En cualquier caso, lo que aquella mañana nos llevaba allí no era diversión, sino trabajo, y aunque no íbamos de uniforme (habría llamado demasiado la atención en un edificio lleno de gente respetable), procuré sonar lo más oficial posible cuando me dirigí a la recepcionista y anuncié:
– Soy el sargento Bevilacqua, de la Guardia Civil. Quisiéramos hablar con el señor Egea, si puede recibirnos. -¿El sargento qué?
– Bevilacqua -casi deletreé-. Con be, uve y ce qu antes de la u.
– ¿El motivo por el que quiere hablar con el señor Egea?
– Es una investigación reservada, señorita -repelí su curiosidad.
Al cabo de unos minutos y de otra señorita, igualmente curiosa e igualmente repelida, nos encontramos frente a Rodrigo Egea. No es algo de lo que me enorgullezca, porque infringe mi deber de imparcialidad, pero he de confesar que aquel individuo me desagradó profundamente al primer vistazo. Llevaba una de esas camisas de rayas azules con el cuello y los puños blancos, aparatosos gemelos de oro y una corbata cuya marca, que se esforzaba en dejar a la vista, permitía tasarla en una buena fortuna. También llevaba el pelo demasiado largo, con las greñas pegadas a la nuca con fijador. Algo que nunca me ha costado de ser militar es llevar el pelo corto. Salvo por razones profesionales, como las que tiene el bajista de Iron Maiden o cualquier actor que interprete a Jesucristo o a Sansón, mi sentido de la higiene desaprueba la melena varonil. Alguna vez que me he tenido que dejar el pelo largo, para pasar por quinqui, he corrido a rapármelo en cuanto se acabó la necesidad del incógnito. Admito que se trata de un prejuicio arbitrario, pero sin duda influyó para que Egea me disgustara. A veces son estas cosas nimias las que tuercen el juicio que uno se hace de alguien.
– Buenos días -nos saludó Egea, mostrando un gran entusiasmo vital-. Pasen, por favor. Me tienen en ascuas. Es la primera vez que viene a verme la Guardia Civil. ¿Acaso he hecho algo malo?
Si me pudren los pijos, los ostentosos y los hombres con pelo largo, no es menos lo que me exasperan los tipos que hablan demasiado y demasiado pronto. Hice un gran esfuerzo mental para no responder sobre la marcha a la pregunta de Egea. En su lugar, una vez que su secretaria hubo cerrado la puerta, le ametrallé con una escueta presentación:
– Esta es la guardia Chamorro. Los dos trabajamos en homicidios y estamos investigando la muerte de Trinidad Soler.
– Ah -dijo Egea, pero no me pareció que le descolocara lo bastante.
– Según nuestras informaciones, el señor Soler era su socio en algunos negocios inmobiliarios. Si es tan amable, querríamos hacerle unas preguntas.
Rodrigo Egea pareció perder el hilo durante una décima de segundo. Al punto lo recobró, se irguió sobre su sillón de cuero y respondió:
– Bueno, eso no es del todo exacto. Socio, lo que se dice socio, no lo era. Colaboró con nosotros en algunas promociones, eso sí.
– Entiendo. ¿Le importa a usted atendernos, entonces? -pregunté, con mi tono más comedido, para poner a prueba su temple.
Rodrigo Egea volvió a quedarse en blanco.
– No, no, en absoluto -se rehizo, con un respingo-. ¿Qué quieren saber?
– Pues verá, señor Egea, sospecho que es usted un hombre ocupado -dije-, y nosotros también tenemos otros asuntos que atender esta mañana, así que si no tiene inconveniente me ahorro los preámbulos y voy directo al grano. ¿Tiene usted conocimiento, en particular, de algún motivo por el que alguien pudiera desear asesinar a Trinidad Soler?
Egea me miró con una especie de espanto.
– Vaya -repuso-. Desde luego nadie les acusará de perder el tiempo. ¿Eso es lo que creen, que le asesinaron?
– ¿Qué cree usted? -le devolví la pregunta.
– Dios, y yo qué sé -alzó las manos-. Creí que el caso estaba archivado. Que había sido un ataque al corazón, una desgracia. Por culpa de una emoción demasiado fuerte, ya me entiende.
– Aja. Que usted supiera, ¿solía el señor Soler salir con prostitutas?
– Menuda pregunta. Hice algunos negocios con él, sargento. No me iba con él de juerga ni nada por el estilo.
– ¿Diría que el difunto era un juerguista? -sondeó Chamorro, algo monjil.
– Pues no, no lo diría -replicó Egea, mirando fijamente a mi ayudante.
– Está bien, señor Egea -dije-. Vamos a ir más despacio, y empezaremos por el principio. ¿Desde cuando tenía negocios con el señor Soler?
– Hará unos tres años, cuatro quizá -hizo memoria Egea-. Trinidad estaba casado con una prima segunda mía. No es que tuviéramos una gran relación, pero nos veíamos de vez en cuando. Más que nada en entierros y bodas, ya sabe, las ocasiones en que se encuentran los parientes lejanos. Un verano coincidimos durante las vacaciones y empezamos a hablar del asunto. Él era ingeniero de caminos, y bastante bueno. Le hablé de las oportunidades que había y le interesó. Empezó poco a poco, asesorando, firmando proyectos. Luego se fue metiendo más. Hicimos algunas cosas juntos, con las sociedades que yo gestiono, y de ahí pasó a trabajar también con otras empresas. Trinidad no sólo era competente, sino una bestia para el trabajo. Impresionaba la cantidad de cosas que podía echarse a la espalda.
– ¿Puede contarnos un poco más en concreto qué hizo usted con él?
Egea se encogió de hombros.
– No sé si el detalle tiene mucho interés para ustedes. Un par de urbanizaciones en Guadalajara, un polígono en las afueras de Madrid. Una carretera comarcal para la Diputación, también en Guadalajara. Cosas así.
– ¿Y ganaron mucho dinero?
– No les enviará Hacienda, ¿no? -consultó, buscando complicidad.
– No -contesté, negándosela.
– En fin, sargento, los negocios se emprenden para ganar dinero. Y Trinidad valía y yo también valgo. No nos fue mal.
– Y a quienes trataron con ustedes, ¿tampoco les fue mal?
Egea me miró aviesamente, como para dar a entender que no se le escapaba la intención de mi pregunta. Después, sin titubear, dijo:
– Tampoco. El secreto de los buenos negocios es que todos ganen.
– Todos salvo el fisco, claro.
– Eh, me acaba de decir que no vienen de parte de Hacienda -recordó-. Si les mandan ellos, tendré que remitirles a mi asesor fiscal.
– Hacienda tiene sus medios para proteger sus intereses, señor Egea -aclaré-. Nosotros tenemos nuestros propios problemas. Lo que nos importa es si sólo se ahorraron impuestos o si distrajeron dinero de alguien más.
En el rostro de Egea apareció una expresión grave.
– Bueno, bueno, ésas son palabras muy feas, sargento -juzgó, con suficiencia-. Si tiene algo que imputarme, le ruego que lo haga, y a partir de ahí me negaré a contestar cualquier pregunta en ausencia de mi abogado.
– No le estoy imputando nada, ni lo haré salvo que aparezcan motivos. Sólo le pregunto, y usted puede responderme lo que quiera. Si en algo se siente imputado, me miente y en paz. Está en su derecho.
– Ya lo sé, sargento. Estudié Derecho, entre otras cosas -se jactó-. Pero no hay ninguna razón para que discuta con usted, ni tampoco para mentirle. Nunca le quitamos nada a nadie. Puede que otros quisieran ganar el dinero que ganamos, pero si lo hicimos nosotros fue porque anduvimos más vivos. La libre competencia, que se llama. El cimiento de nuestra sociedad.
Egea parecía poseer el don de levantarme el estómago. Sólo faltaba, para que terminara de aborrecerle, la desfachatez con que aludía a aquella pamema. Por mi parte, desisto de creer en la libre competencia hasta el día en que los niños de Liberia puedan aspirar a viajar a Disneylandia, en lugar de tener que defender su vida con un M-16. Pero Egea recibía por la parte ancha del embudo, y seguramente le gustaba pensar que lo merecía.
– De acuerdo, señor Egea -dije, tras respirar hondo-, no insistiré más en esa cuestión. Me gustaría saber, si lo recuerda, cuáles fueron sus últimas colaboraciones. Pongamos en el último año.
Egea arrugó la frente y alzó la vista al techo.
– Si le digo la verdad, no muchas, en el campo inmobiliario -respondió-. Se va a reír. Sobre todo, anduvimos dedicados a los concursos de basuras.