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– Pero no fue a preguntar nunca más -objeté-. Y cuando hemos querido localizarle ahora no nos ha sido nada fácil. Para empezar, se cambió de apartamento sin dejar una dirección donde encontrarle.

– No voy a explicar eso porque no importa para tu caso, sargento. Tuve que cambiarme de casa por otro asunto. Y no fui a preguntar porque ya había hecho antes locura bastante. Sólo por ella, por Irina. Te pido que pienses otra vez. Fui yo, Vassily, quien puso denuncia.

– ¿Está tratando de decirme que la quería? -apunté, con frialdad.

– Noto como si haces broma con eso -advirtió-. No está bien que hagas broma. Te equivocas y mucho. Claro que quería a Irina. Quería tanto a ella que no sé qué hago todavía vivo, si me dices que ella está muerta.

– Sin embargo, no le falta compañía -insinuó Chamorro.

Vassily hizo brusco ademán de apartar algo. Al tiempo, exigió:

– No comparas a Irina con esas chicas, agente. Ellas sirven para negocio, o a veces para un poco más, ya imaginas. Pero sólo eso y punto. Esas nada más piensan en dinero y tonterías que compras con dinero. Irina no.

– ¿No? -dudé.

– No. Irina tenía alma.

Es difícil juzgar a un extranjero que se enfrenta a la desventaja de no expresarse en su idioma. Pero de pronto Vassily, con su camiseta metalizada y sus brazos de granito, me parecía inocente como un cachorrillo. Claro que yo no había conocido a Irina. Quizá debía abstenerme de opinar.

– Está bien, Vassily. Necesito un lugar donde pueda localizarle, para intentar la identificación. Un lugar del que no vaya a irse -precisé.

– Ahora paro cerca, pero no sé por cuánto tiempo. Cosas cambian rápido, a veces. Mejor te doy número de teléfono móvil.

– Lo apunto si me juras que lo vas a llevar encima, y que cuando te llame vas a venir -dije, apeándole el tratamiento que ya le había mantenido el rato suficiente, sin reciprocidad, como para que se me pudiera considerar indelicado-. Si no, no tenemos más remedio que pedirte que nos acompañes.

Esta vez fui yo quien me quedé mirándole a los ojos, exigiéndole un compromiso. En condiciones normales, Vassily se habría echado a reír de la insolencia de aquel piojo que le desafiaba. Pero aquella noche, yo era quien guardaba los huesos de Irina y quien iba a averiguar cómo habían llegado a perder su adorado envoltorio. Asumió el deber de persuadirme.

– Te juro que estaré siempre para ti, sargento -dijo, extendiendo su mano sobre el tórax-. Tú no preocupas. Quiero saber como tú quién fue hijo de puta que mató a Irina. Aunque sea última cosa que sé en vida.

Analicé sin piedad su gesto, sabiendo lo que hacía para ganarse el sustento y temiendo que sólo era una pequeña parte de lo que podía hacer. Pero la palabra de un hombre no vale menos por eso. Le creí.

– Está bien. Dame ese número. Y mientras te llamamos me vas a hacer un favor. Me buscas todas las fotografías que tengas de ella. Sobre todo las fotografías en las que esté sonriendo. Cuanto más sonría, mejor.

– Como tú mandas, sargento.

Esa noche, mientras conducía de vuelta hacia la residencia, Chamorro me recriminó mi ligereza:

– A partir de mañana, ese número está comunicando. Ya lo verás.

– No lo creo -repuse, sin muchas ganas de polémica. De pronto, el cansancio me pesaba Díez toneladas en cada párpado.

– ¿Y con eso es suficiente?

– Trata de ser práctica, Chamorro -le rogué-. Por la fuerza no habríamos podido reducirle. Se habría ido, después de rompernos los morros, y vete a saber cuándo le habríamos vuelto a encontrar, suponiendo que pudiéramos. Es una apuesta, ya lo sé, pero la lotería es una apuesta mucho peor y juega todo el mundo. No soy tan gilipollas, me parece. Él puso la denuncia, eso no puedes negárselo, y si como ahora creemos su novia era tanto la mujer que llegó al motel con Trinidad como la que enterraron en Palencia, resulta muy poco probable que ese tipo la matara. Lo que yo intuyo es que por primera vez en toda esta historia damos con alguien que puede y que va a querer ayudarnos. Y si me equivoco, yo me comeré la bronca.

La noche en nuestra compartida habitación doble tuvo su aquél, debo consignarlo. Chamorro llevaba en la maleta un pijamita corto, de flores. Yo, sin suponer que iba a tener que exhibirlos, unos raídos shorts de boxeador. La intendencia en el servicio resultó algo embarazosa, y mentiría si dijera que dormí a pierna suelta. Pero me niego a dar más detalles.

Organizamos el reconocimiento del cadáver en el anatómico forense de Madrid. Llamé a Vassily al número que me había dejado. Cumpliendo su promesa, surgió al otro lado de la línea y consintió en desplazarse a donde le requeríamos. Llegó muy puntual a la cita, con un sobre naranja bajo el brazo y discretamente vestido, con camisa y pantalones oscuros. Lo que no resultaba nada discreto era el deportivo blanco del que se bajó. Por los kilos de insectos muertos que traía adheridos el frontal del vehículo, no había debido tardar mucho más de tres horas en llegar desde Málaga.

– Las fotos -dijo, tendiéndome el sobre.

Confieso que no acababa de estar seguro de que debiéramos enfrentarle a la visión del cadáver, pero para eso le habíamos llamado y él insistió en que se lo mostráramos. Cuando apartaron la tela que lo cubría, Vassily se quedó blanco, y por un momento temí que aquellos dos metros de hombre iban a dar en el suelo. Aguantó con entereza, no obstante, y cuando volvieron a tapar los restos y le pregunté si los reconocía, respondió, ausente:

– Puede ser, sí. Pero es tan poco lo que queda…

– Tenemos que saber si está seguro.

– Creo que… Yo… No. Seguro, no.

Quedó mudo y desanimado, como si no hubiera estado a la altura.

– Un momento. ¿Y su ropa? -preguntó, con una luz de esperanza iluminando de repente sus ojos.

– Sólo había esto -dije. Y le tendí ceremoniosamente las bragas, envueltas en la bolsa de plástico protectora.

Vassily cogió la prenda, desconcertado. Luego se la acercó a los ojos y empezó a darle vueltas con ansia, tratando de estirarla a través del plástico. A todos nos chocó aquel trajín, pero nadie hizo por detenerlo. Al fin, Vassily dejó el plástico quieto y se quedó como hipnotizado. Después, levantó los ojos, se volvió hacia mí, y señalando la prenda, anunció:

– Ahora sí estoy seguro. Es ella.

Las lágrimas caían por su rostro, mientras Chamorro y yo nos inclinábamos a ver lo que estaba señalando. Era una raya vertical de unos dos centímetros de largo, bordada sobre el tejido de algodón con un fino hilo rosa. Debió de percatarse de que no entendíamos, y se apresuró a explicar:

– Irina tenía manía para eso. Marcaba toda su ropa interior. Con ese hilo rosa, y siempre en mismo sitio.

Una I. Nadie la había visto hasta entonces. Miré a Chamorro. Por su mente debía de estar pasando lo mismo que por la mía: lo mal que lo íbamos a tener para dar por identificado un cadáver por un hilo rosa en unas bragas. La cara del empleado del anatómico forense parecía apuntar en la misma dirección. Pero si no había más remedio, con eso habría que tirar. Le dimos las gracias a Vassily y le pedimos que siguiera localizable. El bielorruso parecía alucinado. Tan pronto lloraba como sonreía, porque había sido capaz de hacer su parte. Antes de subir a su deportivo, me pidió:

– Encuentra a ese hijo de puta, sargento. Y llama para decirme. Acuérdate -blandió el teléfono móvil-. Para ti estaré siempre.

Asentí, pensando todavía en los problemas que una identificación tan endeble iba a traerme. Pero me estaba precipitando. Mi barrunto de que aquel hombre iba a resucitar la investigación estaba muy cerca de cumplirse. La señal definitiva la tenía bajo mi axila, en aquel sobre naranja que había traído Vassily. La clave ya nos la había dado durante nuestra primera conversación: Irina había sido una chica muy alegre. Así se confirmó.

Gracias a ese carácter, y a la forma en que se plasmaba en aquellas fotografías, logramos tener una buena imagen de siete de sus piezas dentales, y aproximada de otras tres. Los forenses certificaron, de forma terminante, que se correspondían exactamente con las piezas que seguían bien sujetas al cráneo y la mandíbula inferior que habían aparecido en Palencia.

Cuando Chamorro y yo leímos aquel informe, tardamos en reaccionar. Al fin, mi ayudante me dio una palmada en la espalda y dijo: