de tirantes de chillones colores metalizados. Ellas también, aunque de cintura para abajo sustituían los negros pantalones de ellos por minifaldas del mismo color. Parecían una especie de conjunto. Dos de las mujeres eran morenas y tres rubias. Ninguna bajaba de uno setenta y muchos, y por la forma en que miraban a su alrededor, su olfato debía de registrar algún tipo de pestilencia. En cuanto a ellos, los tres rondarían cómodamente los dos metros. Uno de ellos lucía un bigote de extremos puntiagudos, inconfundible.

– Bingo, Chamorro -exclamé.

– ¿Eh?

– Vassily -se lo señalé, con prudencia-. Allí.

Dejamos que se acercaran hasta la barra, en la que se abrió de inmediato hueco para acogerles. También aguardamos a que se proveyeran de bebidas. La camarera que les atendió les hizo entrega de ocho vasos, una cubitera llena de hielo y una botella de vodka cubierta de una fina escarcha. Vassily se hizo cargo de la botella, que pareció aún más blanca al pasar bajo un luminoso ultravioleta. El grupo, ante el que los demás se apartaban como el Mar Rojo ante Moisés, fue a sentarse a un rincón alto y retirado.

– ¿Qué hacemos? -consultó Chamorro, ansiosa.

– De momento, dejarles beber -decidí, vaciando mi vaso.

Los estuvimos vigilando a distancia. No parecían un grupo muy animado. Le tiraban al vodka y observaban el panorama como si fuera la jaula de los monos en el zoo. Al cabo de un rato, sin embargo, las dos morenas y una rubia bajaron a bailar. Se pusieron en el centro de la pista y allí siguieron ajenas a cuanto las rodeaba, aunque se chocaran a veces con los otros. Yo calculaba constantemente el nivel de la botella, y la porción de su contenido que iba a parar al estómago de Vassily. No era pequeña.

– ¿Vamos a estar mirándolos toda la noche? -me urgió Chamorro.

– No.

– ¿Y bien?

– Vamos a ir de frente, sin historias. Por un momento he pensado en tratar de ligarme a la rubia de la pista, a ver cómo reaccionaban. Pero creo que la chica lleva lentillas con un filtro que me hace invisible. Podrías atacarle tú a él. Pero no baila, y tampoco me parece que sea una buena idea. Le abordaremos como guardias, así que nos vendrá bien que se acabe el vodka.

– ¿Tú crees?

– Aquí hay que jugársela, Chamorro.

Uno de los hombres bajó a bailar a la pista con una de las rubias que seguían en la mesa. Quedaron solos Vassily, el otro y la última rubia.

– Una oportunidad inmejorable. Vamos -le dije a mi ayudante.

Atravesamos el local y ascendimos hasta donde estaban Vassily y sus acompañantes. Desde varios metros antes de llegar a su altura se nos quedaron mirando: los hombres con una mirada borrosa, como preguntándose qué nos proponíamos yendo allí; la rubia, con una especie de tedio.

– ¿Vassily Olekminsky? -interrogué, con mi voz más firme.

– ¿Sí? -dijo, sin acabar de comprender.

La rubia me contemplaba ahora con curiosidad, y lo mismo hacía el otro con Chamorro, aunque debí suponer que la curiosidad de la rubia tenía un cariz diferente-. Como la que habría podido inspirarle un hámster alzado de pronto sobre sus patitas traseras y frunciendo el hociquillo.

– Guardia Civil -anuncié, y le exhibí a Vassily mi identificación-. Si tiene la amabilidad de atendernos, quisiéramos hacerle unas preguntas.

La rubia descruzó de golpe sus piernas kilométricas y palidísimas y se echó para atrás, con un gesto de temor. Era un triunfo mezquino y que bien mirado no me pertenecía del todo, pero me confortó.

– ¿Sobre qué quieres preguntarme? -Vassily hablaba con un duro acento.

– Sobre Irina Kotova.

El semblante de Vassily se oscureció de pronto. Gastó una décima de segundo en espiar de reojo la reacción de la rubia, pero siguió iguaclass="underline" completamente paralizado. El otro hombre miró a Vassily, con recelo.

– No tiene nada que temer -aseguré-. Sólo queremos que nos ayude a despejar algunas dudas.

– ¿La habéis encontrado? -inquirió Vassily, con una súbita angustia.

– Quizá podríamos hablar mejor en otra parte.

– ¿Qué ha pasado a ella? Dime.

En su rostro había una súplica que, si era comedia, estaba más que lograda. Incluso brillaron un par de lágrimas en sus ojos, aunque a eso podía ayudarle el vodka. En ese instante, noté una presencia a mi lado. Era una de las morenas, sudorosa tras la sesión de baile. Me escrutaba un tanto amoscada, y más allá de sus brazos perlados de gotitas vi venir a las otras tres. Pronto tuve los ojos de las cuatro clavados en mí. Bajo aquellos iris, unos claros como la niebla, otros oscuros como el mar nocturno, el insensato de mi subconsciente dio orden de meter barriga hasta colocarme al borde de la asfixia. Cuando me di cuenta aflojé al instante, maldiciéndole.

– Mejor hablamos en privado, señor Olekminsky -insistí.

Mientras nos alejábamos de allí, acompañados por Vassily, relajé aún más mi abdomen. Para una vez que se le concedía tamaño prodigio, él también merecía gozar a sus anchas de la mirada de las cinco bellezas sorprendidas.