Выбрать главу

– Las empresas con las que trabajaba hacían carreteras para la Diputación y la Comunidad, y otras obras para muchos ayuntamientos. También construían chalés, bloques de viviendas, polígonos industriales, centros comerciales. Supongo que no ignora que eso mueve mucho dinero.

– Y no siempre limpio.

– Eso lo dice usted -anotó, sin arredrarse-. Y no crea que soy idiota o que no sé de qué me está hablando. Lo sé. Me habla, por ejemplo, de comprar por dos duros terrenos rústicos que después se recalifican y pueden venderse, una vez urbanizados, por muchos millones. ¿No?

– Por ejemplo.

– ¿Ah, sí? ¿Es que tienen más derecho a cobrar la plusvalía los herederos, que apenas les ofrecieron cuatro perras por los sembrados del abuelo los vendieron echando virutas? No estoy de acuerdo, sargento. El dinero debe ser para quien se las ingenia para ganarlo. Y el que lo quiera, que espabile. Como hizo mi marido, que no era un delincuente por eso.

Era la primera vez que veía a Blanca Díez defendiendo al difunto Trinidad. Desde luego, era innegable que podía hacerlo con pasión, y con una contundencia que ni siquiera renunciaba al cinismo.

– Ya -dije, sin negar ni conceder nada-. ¿Y conocía o conoce usted a quienes llevan o llevaban esas empresas?

– No. Mi marido procuraba separar la familia y el trabajo. Y yo se lo agradecía. No tenía ningún interés en tratar a esas personas.

– Lo siento, señora Díez -intervino Chamorro-, pero nos resulta un poco increíble que no conociera absolutamente a nadie. Le recuerdo que tarde o temprano averiguaremos quiénes eran los dueños de esas empresas, y que luego iremos a verlos y los interrogaremos a ellos.

Blanca Díez se tomó unos segundos para meditar lo que iba a decir.

– No crea que me asusta con eso, agente -aseveró-. Hace unos meses me quisieron sacar algo de lo que no me interesaba hablar y me lo callé. Pero hoy ya no tengo nada que proteger con mi silencio. No conozco a la gente con la que trabajaba mi marido, con una excepción. Y si antes no les di su nombre es porque no le conozco por los negocios que tuviera con mi marido, sino al revés. Fue mi marido quien lo conoció a través de mí.

– ¿De quién se trata?

– De Rodrigo Egea, que no es dueño, sino gerente de algunas de esas empresas. Pero también, y antes, primo segundo mío. Para que vean que no les oculto nada, fue él quien le facilitó sus primeros contactos en el mundillo a Trinidad. Pero para saber más detalles, tendrán que acudir a él.

– ¿Podría decirnos dónde encontrarle?

– Debo de tener alguna tarjeta suya por ahí. Esperen.

Blanca volvió al cabo de un minuto con la tarjeta. En ella aparecía un nombre comercial, un logotipo naranja y una dirección de Madrid.

– ¿Me permite una pregunta indiscreta, señora Díez?

– A estas alturas de nuestra forzada relación, ya no creo que me queden secretos para usted, sargento -declaró, fatigada.

– ¿No preguntó a su primo si alguien podía desearle algún mal a su marido? Como consecuencia de esos negocios que tenían a medias.

– Sí, le pregunté.

– ¿Y?

– Me dijo lo que supongo que me diría en cualquier caso. Que en alguna ocasión habían rozado un poco la raya, pero que no la habían cruzado nunca. Que sólo eran negocios y que no se le ocurría nadie.

– Y usted se conformó con eso.

– No iba a contratar a un detective -dijo, y agregó, irónica-: Para eso le tengo a usted, ahora. Parece despejado, además de tenaz.

No era aquélla la forma en la que había previsto que terminaría la entrevista: con Blanca Díez recordándome mi obligación, entera y desafiante. Pero uno ha de aceptar con deportividad que se incumplan sus expectativas, porque en el fondo eso es lo único que le da chispa a la existencia.

– Muy bien, señora Díez -concluí-. Sólo una pregunta más, por ahora. Es algo que me intriga, lo reconozco. ¿Cuándo demonios se ocupaba su marido de sus negocios? ¿Y cómo lo hacía para que nadie se enterase?

Blanca sonrió, complacida.

– La gente sólo se entera de lo que uno quiere que se entere -repuso-. Trinidad hacía sus negocios lejos de aquí. Cuándo, quiere saber. Bueno, no tiene mucho truco. Mi marido trabajaba a turnos, y cuando necesitaba las mañanas procuraba coger el de tarde o el de noche y sacrificaba su sueño. Le aseguro que ese dinero lo sudó. Por si creía que se lo habían regalado.

– No lo dudo -dije-. Sé que tomaba pastillas.

Blanca acogió con perceptible rencor mi comentario. Pero no respondió. Poco después nos acompañó a la puerta. Antes de irnos, le advertí:

– Le ruego que esté localizable. En caso contrario, no sería nada improbable que se dictara una orden de detención contra usted.

– ¿Quiere decir eso que soy sospechosa? -consultó, con aire ingenuo.

– Nos mintió -recordé-. Y ahora administra toda la fortuna de su marido. Creo que no le falta inteligencia para sacar sus propias conclusiones.

Blanca bajó los ojos. En un tono desconsolado, afirmó:

– Le comprendo, sargento. Pero se equivoca. Yo no he ganado nada con esto. Sólo he perdido, y sigo perdiendo. Algún día se dará cuenta.

Capítulo 12 LA CORBATA, SEGÚN FREUD

– ¿No te has pasado un poco? -me preguntó Chamorro, tan pronto como estuvimos los dos aposentados en el interior del coche patrulla, con las puertas cerradas y el motor en marcha.

– Ya has visto que no -respondí, sin ocultar mi desánimo-. A esa mujer no se la derrumba ni a morterazos.

– Tampoco te ha ido tan mal. A lo mejor es que no había más que sacarle.

– No lo sé, Chamorro. Es verdad que nos ha dado información; para empezar, un nombre y una dirección por donde seguir. También es verdad que la otra vez pudo mentirnos para no desvelar sus pecadillos fiscales. Pero no sé si las piezas le encajan porque ahora es sincera o porque tiene la maldita habilidad de reconstruir su puzzle según se lo movemos.

– Creo que tardaremos un poco en resolver esa duda -vaticinó mi ayudante.

– Ya me fastidia. Si cometiera alguna imprudencia… Qué sé yo, esfumarse, o llamar ahora mismo a su primo.

Chamorro sonrió con una malicia infrecuente en ella.

– Si es inocente, no hará ninguna de las dos cosas -calculó-. Y si es una bruja taimada, tampoco. Acéptalo, vamos a tener que sudar un poco más. Tampoco es tan vergonzoso que una mujer te supere. De momento.

– Esa es una observación un poquito ruin, Virginia -me quejé-. Por no mencionar el hecho de que también es a ti a quien está burlando. Ya sé que todos los hombres somos unos cabrones y que siempre os hemos tenido explotadas y etcétera, pero yo me plancho mis camisas y además soy tu sargento. Así que confío en que en esto estés de mi lado, y no del suyo.

– Absolutamente, mi sargento -aseguró Chamorro.

– Por cierto, te sonará ese tal Rodrigo, espero.

– Sí -contestó Chamorro, con la presteza de una buena alumna-. Debe de ser el mismo que la llamó hace seis o siete días.

– Pues ya sabes lo primero que nos toca. Revisar palabra por palabra la transcripción de la cinta, a ver si encontramos algo que dé tufo.

Hicimos el ejercicio, sin gran provecho. La conversación entre Blanca y su primo era un modelo de charla banal, en la que ambos exhibían una cortesía desganada y hasta un poco distante. Cualquiera que sólo tuviera aquella grabación para juzgar podía llegar a la conclusión de que la relación entre ambos era más protocolaria que de parentesco. Tampoco se produjo ninguna llamada de Blanca a Egea en las horas siguientes a nuestra visita, ni la discreta vigilancia a que la gente de Marchena sometía a la viuda registró indicio alguno de que se dispusiera a abandonar su residencia. En esas circunstancias, y sin tener aún novedades del Registro, todo lo que podíamos hacer era ir a interrogar al primo. Le visitamos a la mañana siguiente.

Rodrigo Egea tenía su oficina en un moderno edificio del madrileño remedo de Manhattan que algún bromista o desaprensivo dio en autorizar que se levantara a la izquierda de la Castellana. Siempre que pasaba por allí sacaba una desalentadora sensación. Las torres formaban un marasmo inconexo, y el espacio que abarcaban reproducía toda la inhumanidad de una ciudad de rascacielos sin alcanzar ni un ápice de su posible belleza. Si a eso se unía que entre la gente normal solía circular por allí cierto ganado inquietante (personas mustias de tez amarillenta o, en el otro extremo, optimistas hueros con bronceados fulgurantes y excesivos), la zona no podía resultar menos atractiva para ir en busca de esparcimiento.