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Capítulo 10 TENÍA ALMA

Durante un buen rato, después de salir de Rasputín, mis oídos permanecieron inutilizados por un atroz zumbido. A voces, le sugerí a Vassily que fuéramos a sentarnos en una terraza del paseo marítimo, visible al fondo de la calle. Asintió con aquel aire de fatalidad y derrota que parecía haberse apoderado de su espíritu desde que le había confiado la razón de nuestro interés por él. Caminó hasta la terraza cabizbajo, sin sacarse las manos de los bolsillos. Impresionaba ver andar junto a uno, así, a semejante coloso. La camiseta de color azul metálico adquiría de pronto una ominosa apariencia de adorno grotesco, colgada de sus poderosos hombros.

Cuando estuvimos sentados, Vassily se restregó los ojos con sus manazas y alzó hacia mí una mirada implorante.

– Bueno. ¿Vas a decirme ya? -preguntó.

– Me temo que no tengo buenas noticias para usted empecé, con precaución-. Pero antes de nada, debo advertirle que lo que le voy a contar a continuación es sólo una posibilidad. Tengo razones para creer que sea cierta. Pero no se lo puedo asegurar. Para eso le necesitamos.

– Está muerta -murmuró, con un hilo de voz.

– Podría ser. Hemos encontrado un cadáver con sus características físicas muy lejos de aquí, en Palencia. La fecha en que estima el forense que pudo ocurrir la muerte es cercana a la fecha de la desaparición de Irina.

Lo que entonces sucedió nos dejó a Chamorro y a mí de una pieza. El gigante se dobló por la mitad, enterró la cara bajo las manos y comenzó a llorar desconsoladamente. Al cabo de medio minuto de sollozos, se separó las manos del rostro y las puso ante sí, como si rogara, mientras elevaba la mirada al cielo y lanzaba un quebrado lamento en su idioma. Las lágrimas empapaban sus mejillas, sus brazos hercúleos temblaban como hojas sacudidas por el viento. No supimos qué hacer, salvo dejar que se consumiera su dolor. Al fin, entre gimoteos y suspiros, acertó a articular:

– Siempre temí esto. Ella no podía haberse ido.

– Existe la posibilidad de que no sea ella -repetí.

– Algo me dice que sí -repuso, meneando la cabeza. Y apretándose el puño contra el pecho añadió-: Algo aquí dentro.

– Ya puede imaginarse lo que queremos de usted -dije-. Necesitamos que nos ayude a identificarla.

– ¿Tan mal está? -balbuceó.

Bajé los ojos, busqué las palabras.

– No va a ser fácil. Lleva mucho tiempo muerta.

– Pero… ¿Cómo murió?

– Tiene una herida de bala -respondí, sin especificar más.

– No. Me cago en la puta -estalló, y descargó sobre la mesa un puñetazo que a punto estuvo de partirla en dos.

Observé a Vassily. Pese a su estrafalaria camiseta, era sin duda lo que se suele entender por un hombre atractivo. Tenía además ese desembarazo de los tipos guapos, en la manera de moverse y gesticular, o en el modo en que de vez en cuando se pasaba las manos por los antebrazos y los bíceps. Hay quien lo hace de forma estudiada, y entonces parece un imbécil. Pero en Vassily era espontáneo y movía a simpatizar con él. También daba la impresión de ser un individuo lleno de energía. Sus lágrimas y su congoja, que no se había cuidado de reprimir o atenuar, acreditaban el ímpetu que había en su interior tanto o más que aquel puñetazo furioso. Recordé que tenía veintisiete años, casi Díez menos que yo. Encontrarse a alguien así, de aquel tamaño, y calcular la década de diferencia, me producía una sensación extraña. No podía ser. En mi mente yo no era mayor que aquel hombre, así que iba a tener que esforzarme para asumir el papel que me correspondía.

– Hay algo que quisiera saber, señor Olekminsky -dije.

– Pregunta -pidió, todavía con aquel rictus de cólera.

– ¿Por qué tardó Díez días en denunciar la desaparición de Irina?

La ira se esfumó de sus facciones. Vassily hizo memoria.

– Se lo dije a tu compañero, cuando puse denuncia -afirmó-. Ella salía a veces por días, para cosas de trabajo. Cuando vi que no volvía, creí que podía, yo no sé bien, haberse enfadado conmigo, o algo así. Al final me pareció muy raro que no volviera y fui a poner denuncia.

– ¿Era ésa la única razón?

– No entiendo.

– ¿En qué trabajaba Irina? ¿En qué trabaja usted?

– Ella, bueno, yo…

Chamorro cruzó conmigo una rápida mirada.

– Está bien, señor Olekminsky -le socorrí-. Más vale que seamos claros desde el principio. Lo que nos preocupa es el cadáver: el homicidio del que creemos que pudo ser víctima su novia. Lo demás, en principio, no nos importa mucho. No voy a preguntarle otra vez a qué se dedica, ni siquiera voy a preguntarle si tiene papeles. Pero a condición de que me cuente usted todo lo que pueda interesarnos para esclarecer este crimen.

Vassily me miró de frente, con sus ojos de color acero. Traté de sostener aquella mirada, aunque costaba. Tenía que hacer que se fiara de mí. No estoy seguro de ser un hombre de una pieza, pero debí estarlo de que lo sería para él. Eso exigía su mirada, y no iba a poder embaucarle.

– De acuerdo -aceptó-. ¿Qué necesitas saber?

– Por ejemplo, cuándo fue la última vez que la vio o habló con ella.

– Mismo día que desapareció. Estuve con ella hasta final de tarde. Luego yo tenía cosas que hacer y salí. Ella fue a trabajo. Me llamó desde allí hacia doce noche, más o menos. Y ésa fue última vez que hablé.

– ¿Recuerda lo que le dijo ella en esa conversación?

– Que había salido buen negocio. Unos clientes de Madrid. Que tenía que marchar tres o cuatro días. Eso fue todo.

– ¿Y no le extrañó?

– Ella había hecho alguna otra vez -reconoció Vassily, con aire abatido-. Con eso podía ganar mucho dinero.

Chamorro se adelantó a preguntar:

– ¿Tiene alguna idea de quiénes podían ser esos clientes?

– No. Sólo sé eso, que eran de Madrid. Irina tenía varios clientes fijos de Madrid; gente importante, que pagaba muy bien. Venían por aquí en verano, o para fines de semana, y siempre llamaban a ella. A algunos conocía yo, bueno, de vista sólo. Y a otros nada de nada.

– ¿Podría darnos una lista de esos clientes? -inquirí.

– No.

– La manejaríamos con absoluta discreción -le aseguré,

– No es eso, no. Todo que yo sabía de ellos era que uno se llamaba Luis, y otro Pedro y otro Javier. A veces ni siquiera tanto.

– ¿Cuánto cree que pudieron ofrecerle, para que decidiera irse esos tres o cuatro días con ellos? -preguntó Chamorro.

– Es difícil calcular -dijo Vassily, encogiéndose de hombros-. Puede que un millón. Irina podía pedir como quisiera.

– Le iba bien el negocio -deduje.

– Le iba como a ninguna. No había otra como ella. Ni aquí ni en ninguna otra parte que yo he conocido.

Pensé que aquélla era una curiosa coincidencia entre Trinidad Soler e Irina Kotova. Si probábamos que los huesos de Palencia eran de ella, los dos habrían muerto en la cima de su éxito económico; cuando la vida más parecía favorecerles, en eso en lo que todo el mundo ansia ser favorecido.

– Hay otras preguntas de rutina que tenemos que hacerle -dije, con tiento-. Si alguien la había amenazado, o si alguno de sus clientes la maltrató alguna vez. En general, si cree que alguien podía querer hacerle daño.

– Habría que ser muy hijo de puta para querer hacer daño a Irina -declaró, con firmeza-. No era sólo chica más bonita de mundo. Te enamoraba de momento, con carácter tan alegre que tenía. No sé que nadie ha pegado nunca a ella, ni tengo idea de que han amenazado tampoco. Si alguno hubiera hecho algo de eso, Vassily habría ido a romperle cabeza.

Procuré sonar lo más decidido y a la vez lo más respetuoso posible cuando hube de abordar la ineludible cuestión:

– ¿Y usted, cómo se llevaba con ella?

– ¿Yo? -y soltó una risa desolada-. Cómo quieres que cuente eso.

– Se lo dije antes. Si no le importa, sin omitir nada que sea útil para nuestra investigación -avisé, impasible.

– Voy a contar de manera que tú entiendes seguro, sargento -prometió, convencido-. Uno como yo nunca debía haber ido a Guardia Civil. Cuando uno como yo tiene problema, lo arregla solo si puede, y si no, se jode. Pero nunca va a Guardia Civil. A mí no interesa nada hablar con sargento como tú. Ni a mí ni a negocio. Pero Vassily Olekminsky no podía soportar no saber qué había pasado a Irina. Por eso pedí ayuda.