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– ¿Qué quiere decir, mi teniente?

– Que buscaría otra manera más sofisticada de librarse de quien le estorbase. Empezó hace poco más de veinte años, casi de la nada. Ahora andará por los cincuenta y pocos y ya ha hecho miles de millones. Siempre a fuerza de darle al magín, y buscándole las vueltas a la ley, sí, pero sin pillarse nunca los dedos. Tiene quince o veinte abogados que sólo trabajan para él y una red impresionante de contactos en los sitios más inimaginables. Le sobran recursos para hundir a un hombre, sin necesidad de matarlo.

– Por lo que cuenta, no parece una presa fácil -observé.

– Desde luego, si vas a ir por él, ya puedes atarte los machos -advirtió el teniente-. Ni siquiera descartes que tu jefe reciba una llamada.

– ¿Le ha pasado eso a usted, mi teniente?

– No -dijo Valenzuela, distante-. Hasta ahora, todo lo que hacemos nosotros es acumular información. Con lo que tenemos, es prematuro atacarle. Los procesos que están en curso los impulsan otros.

– ¿Quiénes?

– Algún fiscal inexperto, y sus enemigos. Sobre todo uno: Críspulo Ochaita, un constructor de Guadalajara. Entre los dos tienen todo un fuego cruzado de querellas, denuncias y pleitos. Dan de comer a muchas togas.

– ¿Y eso? -indagué, haciéndome de nuevas.

– Son tal para cual. Ochaita se le parece, en parte, aunque es más tosco y su ámbito de actuación es más reducido. Han chocado en concursos municipales, obras, promociones. Ochaita se creía dueño de un cortijo en el que Zaldívar se le ha metido hasta la cocina. Y no es de extrañar que le haya mojado la oreja. Mi teoría personal es que los políticos corruptos prefieren a Zaldívar. Es más elegante, menos obvio que el otro. Para que te hagas una idea, Ochaita se pasea en un Lamborghini Diablo amarillo y organiza sin pudor comilonas y fiestorros bien surtidos de putas. A Zaldívar nos costará empapelarle, pero Ochaita caerá un día de éstos. Está bastante jodido en un par de procesos que tiene pendientes. Tanta chulería se paga.

Al teniente se le había ido soltando la lengua. Parecía bien enterado, y quizá le tentaba exhibir sus teorías. A veces sucede que a los sujetos más estirados los hace asequibles su vanidad intelectual.

– En fin, mi teniente -resumí-. Que por lo que veo estamos a punto de meter la mano en un encantador nido de avispas.

– No sé qué va a hacer, sargento -se inhibió, con cierta frialdad-, pero le recomiendo que mire muy bien dónde pone el pie.

– Bueno, algún punto débil tendrá el gran hombre -bromeé.

– ¿Zaldívar? Sólo uno conocido. Las mujeres -dijo, mirando mecánicamente a Chamorro-. Pero no le gustan las prostitutas, como a Ochaita. Él es un seductor. Regala flores, joyas, organiza viajes románticos para engatusar a su amada. Aunque ninguna le dure más de tres o cuatro meses.

– Ya me habría extrañado -opinó Chamorro, rompiendo el precavido silencio al que ante el teniente la inclinaba su baja graduación.

Con los informes que nos suministró Valenzuela, los papeles que habíamos reunido por nuestra cuenta y los testimonios de que disponíamos, Chamorro y yo nos encontramos en el centro de un bonito galimatías. Si cuatro meses atrás el problema era la falta de indicios que permitieran explicar aquella muerte, ahora la dificultad venía dada por la sobreabundancia. Por desgracia para el investigador y en beneficio del sospechoso, no puede acusarse a nadie en función de presunciones de verosimilitud, sino trazando una línea precisa que lleve de un hecho a otro y soportando debidamente cada uno de los puntos intermedios. A esos efectos, parecía más fácil ir por Ochaita, y bastante más dificultoso apuntar a Zaldívar. Por eso mismo, creí que era por este último por donde debíamos empezar.

Elegido Zaldívar, se abrían dos posibilidades: una, rastrear minuciosamente todos los procesos que tenía abiertos, tratar de hacer el inventario de todos los negocios en los que había recurrido a los servicios de Trinidad y buscar elementos que sirvieran para imputarle algún conflicto con el difunto; y dos, tirar por la calle del medio. No oculto que la naturaleza indolente y antojadiza de mi proceso mental se veía poderosamente atraída hacia la segunda vía, pero también tenía alguna razón para escogerla. La primera habría exigido muchas semanas y un equipo de gente que ni siquiera podía soñar que se asignara al caso. Bastante era que se me permitiera tener todas mis horas y las de Chamorro a disposición de la investigación.

Durante un tiempo, el que tardé en convencerme de la limitación de mi cerebro y sobre todo de mi deplorable falta de concentración, me interesó mucho el ajedrez. Ante todo me atraían esos problemas de finales con pocas piezas, en los que hay que administrar al máximo los escasos recursos. Al diseñar mi táctica frente a Zaldívar, me acordé de aquellos ejercicios.

El teléfono de su oficina lo conseguí a través de Rodrigo Egea, quien me lo facilitó sin ofrecer la más mínima resistencia. Supuse que a un hombre como Zaldívar era imposible acceder sin haber concertado cita previa, incluso anunciándose como agente de la autoridad. Para empezar, su secretaria (o la secretaria de su secretaria) me despejó diciéndome que el señor Zaldívar estaba de viaje. Eso sí, tomó muy amablemente mi número y mi nombre (del que sólo hube de deletrearle la última sílaba) y me aseguró que se pondrían en contacto conmigo ala máxima brevedad. Tres horas más tarde, cuando ya me disponía a irme a comer, sonó mi teléfono.

– ¿El sargento Bevilacqua? -indagó una bien modulada voz viril.

– Soy yo -respondí.

– León Zaldívar -anunció-. Me han dicho que quiere hablar conmigo.

– Sí, le llamé esta mañana.

– Es en relación con Trinidad Soler, supongo.

– Supone bien -confirmé, un poco sorprendido.

– ¿Le encaja esta misma tarde?

– Cuando usted pueda, tampoco quiero molestarle más de lo necesario -dije, dudando si era yo quien le buscaba a él o viceversa.

– Esta tarde entonces. ¿A las cuatro?

– De acuerdo. Pasaré por su oficina.

– No -se opuso, con un tono de autoridad del que deduje que no podía desprenderse, habituado como estaría a tratar todo el día con subordinados genuflexos-. Venga a casa. Hablaremos más cómodamente.

Apunté su dirección, una calle con el inevitable nombre de árbol en una de las inevitables urbanizaciones de la franja septentrional de Madrid.

– Hasta las cuatro -dijo, y colgó sin darme tiempo a responder.

A eso de las cuatro menos diez rodaba ya por las silenciosas y desiertas calles de la urbanización, jalonadas de gigantescas chinchetas rompeamortiguadores para que el estricto límite de 20 por hora, que en cualquier otro sitio se habría incumplido con tanta holgura como impunidad, mantuviera su vigencia. Mientras sorteaba los temibles obstáculos del único modo posible, humillándome ante ellos, pensé que resulta bastante instructivo tomar nota de las prohibiciones que se revelan plenamente efectivas. Sirve para discernir, entre toda la retórica interesada y la vana hojarasca que circula al res pecto, qué es lo que realmente goza de protección en una sociedad.

A la residencia de Zaldívar, cuyo jardín abarcaba un frente de no menos de cien metros, se accedía por una ancha puerta negra y maciza que encontré cerrada. Bajé del coche y llamé al portero automático, provisto de una cámara que pude advertir que seguía suavemente mis movimientos. En el altavoz sonó una voz masculina ante la que me identifiqué. Apenas un par de décimas de segundo después de que diera mi nombre, sonó un zumbido y la puerta negra empezó a resbalar sobre su riel. Pregunté si podía pasar con el coche. La voz me dijo que por supuesto que podía hacerlo.

Apenas entré en el recinto, un hombre joven que había a la puerta de una confortable garita me indicó que siguiera hacia la entrada. Recorrí un largo sendero de gravilla flanqueado por un jardín cuyo césped debían de repasarlo cada mañana con cuchillas de afeitar. Al llegar a la entrada de la casa, otro hombre joven me indicó que aparcara el coche en unas plazas para visitantes que había bajo unos árboles. Así lo hice. Luego me encaminé hacia la entrada principal y cuando estuve lo bastante cerca como para dirigirle la palabra al segundo hombre, éste se apartó e indicó con el rostro hacia la puerta, donde me esperaba un tercer hombre que ya no era tan joven.

– ¿El sargento Bevilacqua? -preguntó, y antes de que yo dijera nada, me pidió con gentileza-: Pase, por favor.