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– ¿Qué quieres que te conteste? -titubeó, risueño-. No es elegante decir que sí. Pero digamos que tengo el suficiente como para que no me preocupe.

– Qué suerte.

– Ahora en serio -Zaldívar cambió su tono; sonaba formal, como un locutor retransmitiendo un desfile-. Me gusta que hables así del dinero, sin remilgos, pero con naturalidad. La mayoría de la gente habla de él de una manera deprimente: o bien como si fuera de mal gusto o bien consiguiendo que efectivamente lo sea. El dinero es importante. Es quizá la cosa sobre la que resulta más necesario tener las ideas claras. Y nadie las tiene.

– ¿Cuáles son tus ideas, León? -inquirió Chamorro, casual.

En momentos como aquél, siempre he envidiado a las mujeres. Si uno le hace una pregunta así a una mujer, la mujer, suponiendo que no le mande a uno a freír espárragos, la sortea y en paz. Pero si a uno le hace la pregunta una mujer, suda tinta para responderla. León también:

– Para empezar, creo que el noventa y nueve por ciento de nuestros problemas se resuelven con dinero. Los que no se resuelven con él, o son muy retorcidos o no tienen solución. Y como preocuparse por el dinero resulta manifiestamente sórdido, hay que arreglárselas para escapar de esa preocupación como sea. Lo paradójico es que el único modo de conseguirlo es pasar un tiempo sin pensar en otra cosa que en ganar dinero. Mientras no hayas juntado el suficiente, no podrás ser libre. Es curioso. Salvo que lo heredes, sólo puedes librarte de él a fuerza de esclavizarte antes.

– Resulta contradictorio, desde luego -subrayó Chamorro.

– Si te fijas, Laura -se animó Zaldívar; de pronto intentaba sonar más incisivo, más convincente-, la mayoría de la gente quiere hacerlo todo a la vez: seguir su vocación, cultivar sus placeres, estar con su familia, y ganar dinero. Por eso se condenan a ser siempre siervos de él. Los que se liberan, aparte de algunos inconscientes con chiripa, son los que durante una época no piensan nada más que en la pasta. Olvidan sus aficiones, lo que esperan de la vida, a sus hijos, y se concentran en enriquecerse. Siempre te puede ir mal, de hecho no todos lo consiguen, pero si uno es tenaz y un poco despierto, puede lograrse. Yo no me considero un fenómeno, ni especialmente afortunado, y lo he conseguido. Ahora sólo hago lo que quiero.

– Pero algo habrás dejado por el camino -dudó Chamorro.

A eso sucedió un breve silencio. Luego, Zaldívar dijo:

– Todos dejan mucho por el camino. Pero a mí el sacrificio me ha valido la pena. Por lo menos no soy como tantos que veo por ahí. Lo lamentable, Laura, es que hoy la gente no se corrompe por el poco dinero que hace falta para comer, ni tampoco por el mucho que hace falta para ser libre. Lo hacen siempre por sumas intermedias: las que sirven para comprarse un coche más grande, o una casa, o una lancha motora, o cualquier otra de las mierdas a las que la publicidad reduce el horizonte vital de tantos cretinos.

– Eres muy duro.

– Tengo que serlo -declaró Zaldívar, afectando disgusto-. Dos o tres de los intelectuales que pontifican en la radio sobre lo divino y lo humano, de esos que denuncian el hambre del Tercer Mundo y siempre están del lado de los justicieros, se pliegan como servilletas ante un empleado mío, el director del periódico en el que escriben una columna idiota que les vale doscientas mil pesetas extra al mes. ¿Y para qué las quieren? Ninguno las necesita para no pasar hambre, o para que sus hijos tengan techo y ropa. Son para vicios. Los vicios que halagan su vanidad, pero no les salvarán nunca.

Me sorprendía mucho que Zaldívar fuera un moralista, aunque ya hubiera intentado venderme a mí esa imagen. Me sorprendía menos que ostentara su poder de un modo tan obsceno. Chamorro no le dejó ir:

– ¿Tienes un periódico?

– Tengo cinco -confesó Zaldívar, un poco avergonzado.

– ¿Cuáles?

– Qué más da. Mañana podría venderlos, o comprar otros. Cada cosa, como cada persona, tiene su precio, y siempre hay quien puede pagarlo. Eso es lo que les quita el aliciente. ¿Sabes lo único que no tiene precio?

– No -dijo Chamorro, con interés.

– Quien ha aprendido a no necesitar nada. Ésa es la única gente a la que un hombre como yo se siente capaz de admirar. Si es que existe.

Tras aquella reflexión de filósofo, con la que Zaldívar redondeaba su insólito cortejo, escuché unos ruidos que sólo podían significar que acababan de llegar las primeras viandas. Durante diez minutos, el coloquio quedó interrumpido y fue sustituido principalmente por la masticación. La que mejor oía era la de Chamorro, que tenía encima el micrófono. También intercambiaron algunos comentarios sobre la comida, sin mayor trascendencia. Cuando cesó la ingesta, Zaldívar retomó la conversación.

– Me has hecho hablar demasiado de mí -dijo-. Háblame de ti.

Era un momento delicado. El quid de un buen camuflaje está en la patraña que uno ingenia para sustentarlo. Chamorro improvisó con agilidad, sobre algunas pautas que habíamos acordado antes. Fábulo un pasado simple y feliz, con viajes y bádminton, un colegio de monjas hasta los dieciocho (aquí supo ser detallista y veraz) y una carrera de ciencias empresariales iniciada y abandonada. Para el presente inventó una tienda puesta con unas amigas y dinero paterno, y unos estudios por puro placer. Ahí enlazó con la astronomía y acabó hablando de Alfa Centauro, enanas marrones y antimateria, lo que debió de sumir a Zaldívar en un desconcierto semejante al mío. Si tenía que calificar su actuación, le daba un ocho y medio sobre diez.

– Me parece apasionante -juzgó Zaldívar-. Escudriñar el infinito. Aunque un poco pavoroso. A qué quedamos reducidos nosotros.

– A nada. No somos más que una pizca de polvo de estrellas que se junta y se separa sin que dé casi tiempo a verla -dijo Chamorro-. Y eso que el universo no es en realidad infinito, sino sólo muy grande.

Los dos quedaron en silencio. Admití que estaba bastante impresionado. Con la colaboración de Chamorro, Zaldívar estaba convirtiendo aquel flirteo en una experiencia de una hondura inaudita. Nada que ver con esas tonterías de las comedias de situación. Sólo faltaba que alguien empezara a hablar de la muerte. Y fue un solemne León quien asumió la tarea:

– Perdona que me haya distraído un poco -murmuró-. Es que me has recordado algo. En estos días pienso mucho en alguien que murió hace poco. Alguien que trabajaba conmigo. Un hombre joven, una desgracia terrible.

– Vaya, lo siento -se dolió mi ayudante.

– No podías saberlo -le quitó importancia Zaldívar-. De todas formas, en estos días me he convencido de que deberíamos tenerla más presente, a la muerte. A fin de cuentas, es la que justifica o invalida todo lo que somos y hacemos. Todos nuestros actos nos acercan a ella, y a la vez sólo valemos lo que acertamos a robarle. Ella está ya ahí, segura, inamovible. Nosotros apenas somos lo que tengamos tiempo de sentir y ver antes de que nos coja y se nos lleve. No es que pueda ser mañana, es que será mañana. Mi amigo murió de un ataque al corazón, con cuarenta y dos años.

– Qué pena -juzgó Chamorro.

No se me escapó lo que Zaldívar acababa de llamarle a Trinidad, mi amigo, ni tampoco que conocía su edad exacta.

– Hace quince o veinte años, cuando aún no había disfrutado mucho, me obsesionaba esa idea -prosiguió Zaldívar-. Que pudiera morirme de repente, a medio camino. Pero creí que tenía que correr el riesgo, y los dioses se apiadaron de mí. Justo lo que no hicieron con mi amigo. ¿Por qué? Yo no era mejor que él. Ni más listo, ni más noble, ni más fuerte. Misterio.

Cuando uno se encuentra a alguien que habla tanto y con tanta facilidad de su fuero íntimo, cabe pensar dos cosas: que el sujeto en cuestión tiene en tan poca estima a todos sus semejantes (y en tanta a sí mismo) que no le importa exhibirse; o que miente más que habla. Las dos me parecían verosímiles tratándose de Zaldívar, y más en un contexto en el que se trataba de deslumbrar a una apetitosa muchacha de veinticinco años. Debía de pensar que le venía bien dar aquella imagen de hombre herido por la vida. Y no tenía empacho en tirar de Trinidad, el difunto que tenía más a mano.

Cuando Zaldívar cambió de tema, Chamorro renunció sabiamente a tratar de hacer regresar la conversación al amigo muerto. Le siguió la corriente, procurando dejarle hablar. Su interlocutor iba y venía de una cuestión a otra, pontificando siempre, como aquellos empleados de sus empleados los directores de periódico. Tras los postres, Zaldívar pidió champán.