– ¿Y ésas eran las cosas que os enseñaban en la facultad? -interrogó Chamorro, sobreponiéndose al embarazo que le causaba la materia.
– Bueno, no siempre. Pero sí.
– No me extraña que te pasaras dos años en el paro.
– Me resulta difícil rebatirte eso -dije, juzgando inelegante mencionar en aquel contexto su debilidad por la astronomía-. Volviendo a lo que nos ocupa, creo que algo bueno tiene haber conocido a Egea.
– ¿El qué?
– Ahora estamos en un camino que lleva a alguna parte, no cabe duda. Aquí, en el delicioso y edificante mundo de Egea y sus compadres, pueden vivir quienes fueron a Málaga a contratar los servicios de Irina Kotova. Y de paso, hemos descubierto al otro Trinidad, a alguien a quien nadie conocía allí donde habíamos estado mirando antes. Incluso más, juraría que hacía por esconderse. Me estoy acordando ahora de algo que nos contó Dávila, el jefe de operación de la central nuclear: que Trinidad era bueno, pero no demasiado brillante; ningún supermán, llegó a decir. Si te fijas, el Trinidad Soler del que acaba de hablarnos este Egea era todo lo contrario.
– Cierto -apreció Chamorro.
– Es como si de pronto se le hubieran ofrecido las oportunidades que antes no había tenido, y como si las hubiera peleado con una especie de rabia.
– Quizá estaba aburrido de su empleo -conjeturó mi ayudante-. Seguro, bien pagado, pero insuficiente para sus ambiciones.
– Hasta ahora no hemos hecho muy bien nuestro trabajo, Virginia -reconocí-. Casi no sabemos quién y cómo era el hombre cuya muerte tratamos de esclarecer. Nos ha engañado, como engañó a los demás.
– Bueno, como dices, ahora estamos en el camino.
– Lo malo -constaté, repasando mis notas- es que el camino tiene bifurcaciones. Egea, Ochaita, Zaldívar… Y sólo hemos empezado a escarbar.
Al día siguiente, Chamorro trajo una gruesa pila de documentos del Registro Mercantil. En los papeles de aquellas opacas sociedades aparecían como socios los nombres de otras sociedades no menos opacas, algunas de ellas gibraltareñas, panameñas o de Liechtenstein. Pero los administradores y apoderados eran personas y entre los nombres para nosotros desconocidos encontramos otros que no lo eran: León Zaldívar, en una sola ocasión; Rodrigo Egea, que aparecía una y otra vez; Trinidad Soler, siete nombramientos en los últimos dos años. Ordenamos como pudimos aquella telaraña, en la que había participaciones cruzadas y también circulares, esto es, sociedades que eran socios de sus socios. Acabamos la jornada con dolor de cabeza y con la sensación de tener por delante una tarea inabarcable.
Cuando Chamorro se fue, volví al expediente y recuperé la fotografía de Trinidad Soler, aquel muerto al que no conocía. Miré sus ojos, su sonrisa tenue y siempre benevolente. Y me forcé a recordar que él era el perdedor de la historia, y que por eso, pese a todo, yo debía seguir de su lado.
Capítulo 13 EL TOCAYO DE TOLSTÓI
Durante aproximadamente una semana, estuvimos recolectando aquí y allá diversa información sobre las pistas que se desprendían del interrogatorio de Rodrigo Egea y de la documentación que habíamos obtenido en el Registro Mercantil. En primer lugar, nos ocupamos de contrastar el incidente que Egea nos había relatado entre Trinidad y aquel tal Críspulo Ochaita. Para ello pedimos ayuda al puesto del pueblo donde habían sucedido los hechos. Nuestra gente no necesitó hacer ninguna indagación. El altercado, según nos contó el brigada que estaba al frente del puesto, había sido la comidilla del pueblo durante semanas. Al parecer, aquel Ochaita, un hombretón corpulento y, conforme había demostrado, con cierta propensión a la violencia, había sacudido como un pelele a Trinidad, de complexión más bien delgada y menor estatura. Había sido necesaria la intervención de media plantilla de la policía municipal para separarlos, y numerosos testigos respaldaban que Ochaita había proferido graves amenazas contra Trinidad. Pero nadie había presentado denuncia y el asunto había quedado en una anécdota un poco agitada para los anales del pueblo. La empresa a la que Trinidad representaba en aquel concurso seguía explotando pacíficamente y a plena satisfacción de la población la concesión de la recogida de basuras.
Sobre la trama empresarial de León Zaldívar, para quien Trinidad había estado trabajando, pedimos orientación a un par de expertos en delincuencia económica. Uno de ellos nos remitió al teniente Valenzuela, que cumplía funciones de enlace con la Fiscalía Anticorrupción. El teniente, un atildado oficial de academia de veintiocho o veintinueve años, nos recibió en su despacho impoluto, como sus zapatos diariamente lustrados con betún.
– ¿León Zaldívar? -dijo, con gesto adusto-. Menudo pájaro.
– ¿Por qué? ¿Qué hay contra él?
El teniente Valenzuela me observó con cierto recelo. Tal vez no me juzgaba merecedor de compartir la información que poseía sobre Zaldívar, o tal vez echaba de menos el mi teniente al final de la pregunta que le había formulado. A algunos oficiales de academia les excitan esas cosas.
– De momento, nada -dijo, tras un carraspeo quizá absolutorio-. Quiero decir que algunos tenemos la convicción de que está pringado en más de un asunto, pero ninguna prueba concluyente. Tiene abiertos varios procesos, algunos desde hace años. Diligencias interminables, recursos y más recursos, montañas de papel, pruebas periciales, humo que se va cubriendo de polvo en las estanterías de los juzgados correspondientes.
Me impresionó aquella metáfora casi conceptista de Valenzuela. Su tupé un poco rojizo estaba demasiado bien peinado, y siempre me cuesta prever que un hombre demasiado bien peinado pueda ser ingenioso.
– ¿Y qué tipo de asuntos son ésos que se le investigan, mi teniente?
– Cohechos, estafas, delitos contra la Hacienda Pública. También tiene algunas denuncias por coacciones y otro par de causas exóticas.
– ¿Causas exóticas?
– Injurias y calumnias. Es dueño de varios periódicos -el teniente recordó un par de nombres-. Los usa a discreción contra quienes se le atraviesan.
Valenzuela no era un tipo locuaz. Tampoco parecía demasiado inclinado a darme pormenores, y los pormenores eran lo que yo necesitaba. Comprendí que tendría que intentar implicarle en nuestra guerra.
– Verá, mi teniente -le confié-, si nos interesamos por León Zaldívar es porque alguien que trabajaba para él apareció muerto hace algo más de cuatro meses. Y tenemos buenas razones para pensar que fue un homicidio. -¿Cómo se llamaba el muerto? -preguntó el teniente, con curiosidad. -Trinidad Soler. Valenzuela meneó la cabeza.
– No me suena -dijo-. Desde luego no consta en ninguno de los sumarios que están abiertos, salvo que me falle ahora la memoria.
– Y un tal Rodrigo Egea, mi teniente, ¿le suena? -Ése sí. Está imputado en un par de cohechos. Relacionados con revisiones de planes urbanísticos. Pero son procedimientos que tienen muy poco futuro. Los archivarán un día de éstos, si no lo han hecho ya.
– Entiendo -dije-. El caso, mi teniente, es que en este momento de la investigación, aunque carecemos de indicios inculpatorios concretos, no podemos descartar a Zaldívar como sospechoso. Por lo que usted sabe de él, ¿podría ese hombre estar implicado en un caso de homicidio?
Valenzuela volvió a mirarme con poca fe, o eso se me figuró.
– Lo que sé, sargento, es que hasta la fecha no está procesado por nada de eso. Y tampoco tengo ninguna información que me permita creerle implicado en algo semejante. Por mis noticias, Zaldívar es un individuo muy listo, que no tiene demasiados escrúpulos y que siempre se cubre bien. Por un lado, puede que sea capaz de organizar un asesinato, quién sabe. Por otro, me parece que es demasiado astuto para verse enredado en algo así.