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– ¿Concursos de basuras?

– De los ayuntamientos. Pagan un buen canon por la recogida. Se compran unos pocos camiones, se contrata gente barata y se recicla lo útil. A nada que haya un mínimo de toneladas, las cuentas pueden salir muy bien.

– Ya veo -dije, procurando hacer como que no había oído lo de la gente barata-. ¿Y qué aportaba en eso el señor Soler?

– Su buena cabeza. Y su virtuosismo para preparar ofertas. A los de los ayuntamientos los dejaba literalmente deslumbrados. Ganábamos los concursos de calle. Bueno, casi todos. A veces el pescado está vendido, ya sabe.

– No, no sé -repuse, sin poder aguantarme.

Egea me observó con una sonrisita sardónica.

– Pues nada, que a veces el concejal es amigo de alguien -explicó-, o le acaban de hacer un chalé en la sierra.

– Ustedes no hacían chalés a nadie -aventuré, en tono inocente.

La sonrisa de Egea se ensanchó por completo.

– Me niego a contestar esa pregunta. Es decir, no.

Para mi gusto, Egea se había relajado demasiado en el curso de la conversación. Era un signo evidente de que nos habíamos desviado a su terreno, donde se sentía sobrado y en posesión de una capacidad dialéctica superior. Tal vez la tuviera, aunque yo no fuera libre de expresar mis pensamientos. En cualquier caso, debía regresar a donde pudiera apretarle.

– Muy bien, señor Egea. Creo que con esto nos hacemos una idea del tipo de actividades a que se dedicaban usted y el señor Soler.

– Lo dice como si se tratara de pornografía infantil -observó, con dudoso humorismo-. Son actividades que contribuyen al bienestar de la comunidad, y en las que se obtiene un legítimo beneficio.

– No lo discuto. Lo que me preocupa, y quizá me hace parecer un poco más desabrido de lo que yo querría -me excusé, con fingida contrición-, es que alguien ha muerto en circunstancias poco claras. Y para serle completamente sincero, sólo en el mundo en que se movía con usted acierto a atisbar razones para que le matasen. El resto de su vida, su trabajo, su familia, era completamente anodino -mentí, pensando en Blanca.

– No negaré que los negocios son emocionantes, a veces -declaró Egea, con notorio placer-, pero tampoco crea que son como en las películas. Sobre todo se trata de trabajar muchas horas al día y de andar atento.

– Escúcheme con atención, señor Egea -dije, buscándole los ojos-, porque le voy a repetir la pregunta que le hice al principio. Sólo una vez, y le aconsejo que medite la respuesta. En el Código Penal, un homicidio es algo mucho más serio que un soborno a un concejal de pueblo. Espero que sea consciente de hasta qué punto puede comprometerle su respuesta.

– ¿Trata de impresionarme? -se revolvió, un poco indeciso.

– No. Sólo trato de darle una oportunidad de que recuerde si Trinidad Soler, que usted sepa, pudo ganarse algún enemigo con sus negocios.

Rodrigo Egea tardó esta vez más que nunca en responder. Al menos había conseguido hacerle perder el desparpajo.

– Si me lo pregunta así, blandiendo el Código Penal y poniéndome en la cabeza la pistola de estar encubriendo algo que desconozco -dijo, como quien hablara a un histérico-, me viene a la memoria algo que sucedió el año pasado. Yo no le daría mayor importancia, pero me curaré en salud.

– Adelante -invité.

– Fue precisamente en la apertura de ofertas de uno de los concursos de basuras. Un pueblo de mediano tamaño, un pastel apetecible. Lo ganamos y a alguien no le sentó bien. Era el cuarto o el quinto concurso que le ganábamos. Tanto él como Trinidad estaban en el acto. Tuvieron una discusión un poco violenta. El otro llegó a zarandear a Trinidad y le insultó con malos modos. Según me contaron, también le amenazó.

– ¿Qué clase de amenaza?

– No estoy muy seguro. Vas a desear no haberte llevado esta mierda, o algo similar. Desde luego, no creo que le dijera que iba a matarlo.

– ¿Y qué pasó después?

– Nada. Que seguimos compitiendo por otras concesiones. Y que unas las ganamos y otras las ganó él. Sólo fue un episodio desagradable.

– En todo caso, le estaríamos muy reconocidos si nos proporcionara el nombre del pueblo y el de ese competidor.

– El pueblo ahora me baila, dudo entre dos. Si me deja comprobar mis archivos, se lo confirmo. El competidor es alguien muy conocido en ése y otros negocios, especialmente en la zona de Guadalajara: Críspulo Ochaita. Prohibido reírse de su nombre -bromeó-. Le pone a cien.

– No solemos reírnos del nombre de nadie -dije, mientras lo apuntaba.

No me quedaba mucho que preguntarle a Egea, y ardía en deseos de perderle de vista. Pero aún me exigí un último esfuerzo.

– Antes dijo que Trinidad trabajaba con otras empresas, aparte de las que usted lleva. Supongo que podrá darnos razón de alguna.

– Sí. La mayoría pertenecen a mi jefe, el dueño de todo esto. Por si les había dado otra impresión -dijo, con una humildad súbita y que apenas le iba con la corbata-, yo sólo soy un empleado. Alquilo mi cerebro a quien tiene la pasta, y a cambio recibo una pequeña parte.

Si trataba de darme lástima, perdía su tiempo. Secamente, inquirí:

– ¿Y quién es su jefe?

Egea disfrutó de la expectación que acababa de crear.

– Todo un personaje -afirmó-. León Zaldívar. Quizá le suena.

– No -confesé.

– Rico hasta aburrirse -dijo, con orgullo-. Tiene inmobiliarias, constructoras, canteras, supermercados, gasolineras, concesiones de agua y de electricidad. Para empezar. Yo le llevo lo de las basuras y una parte del negocio inmobiliario. El resto apenas lo imagino, y tampoco me esmero mucho. Uno sólo debe meterse dónde le llaman, y siempre con cuidado.

– ¿Y qué hizo el señor Soler para él?

– Ya les he dicho bastante -se replegó Egea-. Si quieren saber más, se van a verle y se lo preguntan directamente.

Me sorprendió el comportamiento de Egea. Siempre creí que los millonarios pagaban a sus ejecutores para que les mantuvieran alejados de los problemas, no para que se los remitieran, desentendiéndose de ellos. Aun sin conocerle, no creía que aquel Zaldívar fuera a felicitar a Egea por haberle mandado a una pareja de guardias en investigación de un homicidio. De todos modos, lo último que me preocupaba en aquel momento era comprender la psicología de aquel fantoche. Ya trataría de sacar conclusiones.

Egea nos acompañó hasta la puerta misma de su oficina. Allí nos despidió con un apretón de manos desaforado, esa fastidiosa gimnasia que practican tantos inciviles que no respetan la tibieza o la desidia de los demás. Para terminar, se ofreció con una amabilidad también exagerada:

– Si necesitan otra vez de mí, ya saben dónde me tienen a su disposición.

– Gracias. Es posible que volvamos -dije.

– Si fue un asesinato, espero que cojan al responsable -aseveró, solemne-. Trinidad era un hombre incapaz de hacer daño a una mosca. Sería muy injusto que alguien hubiera tenido la crueldad de matarle de esa manera.

– El asesinato siempre es injusto -opiné.

– Desde luego -asintió Egea, súbitamente cariacontecido.

Cuando salimos a la calle aspiré el aire contaminado de Madrid con toda la fuerza de mis pulmones. Notaba que me faltaba el oxígeno. Sin poder contenerme más, solté la mala sangre que había estado acumulando:

– La madre que lo parió.

– Un encanto, desde luego -me apoyó Chamorro.

– También tú podías haber metido más baza. Me he, tenido que comer el marrón yo solo -la reprendí.

– No lo pagues conmigo -protestó-. Creí que querías llevarlo tú.

– Está bien. Tratemos de ser constructivos. ¿Qué te parece?

Chamorro alzó la barbilla y se mordió el labio inferior.

– Tan indeseable como para suponer lo peor de él.

– Ya. Pero, ¿qué supones tú?

– Que un culpable sería menos descuidado -dijo-. Largaría menos, procuraría dar mejor imagen, no sería tan impertinente.

– Coincidimos, en parte.

– ¿Sí? ¿Qué te parece a ti?

De pronto me acordé de algo. Después de todo el rato que llevaba refrenando la lengua, me apeteció soltarla. No me privé.

– Pues en primer lugar, me parece que está descontento con su pene.

– ¿Con qué? -preguntó Chamorro, desorientada.

– Con su pene. No sé si te has fijado en cómo Egea juguetea todo el rato con la corbata, enseñando siempre que puede la marca tan cara que gasta. Es una de esas teorías extravagantes de Freud. A veces tienen su gracia, hay que admitirlo. La corbata, según Freud, es un símbolo del pene. Los hombres muy aficionados a ellas valoran en su variedad o en su calidad todo lo que en su pene echan a faltar. Un hombre sólo puede tener el pene que tiene, pero puede ponerse un número ilimitado de corbatas. Con lo que emula el grosor, la forma o la longitud que su otro pinganillo no alcanza.