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Todas las que hubiera podido concebir, en cualquier caso, se disiparon cuando fui a recogerla a su casa, a eso de las nueve. La manera más breve en que puedo describir mi impresión es que me hirió indeciblemente no ser yo el hombre al que aquello estaba destinado. Chamorro se había recogido el pelo, una decisión aventurada, ya que sus facciones no eran quizá la clave de su atractivo. Pero el modo en que se había maquillado contribuía a hacer de aquel recogido un acierto. Dos sencillos pendientes y una mínima gargantilla de oro sobre su piel algo anaranjada, más la leve caída con que aquella tela malva colgaba de sus hombros, terminaban de convertirla en un cebo al que Zaldívar no iba a poder resistirse (ni tampoco, y esto era lo crucial, relacionarlo con la seca guardia de la que le habría hablado Egea).

– Portentoso, Virginia -capitulé.

– Gracias -dijo, esquivando mis ojos, pero sin poder hurtarme una sonrisa satisfecha-. Le pedí consejo a Nadia, la amiga del inspector Zavala.

– ¿En serio?

– Claro que no. ¿Tan poca fe tienes en mi propio criterio? -se quejó.

La dejé, consternado, en una esquina a unos cincuenta metros del restaurante. Era una de las primeras noches de octubre, y mientras la veía alejarse en aquella atmósfera ligeramente otoñal, me asaltó una nostalgia indefinida, como la que se siente por todo lo que uno ha deseado una y otra vez, sin llegar a poseerlo nunca. Por algún mecanismo perverso, eso es lo que termina añorándose, más que lo que de verdad se tuvo. El aire de Madrid, en otoño, tendía a producirme trastornos de aquella índole. Quizá porque es la estación en la que la ciudad se muestra más sugeridora, o quizá porque era entonces, en esa época indecisa entre la luz del verano y la desolación del invierno, cuando el adolescente que fui solía imaginar mujeres solitarias que caminaban por calles oscuras, como Chamorro aquella noche. Mujeres a las que, de haber existido y haberme atendido, probablemente no habría sabido qué pedir. Pero ahí estaba el secreto. Vi una película polaca que lo explicaba perfectamente. En ella, una mujer le preguntaba al chaval al que había descubierto espiándola qué era lo que quería de ella: si darle un beso, si acostarse con ella, si qué. El chaval respondía que no quería nada.

– ¿Me oyes bien? Si dejas de oírme, pita -irrumpió la voz de Chamorro en mis auriculares, sacándome de mi ensoñación. La oía, así que dejé que desapareciera tras la puerta del restaurante sin darle al claxon.

A partir de ahí, iba a ser difícil para los dos. Para ella porque le tocaba llevar el peso de la representación, y para mí porque sólo podría oír y no vería nada. Lo primero que me llegó a los auriculares fue una voz obsequiosa que la saludaba y que, tras revelar Chamorro que estaba citada con Álvaro Ruiz-Castresana, a cuyo nombre debía haber una reserva, confirmó al punto que en efecto la reserva existía, y le rogó que le acompañase. Después de eso, Chamorro pidió agua, y susurró al micrófono:

– Despejado, por ahora. Esto está muy mono. Ocho mesas; no, nueve.

Estaba preparado para que los minutos pasaran y nuestra ansiedad fuera creciendo con ellos, pero Zaldívar dio en presentarse aquella noche antes que ninguna otra. A las Díez menos cuarto, su coche se detuvo ante el restaurante y nuestro objetivo, tras bajar del vehículo con un fino olimpismo (sólo accesible a quienes poseen un lacayo que ya se ocupará de aparcar donde pueda), entró en el local. Pocos segundos después, oí a Chamorro:

– Dentro. Paso a desempeñar las funciones propias de mi sexo.

Era una pulla malintencionada y ventajista, porque yo no podía replicar. Todo lo que estaba a mi alcance era aguzar el oído, al que sólo me llegaba un confuso rumor de voces, ruido de cubiertos y algún tintinear de copas. Durante muchos minutos, quince o veinte, eso fue todo. Sólo regresó una vez la voz obsequiosa del principio, para preguntar si Chamorro deseaba otra cosa, o si iba pidiendo, o si continuaba esperando.

– Espero, gracias -dijo mi ayudante-. Debe de haberle retrasado algo.

Al fin, como un torrente caluroso que se desparramó por los auriculares y me inundó los oídos con su potencia, oí lo que temía y deseaba: -Disculpe, señorita.

– ¿Sí? -repuso una Chamorro diferente de la Chamorro de siempre.

– Veo que va usted a cenar sola.

– Me temo que sí. Si no decido volver a casa. Cuarenta y cinco minutos esperando son un plantón, ¿no? -consultó, con deliciosa candidez.

– Eso parece -confirmó Zaldívar, sin apremio-. Me preguntaba si consideraría desproporcionadamente impertinente, en esta circunstancia, que un anciano se brindara a impedir la intolerable posibilidad de que una dama como usted sea abandonada al rigor de una velada solitaria.

Ante semejante aluvión de almíbar revenido, tuve que hurgarme con el meñique en ambos oídos, para desatascarlos. Así que aquél era el estilo de Zaldívar; más que antiguo, silúrico. A las palabras del galán sucedió un silencio demasiado prolongado. ¿En qué andaba Chamorro? A lo mejor se le había cortocircuitado el cerebro, o estaba todavía descifrando los ampulosos circunloquios de Zaldívar. Pero terminó por responder:

– ¿Y dónde está ese anciano tan caritativo del que me habla?

Simple, pero brillante. Directo al punto flaco. Zaldívar se derramó:

– ¿Puedo permitirme deducir que no le parece espantoso cenar conmigo?

– ¿Por qué no? -dijo Chamorro, tras los segundos justos de espera.

Tras eso vinieron una serie de arrastrares de sillas, que me sirvieron para interpretar que Chamorro se desplazaba a la mesa del potentado, sin duda mejor que la que le habían adjudicado al inexistente Álvaro Ruiz-Castresana. Tras el último arrastrar, oí un encantador gracias de Chamorro. León era de los que empujaba la silla bajo las posaderas de las señoras.

– ¿Cómo es que cena solo? -abrió la conversación mi ayudante, con una hábil mezcla de descaro e ingenuidad en la voz.

– Quien cena solo es que está solo -dijo León, amargo-. No crea, a veces la prefiero, la soledad. Aunque es mejor romperla por una buena causa.

Chamorro no contestó al cumplido. Por los ruidos que llegaron a mis auriculares, debió de coger la carta y dijo:

– Espero que no me tome por una maleducada. Pero llevo un buen rato en esa mesa. Me estoy muriendo de hambre.

Zaldívar soltó una risita y se apresuró a llamar al maître, a quien pidió que recitara las sugerencias. Tanto él como Chamorro escogieron entre ellas; Chamorro un pescado, él algo que no entendí, pero que estaba hecho de venado. Para beber, León pidió el mejor vino. Así, sin pestañear, un lujo que allí debía de significar un fajo de billetes. Yo miré con resignación mi bocadillo de tortilla y la lata de cerveza con que iba a acompañarlo.

– Perdone mi torpeza -rió forzadamente él-. Me doy cuenta de que aún no me he presentado. Me llamo León. León Zaldívar.

– Yo me llamo Laura -inventó Chamorro-. Laura Sentís.

Un apellido original, aprecié. Estaba bien, siempre que luego no se le olvidara. Parece una tontería y habrá a quien le parezca imposible, pero a mí me ha sucedido una vez, y las pasé verdaderamente canutas.

– ¿Te importa que nos tuteemos, Laura? -atacó Zaldívar, intrépido.

– Para nada -concedió ella-. La verdad, más me importaría tener que llamar todo el rato de usted a la persona con la que estoy cenando.

Tras eso vino un silencio, unas miradas (adiviné) y auguré que tras ellas Zaldívar escupiría una frase ingeniosa. Pero erré.

– Ese vino te va a costar un dinero -avisó Chamorro.

– ¿Y qué es el dinero? -cuestionó León, rumboso.

– Bueno, depende del que tengas. ¿Tú tienes mucho?

Me encantó. El aire casi infantil, entre desconsiderado y dulce, que imprimía a sus palabras. Y a Zaldívar también le encantaba.