Una de las principales ventajas de ser comandante y no sargento es que se tiene mucha más ocasión de mostrarse sarcástico. A pesar de todo, concedí que Pereira cumplía con su deber, y por mi parte, no tenía más remedio que hacer aquello a lo que me comprometí al jurar bandera.
– A sus órdenes, mi comandante -dije, vencido.
A la salida del despacho del comandante, Chamorro se me dirigió amistosa y confidencialmente:
– Por si te sirve de algo, creo que tienes razón.
– Gracias, Virginia, pero la verdad es que no me sirve de mucho -le repliqué, todavía algo mosqueado-. Vamos a recopilar todo lo que haya sobre Críspulo Ochaita y hoy mismo nos vamos a verle.
Un vistazo a los archivos, una conversación telefónica con el siempre remoto teniente Valenzuela y algunas otras pesquisas nos permitieron completar el retrato, hasta entonces algo somero, que teníamos de Críspulo Ochaita. Era uno de esos tipos que se jactan de haber salido de la miseria y de haber ido subiendo peldaños sin ayuda de nadie, de un modo estrictamente autodidacta. El que se enseña a sí mismo carece de términos de comparación, y corre por ello el peligro de valorar demasiado lo que es y piensa. Al parecer, Ochaita había sucumbido a ese riesgo. A los que cuestionaban sus actitudes o sus procedimientos los despachaba sin más como idiotas o cagados, cuando no con ambas etiquetas. Tenía cuatro o cinco procesos por desobediencia y desacato, por incomparecencias en juzgados o por adjudicar epítetos menospreciativos a algún juez que le investigaba. Su incontinencia verbal corría pareja con las demás. Aparte del célebre Lamborghini amarillo, en el que iba a todas partes (despreciando la alternativa, cómoda y para él asequible, de ser conducido en otro tipo de vehículo por un chófer), se había hecho en un cerro próximo a Guadalajara una casa que ocupaba el cerro entero. Para ello había pasado por encima de protestas vecinales y de grupos ecologistas. Sobre el asunto había unas diligencias por delito urbanístico y ecológico, a las que se refería jocosamente siempre que tenía ocasión.
Como cualquier sujeto notable, porque Ochaita lo era, no estaba falto de cualidades. A decir de los que le conocían, incluidos sus enemigos, poseía una astucia natural fuera de lo común, un gran olfato para los negocios y una audacia a prueba de bomba. Y al contrario que otros nuevos ricos, era generoso. Las gratificaciones que distribuía entre los destinatarios más variopintos, desde colaboradores hasta aparcacoches, se habían hecho legendarias. Tampoco olvidaba dar fondos para iglesias que se caían a pedazos, hospitales o asilos de ancianos. A veces donaba sumas espectaculares. Ochaita era uno de esos hombres capaces de excederse en todo sin distinción.
Almorzamos en Madrid y con la comida recién aterrizada en el estómago nos pusimos rumbo a Guadalajara. Los cincuenta kilómetros que separan ambas ciudades transcurrieron en un suspiro, sin que nos diera casi tiempo a enterarnos. A eso de las cuatro y cuarto andábamos ya buscando el famoso cerro que Ochaita había desmochado en beneficio de su residencia y de una privilegiada vista sobre la llanura, y a las cuatro y media enfilábamos la carretera cuasiparticular que el constructor se había hecho para acceder a su mansión. Poco después nos cerró el paso una muralla digna de una fortaleza, tras la que oímos el ladrido de una jauría de perros presumiblemente homicidas. Aparcamos el coche y llamamos al portero automático.
– ¿Quién es? -gritó una voz desabrida, al cabo de un rato.
– Guardia Civil -dije, lacónicamente.
Pasaron varios segundos.
– ¿Y qué se les ofrece? -preguntó la voz, contrariada.
– Queremos hablar con don Críspulo Ochaita.
– ¿Sobre qué?
– Disculpe, pero no puedo decirle más. Es un asunto oficial.
– Espere.
Esta vez debimos aguardar cerca de un minuto. Volvió la voz:
– Don Críspulo no se encuentra.
Una respuesta hábil, y diplomática, sobre todo.
– Le ruego que le diga que es un asunto importante -insistí.
– Le repito que no se encuentra.
– Dígale que si no nos abre, vendremos con una orden judicial. Una orden de detención -me eché el farol, ya puestos a quemar aquel cartucho.
Se cortó la comunicación, esta vez durante dos o tres minutos. Ya estábamos a punto de rendirnos y de dar media vuelta cuando la voz resurgió como un estampido en el aparato, haciéndolo chirriar:
– Quédesen ahí. Tengo que atar a los perros.
Al cabo de un rato se abrió la puerta y tras ella apareció un individuo escalofriante. Medía más de uno noventa, tenía unas orejas enormes y los ojos hundidos en unas cuevas oscuras. Vestía una ropa gastada y sucia y a la hora de buscar en mi memoria alguien a quien asemejarle sólo se me ocurrió el monstruo de Frankenstein en la versión de Boris Karloff. Pero el guarda de Ochaita era mucho más horripilante, y bastante más maduro.
– A ver la identificación -gruñó.
– Por supuesto.
Chamorro y yo le tendimos nuestras tarjetas, que examinó con gran atención, guiñando un poco los ojos.
– Sargento nada más -dijo, con suficiencia.
– Otro día vendrá el general -respondí-. Hoy tenía un compromiso.
– Mucha guasa tienes, Bevacula, o como sea -opinó, mientras leía mi apellido en la tarjeta-. Yo sólo llegué a cabo, pero entonces el asunto iba en serio. Entonces uno era autorídá. Hoy no habéis más que maricas, incluidos los generales. Por eso el Cuerpo ya no es lo que era.
Le miré despacio. Tenía coraje, y la fuerza suficiente para quebrarme el espinazo sin emplearse mucho. Pero no iba a callarme por eso.
– Es verdad, ya no nos ocupamos de meter en cintura a los gitanos y a los ladrones de gallinas -admití-. Mientras usted sigue recordando esos tiempos heroicos, ¿podría indicarnos cómo llegar hasta don Críspulo?
El guarda tardó en responder. Carraspeó con fuerza y dijo:
– Yo os llevo, pichones.
Seguimos al guarda a través del enorme jardín. No estaba nada mal, aunque no pude evitar compararlo con el de Zaldívar y en esa confrontación resultaba netamente derrotado en los apartados de organización, estética de detalle y estética de conjunto. La casa era un aborto faraónico, en el que se combinaban sin la menor ligazón todos los estilos arquitectónicos, desde el dórico hasta el futurista. Pero como no era el corresponsal de una revista de decoración y paisajismo, procuré sólo que me hiciera el menor daño posible. Una vez dentro del inmueble nos cruzamos con un par de mujeres lúgubres, con pinta de sirvientas, que ni siquiera alzaron la vista. Subimos al primer piso por una escalinata fastuosa, digna de que en cualquier momento cayera rodando por ella Escarlata O'Hara. Luego atravesamos un par de corredores flanqueados por cuadros inenarrables y acabamos desembocando en una sala que daba a un gran balcón. El balcón estaba abierto. Ante él, junto a una mesa con un vaso y una botella de whisky, había un hombre sentado de espaldas a la puerta. Llevaba un fino batín de seda, con dibujos de cachemir, y permanecía inmóvil. Vi que era un sujeto de buen tamaño, aunque tenía los hombros algo hundidos y encorvado el cuello. El cráneo, que era todo lo que le sobresalía del batín, aparecía bastante despoblado.
Cuando llegamos a su altura, el hombre que debía de ser Críspulo Ochaita alzó hacia nosotros una mirada furiosa. Lo que más me impresionó fue que los ojos que la sostenían parecían consumidos, como su rostro y su cuerpo todo. Rondaba los cincuenta años, pero aparentaba quince más. Tenía la tez amarillenta y los huesos le asomaban bajo la carne.
– ¿Tú eres el gilipollas que me quiere detener? -preguntó, con un vozarrón que casi habría podido decirse que le sobrevivía.
No consideré prioritario ofenderme, sino comprender por qué estaba así y de dónde sacaba las energías para arrojarme aquel venablo.
– Soy el sargento Bevilacqua y ésta es mi compañera, la guardia Chamorro -expliqué, como si respondiera a otra pregunta, formulada con más urbanidad-. Estamos investigando un homicidio y queremos hacerle unas preguntas, si no le incomoda demasiado.
– Joder, claro que me incomoda -respondió-. ¿Tú que te has creído, que se puede llamar a la casa de la gente y amenazarla con que la vas a detener así como si nada? ¿En qué tómbola te ha tocado el tricornio, pringao?