– ¿Qué celebramos? -preguntó Chamorro.
– Tu existencia, aquí y ahora, sobre esta pizca de polvo de estrellas.
– Gracias. Tampoco es para tanto.
– Me gustaría ser capaz de explicarte hasta qué punto es para tanto -aseguró León, galante, y supuse que en ese momento sus diminutos y calculadores ojos de color almendra estarían clavándose en los de Chamorro-. Pero como sé que no lo soy, me limito a los gestos. Por favor.
La última frase no parecía dirigida a ella. Hubo una pausa y se aproximó al micrófono algo que crujía. Poco después oí decir a Chamorro:
– Muchas gracias. Son preciosas. ¿Cuándo las has pedido?
– Antes de invitarte. Si me hubieras dicho que no, habría ido a tirarlas al Manzanares, junto con los trozos de mis sueños rotos. Como me dijiste que sí, te las doy a ti, y alguno de mis sueños también.
Los hombres cursis me producen una mezcla de bochorno y admiración. A veces, la verdad, uno quisiera tener el cuajo preciso para pronunciar memeces de ese calibre sin que se le descompongan los músculos faciales. Denota un gran autodominio. Chamorro estuvo bastante prudente:
– Gracias otra vez. Muy halagada.
Oí a Zaldívar pedir la cuenta, y despedirse del maître, y llamar colegí que por el teléfono móvil a su chófer para que se plantara en la puerta del restaurante antes de que él llegara a la acera. Luego le ofreció a Chamorro:
– Si me permites, te acerco a tu casa.
– No hace falta -dijo mi ayudante-. Acércame a una parada de taxis. Ya sabes. A lo mejor no quiero que sepas dónde vivo.
– ¿Por qué?
– A lo mejor tampoco quiero que sepas por qué.
– ¿Ni siquiera puedo tener un número de teléfono?
– No -denegó Chamorro, inflexible-. Pero dame tú uno, si quieres.
– Para que lo tires.
– Para tirarlo no te lo pediría.
Zaldívar hubo de rendirse. Otra cosa habría estropeado seriamente su personaje. Durante el paréntesis que siguió debió de buscar una tarjeta, garrapatear sobre ella su número privado y tendérsela a Chamorro.
– Toma. Pero más te vale tener en cuenta que si no llamas, no descarto poner un detective tras tu pista -amenazó.
– Sabría esconderme -aseveró Chamorro, con adorable desparpajo.
Por si acaso, seguí al coche. Pero Zaldívar la dejó en la parada de taxis más cercana y luego su resplandeciente Mercedes azul puso rumbo a su casa. Chamorro aguardó cauta a que se hubiera alejado, y sólo entonces subió a un taxi. Fui tras él durante el tiempo necesario para cerciorarme de que no había moros en la costa. Después di una ráfaga con las luces y le adelanté. En el siguiente semáforo, Chamorro se bajó del taxi y entró en mi coche. Tiró el ramo de rosas sobre el asiento de atrás y se abrochó el cinturón.
– Bueno. ¿Qué? -preguntó, impaciente.
– Qué quieres que diga -repuse.
– Te diré yo algo -anunció, quitándose los pendientes-. Si ese tío hubiera tenido veinticinco años menos y yo, no sé, diez menos, quizá me habría enamorado locamente de él. Pero no es el caso, así que espero que recuerdes que me debes una. Y no se te ocurra reírte, cabrón.
No se lo tuve en cuenta, naturalmente. Creo que aquélla fue la primera vez que oí una palabrota en boca de Chamorro.
Capítulo 15 UN HOMBRE CABAL
El lunes siguiente, antes de que Chamorro y yo hubiéramos podido sentarnos a analizar la situación y decidir cómo explotábamos nuestras bazas, Pereira nos llamó a su despacho. Durante el último mes había tenido buen cuidado de mantenerle al corriente de nuestros movimientos, porque era muy consciente de lo que significaba que me hubiera permitido concentrarme en un solo caso. No sólo seguíamos teniendo una buena lista de asuntos pendientes, sino que en el ínterin habían surgido algunos otros. Entre ellos destacaba un horrendo crimen doble en la provincia de Murcia, que merced a su truculencia llevaba ya seis días sin caerse de los periódicos. Pereira me distinguía con su confianza y creía en lo que le decía, que en aquel caso que tan mal habíamos empezado se nos abrían al fin perspectivas prometedoras. Gracias a ello se había mostrado comprensivo, pero yo sabía que ése no era un estado en el que mi comandante se pudiera mantener eternamente. De hecho, llevaba algunos días notándole algo en la mirada.
Pereira no era dado a los rodeos, y aquella mañana no fue una excepción.
– Bueno, Vila, se os acabó el chollo -dijo-. Siento presionarte, pero quiero resultados inmediatos. Si vas a necesitar otro mes, te vas a Murcia cagando leches y ya lo iremos encajando todo como se pueda.
– Sería una lástima dejarlo ahora, mi comandante -me opuse, hasta donde podía hacerlo-. Estamos muy cerca.
– Convénceme.
Hice acopio mental de toda la información que habíamos ido reuniendo y me esforcé en elaborar con ella una síntesis lo más apañada posible. Gran parte ya la conocía el comandante, pero traté de ensamblarla y darle la coherencia que quizá él no había percibido hasta entonces. Uno no siempre está igual de lúcido y aquella mañana, por añadidura, aún no había tomado nada de cafeína. Mientras hablaba, noté que mi rendimiento estaba siendo mediocre y que las reservas de Pereira no menguaban, sino más bien al revés. Un poco a la desesperada, pasé a contarle lo que habíamos obtenido de nuestro asedio a Zaldívar. Sobre todo, la posición privilegiada hasta la que había logrado acercarse Chamorro la noche anterior.
– De todos modos -dijo Pereira, sin dejarse impresionar-, en eso que me cuentas me cuesta ver que tengas algún indicio medianamente preciso contra nadie. En cuanto a León Zaldívar, casi me parece lo contrario. No ha hecho ni dicho nada que le señale. Puede que sea un sinvergüenza, eso no lo niego, pero buscamos a un asesino, y todo lo que se desprende hasta ahora es que de veras apreciaba al difunto Trinidad Soler.
– No digo que Zaldívar sea nuestro sospechoso -expliqué-, aunque tampoco lo descartaría. Por un lado es verdad que parece carecer de móvil y que sus modos no son los de un matón. Pero por otra parte tiene demasiado dinero y demasiada voluntad de seguirlo teniendo como para andarse con contemplaciones, llegado el caso de quitarse de encima a alguien.
Pereira arrugó el ceño.
– No podemos pedir a un juez que procese a alguien por ser millonario.
– Lo que quiero decir es que de una o de otra forma, Zaldívar tiene la clave de este embrollo. Y lo que hemos averiguado sobre él puede ser nada, comparado con lo que ahora estamos en disposición de averiguar.
– ¿A corto plazo? -insistió Pereira.
En aquel momento podría haber tratado de ser entusiasta y haber prometido lo que no pensaba que estuviera a mi alcance conseguir. Pero ésa era una temeridad que no podía permitirme con Pereira.
– A corto plazo, no. Él es correoso, y su tinglado, complejo.
– No creas que no comparto tu punto de vista -me aseguró el comandante-. Puede que estés en lo cierto. La lástima es que no puedo dejarte una pizarra y parar el reloj hasta que acabes de demostrarlo. Podría, si tuviera un batallón de sesenta investigadores sesudos y minuciosos, licenciados en Harvard y dispuestos a trabajar venticuatro horas sobre veinticuatro, como los que tiene el FBI, si hay que creerse su propaganda. Pero yo tengo lo que tengo. Y ahora lo que me quema es un par de cadáveres con las tripas fuera y las manos cortadas que algún psicópata decidió fabricar en Murcia.
– Ya hay alguien encargándose de ello -alegué, tímidamente.
– No es sólo eso -me reconvino Pereira-. No quiero desautorizar tu criterio, ni tampoco condicionarte más de lo debido, pero en mi opinión deberías tratar de explorar sin más demora la pista de ese otro constructor, Críspulo lo que sea. Ahí tienes un móvil, indicios, etcétera.
– Sé que ése es el camino tieso, mi comandante -admití-. Pero me parece que aquí hay que dar algún rodeo, para no marrar el golpe.
– No vamos a discutir más, Vila. Ahora me toca sacar la estrella, y perdona por el detalle de mal gusto. Te doy hasta el viernes. Te organizas como quieras: investigas a Críspulo o que Chamorro llame a Zaldívar y le proponga que la lleve al cine. De verdad que me da igual, no te coarto en absoluto. Pero el lunes que viene hay algo o se acabó la exclusividad.