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Fuimos juntando los datos con paciencia y aplicación. Chamorro no protestaba apenas, pero a mí me aburría un poco aquel trabajo para contables, en el que había aprendido más o menos a desenvolverme por la única razón de su utilidad. En el fondo, preferiría creer que el crimen tiene que ver con los insondables conflictos del espíritu, antes que con sumas y restas de números sin alma. Para confesar del todo mi atraso mental, me cuesta arreglarme con las nociones, infaliblemente financieras, que esta época ha inventado para sustituir al pundonor, la lealtad y todas esas ingenuidades con que se consolaban los antiguos. Pero uno ha de hacerse a vivir donde vive, de modo que encomendé a Chamorro que se dejara caer por el Registro Mercantil para pedir una certificación de todas aquellas sociedades que habían estado engrosando la cuenta corriente de Trinidad Soler.

El empleado del Registro anunció a Chamorro que tardaría tres días en emitir las certificaciones que le había pedido. Mi ayudante, con buen criterio, renunció a acreditarse como guardia para tratar de abreviar el trámite. Nos interesaba el sigilo más que la celeridad.

Ante el compás de espera que eso nos planteaba, debatí con Chamorro acerca de nuestro siguiente paso. Se mostró de acuerdo en que, aun sin las certificaciones, teníamos material suficiente para efectuar el movimiento que llevábamos demorando desde hacía un par de semanas.

El paisaje alcarreño que aquella mañana de septiembre divisamos desde nuestro coche patrulla era bien distinto del que nos habíamos encontrado meses atrás, en el fragor de la primavera. Ahora predominaban los campos amarillos, secos y desolados tras la siega del cereal. Los cerros cubiertos de encinas y matorral sobresalían como islotes de colores rojizos y parduscos, con sus contornos delimitados por aquel mar de oro gastado por el sol. De pronto parecía una tierra árida y arrasada, en espera de la siembra y las lluvias que habían de renovar su esplendor y su vitalidad.

Había dudado si llamar a Blanca Díez para avisarla de nuestra visita. Pero al final había preferido correr el riesgo de no encontrarla, para preservar el factor sorpresa. Quería que abriera la puerta y viera el coche patrulla junto a la valla, y a los dos guardias civiles esperando al otro lado de la cancela. Y eso sólo iba a ser el principio de una sucesión de sensaciones que, si yo no me equivocaba mucho, habían de ponerla en algún aprieto.

Blanca estaba en casa, y en la cara con que se acercó a abrirnos pudimos leer que no esperaba la visita. Incluso se hizo un lío con las llaves, solventado con un esfuerzo que Chamorro y yo presenciamos sin pestañear.

– Ah, son ustedes -dijo, un poco artificiosa, mientras probaba la segunda llave en la cerradura-. No les había reconocido.

– Buenos días, señora Díez -la saludé militarmente-. Tenemos algunas novedades sobre el caso de su marido. ¿Podemos pasar?

– Sí, naturalmente -respondió, dando al fin con la llave correcta.

Volvimos a ser conducidos hasta el gran salón inundado de luz. Mientras nos sentábamos, oímos voces infantiles afuera. Blanca Díez explicó:

– Son los niños. Todavía no han terminado las vacaciones. Pero no se preocupen, están con los abuelos. ¿Qué novedades son ésas?

Blanca había conseguido rehacerse. Preguntaba por el motivo de nuestra visita como quien preguntara por el pronóstico del tiempo. Mejor. Era hora de poner a prueba aquella naturalidad tan admirable.

– Hemos encontrado a la mujer que llegó aquella noche al motel con su marido. A la rubia alta -recalqué el detalle, con maldad.

Blanca perdió visiblemente la compostura. Se quedó boquiabierta, como un pez fuera del agua.

– ¿Cómo?-balbuceó al fin.

– Pues verá, eso es lo peliagudo del asunto, cómo la hemos encontrado. Muerta -revelé, sin apiadarme-. Y hay que añadir que de una forma nada natural. Con un balazo en la nuca, para ser más exactos.

La viuda tenía la mirada perdida ante sí. O le impresionaba aquella forma de morir o no había sido muy sincera cuando en el pasado nos había asegurado que no le importaba si dábamos o no con la rubia.

– ¿Quién era? -preguntó, apenas con un hilo de voz.

– Puede decirse que nadie -repuse, procurando sonar desentendido y un tanto brutal-. Una puta bielorrusa de veintidós años que se llamaba Irina Kotova. La reclutaron en Málaga y luego dejaron su cadáver tirado en Palencia. Bueno, tirado no. Lo cierto es que la enterraron, aunque no lo bastante bien como para evitar que los lobos la desenterraran y se comieran una parte. Lo que ellos no quisieron es lo que hemos encontrado nosotros.

– Por favor -suplicó Blanca, llevándose una mano a la boca.

– Lo siento -mentí.

Se veía que no sabía cómo reaccionar. Uno puede estar preparado para muchas cosas, pero es más raro que lo esté para los detalles. Mi obligación, sin embargo, es fijarme en ellos, y en aquel instante me servía deliberadamente de su crudeza para tratar de pulverizar las defensas de mi oponente.

– Comprenderá, señora Díez, que a la vista de estas circunstancias el juez ha tomado la decisión de reabrir el caso de su marido. La fecha de su defunción coincide más o menos con la fecha en que murió esa mujer.

– ¿Más o menos?

– No es fácil determinar con exactitud la fecha de una muerte a partir de un puñado de huesos -aclaré, recalcando a propósito la última palabra.

Blanca adoptó un aire pensativo.

– ¿Y no existe la posibilidad de que esa mujer muriera por razones ajenas a su, cómo lo diría, relación con Trinidad? -inquirió, cautelosa.

– Existe, desde luego -admití, admirado por su sangre fría-. Pero la coincidencia exige que investiguemos antes de descartar la conexión.

– Es que por más que lo pienso, sargento, no puedo imaginarme quién podía querer hacerle daño a mi marido.

Me había mirado bien dentro de los ojos, para formular tan inconveniente apreciación. Aquella mujer tenía algo que me desconcertaba, porque sabía que no era una estúpida. Quizá le sucedía lo que les sucede a las personas demasiado fuertes, que acaban aficionándose al riesgo.

– Fuera quien fuera -dije, midiendo cada una de mis palabras-, debía de ser alguien bastante pudiente, si como parece se sirvió de esa mujer para tenderle una trampa a su marido. Irina era una prostituta muy cara, mucho más cara de lo que quizá sea usted capaz de suponer.

– No tengo especial interés en suponer nada al respecto -dijo, despectiva.

– En caso contrario -proseguí-, si fue su marido quien sufragó sus servicios, debía de sentirse especialmente espléndido. Según hemos podido averiguar, Irina Kotova podía llegar a cobrar un millón de pesetas, dependiendo de la intensidad y la variedad de los servicios que se le solicitaran.

Blanca Díez me observó con una mezcla de reprobación y desconfianza.

– Me pregunto por qué parece estar hoy tan empeñado en hacer observaciones de mal gusto -me recriminó, con gesto altivo-. En mi trato anterior con usted me dio la impresión de ser un hombre bastante correcto. Pero ahora he de reconocerle que se las está arreglando para arruinar la buena imagen que me había formado de la Guardia Civil.