– Bravo, jefe. Ha costado, pero te has salido con la tuya.
– Nos hemos, Virginia -la corregí.
– Yo me equivoqué con Vassily.
– Y yo anduve torpe con los archivos.
– Eso es verdad.
– En todo caso, volvemos al principio -advertí-, y tenemos un montón de trabajo por delante. La diferencia es que esta vez no nos la van a dar.
Pereira volvió de vacaciones el lunes siguiente. Sobre la mesa le aguardaba el expediente que Chamorro y yo habíamos preparado sobre el caso que ahora llamábamos Trinidad Soler/Irina Kotova. Antes de las Díez, el comandante me llamó a su despacho. Me recibió con gesto serio.
– Ya tenía miedo de que sólo te apeteciera ir a la playa -dijo.
– No sé qué he podido hacer en el pasado para que tenga ese concepto de mí. Pero sea lo que sea, me arrepiento, mi comandante.
Una sonrisa de oreja a oreja se abrió en el rostro de mi jefe.
– De acuerdo. Pide lo que quieras, Vila. Hoy tienes barra libre.
– Hable usted con el juez de Palencia. Yo, si me da su permiso, me iré a ver al de Guadalajara y se lo contaré todo con pelos y señales.
– ¿Algo más?
– Que nos libere a Chamorro y a mí para este asunto.
– Cuidado. Estás picado, y eso no es nada profesional.
– Me la han pegado, mi comandante. Y lo peor es que todo el rato me daba en la nariz que me la estaban pegando. Usted también estaría cabreado.
– Ahí te doy la razón. Concedido. Llamaré también a su señoría de Guadalajara para decirle que vas a ir a verle. No se nos vaya a ofender.
Ése era el tipo de cosas que a veces a mí se me escapaban, y en las que Pereira no se resbalaba nunca. Un señor magistrado podía considerar un insulto que en lugar de los jefes y oficiales se enviara a tratar con él a un mísero suboficial. A otro podía haberle escocido el comentario, pero imaginé lo que Pereira iba a contarle de mí al juez de Guadalajara.
Fuera cual fuera, la embajada de Pereira bastó para que su señoría nos diera cita a Chamorro y a mí al día siguiente de llamarle. Nos recibió en su despacho, que no era nada suntuoso y estaba atestado de autos y sumarios, algunos de ellos tirados por el piso. Todo el juzgado ofrecía parecido aspecto. Según nos había contado uno de los oficiales, mientras esperábamos, las razones eran sobre todo dos: el pésimo local, en el que llevaban provisionalmente una pila de años, y el atasco endémico de asuntos.
– Ya ven cómo estoy -dijo el juez, apenas nos hubimos sentado-. No se enfadarán si les digo que agradeceré mucho que se ciñan a los hechos.
Así lo intenté. Mientras le iba dando cuenta de nuestros descubrimientos, el juez me observaba con aquella expresión somnolienta y amargada que ya había paseado por la escena del crimen. Pero me escuchó. Al terminar mi relato, echó la cabeza hacia atrás, inspiró profundamente y opinó:
– Un trabajo impresionante, sargento. Desde luego que hay que reabrir el caso. Hablen con el fiscal y que me lo pida en seguida.
– Aparte de eso, señoría, quisiéramos solicitarle algunas diligencias -añadí.
– Muy bien -repuso el juez, un poco impaciente-. Las que quieran. Se van a hablar con el fiscal y se lo cuentan a él en detalle. No se preocupen, que todo lo que me pida, salvo que haya algún disparate, lo acordaré.
Después de eso, había poco más que decir. El juez debió de notar de pronto el desaire que su brusquedad nos producía, o tal vez sospechó algo en lo que no estaba del todo descaminado, que Chamorro y yo censurábamos la prisa que parecía tener por desentenderse de la cuestión.
– No crea que no le doy a esto la importancia que merece, sargento -aclaró, con la mirada velada por una brumosa tristeza-. Si le digo la verdad, preferiría poder meterme a fondo, y hacer lo que se supone que tengo que hacer. Pero llevo un juzgado civil y otro penal con jurisdicción en toda la provincia. ¿Ha visto usted lo grande que es Guadalajara? Pues todo lo que pase en ella puede tocarme, desde un homicidio hasta un desahucio. Todavía no he conseguido sacar del todo el atasco que me encontré al llegar. En esas condiciones, comprenderá que tengo que encomendarme a ustedes.
– Estamos a sus órdenes, señoría.
– No piense que no me importa que se sepa quién mató a esa gente -agregó, con sentimiento-. Claro que me importa. Espero con interés sus noticias. Pero no puedo recrearme. Eso es todo.
Hablamos con el fiscal, y el juez cumplió lo prometido. Tras reabrir el caso, ordenó todas las diligencias. Volvíamos a la caza con la moral alta. Ahora sabíamos que el zorro se ocultaba ahí, en algún lugar del bosque.
Capítulo 11 SUMAS Y RESTAS
Si algo tenía claro era que esta vez íbamos a tomarnos todo el tiempo que hiciera falta. En mi segunda oportunidad con Trinidad Soler, estaba dispuesto a pecar de cualquier cosa menos de apresuramiento. Las diligencias que el juez había ordenado requerían un cierto plazo para arrojar resultados, y dejamos que transcurriera antes de iniciar nuevas maniobras.
Lo que desde el principio resultó poco fructífero fue la intervención de la línea telefónica de Blanca Díez. La viuda de Trinidad sólo hablaba de forma regular con su familia más cercana y con sus clientes para las traducciones. Esporádicamente llamaron una ex vecina, una amiga de juventud y un primo lejano. Por el tono y el contenido de las conversaciones, todos ellos se limitaban a efectuar una comprobación rutinaria de la moral con que Blanca trataba de sobreponerse al trauma y a animarla a que rehiciera su vida. En cuanto a la viuda, su voz sonaba en aquellas cintas como yo la había oído por primera vez, cuatro meses atrás: clara y resuelta.
Tampoco nos ilustraron mucho, pese a su volumen y al ostentoso (e innecesario) sello que los marcaba como confidenciales, los documentos que remitieron las autoridades de seguridad nuclear en relación con los incidentes que les habían sido notificados a lo largo de la vida de la central. En gran medida eran ininteligibles para nosotros, pero lo que pudimos deducir con ayuda de un perito designado por el juez fue que ninguno de aquellos episodios había afectado al área de protección radiológica. En aquella información confidencial no había, por lo demás, nada que se apartara de lo que en su día se había hecho público y había recogido puntualmente la prensa.
Donde las redes sacaron pescado, al fin, fue en la investigación sobre la situación patrimonial de Trinidad Soler que el juez requirió a la Agencia Tributaria. En su día habíamos dado por buenas las explicaciones que tanto los jefes como la mujer de Trinidad nos habían dado para justificar su holgura económica, pero ahora que sabíamos que nos enfrentábamos a un homicidio debíamos profundizar más. Dejando aparte accidentes, casualidades y otras causas que resultan tan minoritarias como pintorescas, la gente suele matar por dos razones principales: por resentimiento y por dinero. Podría decirse que las dos razones se resumen en una: por orgullo, ya que es éste el que por lo común alimenta tanto la obcecación del resentido como la codicia del que no se conforma con la riqueza que pacíficamente posee. Pero es cierto que la mecánica del homicidio económico resulta distinta de la del pasional, y también que las víctimas de uno y otro tienden a presentar características diferenciadas. Puestos a elegir, no parecía demasiado plausible que Trinidad hubiera caído como consecuencia de un arrebato de nadie. Investigar sus bienes se convertía pues en una tarea ineludible.
La primera pista apareció en la declaración de la renta. En los últimos tres ejercicios, además de los ingresos derivados de su sueldo en la central nuclear, Trinidad declaraba honorarios profesionales y rendimientos del trabajo satisfechos por cuatro o cinco empresas de nombres crípticos, siempre rematados por las siglas S.L. No eran cantidades astronómicas, pero tampoco desdeñables. Y había una sospechosa coincidencia: en esos mismos ejercicios, los ingresos de su mujer como traductora se habían nada menos que triplicado, respecto del nivel de los años anteriores. Profundizando un poco más, pudo advertirse que entre sus supuestos clientes se encontraban algunas de las sociedades que satisfacían rendimientos a su marido.
La investigación patrimonial permitió averiguar que Trinidad y su esposa, pese a haber afrontado el cuantioso desembolso que les habría supuesto la construcción de su casa, poseían participaciones en fondos de inversión por importe de muchas decenas de millones de pesetas; todas ellas adquiridas en los últimos tres años. Habían procedido a una cuidadosa dispersión, con la que evitaban concentrar en un solo fondo cantidades que se acercaran a la mínima para tener que declarar impuesto sobre el patrimonio. Pero el conjunto de sus activos multiplicaba varias veces dicha cifra, lo que les obligaba a formular la declaración. La Agencia Tributaria confirmó que Trinidad y su esposa se habían abstenido de hacerlo, por lo que tenían una primera deuda pendiente. A ella habría que sumar la que correspondiera por la renta que sin duda habían ocultado, ya que los ingresos reconocidos no bastaban para justificar su potencia inversora. De todo ello se desprendían dos conclusiones: primera, que los números de Trinidad Soler habían dejado de cuadrar; y segunda, que el dinero lo había ganado demasiado deprisa y no había tenido el tiempo o la picardía de elaborar una estrategia inteligente de ocultación. Cualquiera medianamente avezado habría evitado ser titular directo de todos aquellos bienes, una torpeza que le exponía a ser cazado tan pronto como la inspección decidiera comprobar su situación fiscal.