Tras hacer esta última declaración, Ochaita se quedó observándome. Tenía el mirar gastado y franco, como un toro medio desangrado ante el matador que enfila el acero temiendo volver a fallar la estocada. Por un segundo cruzaron por mi cerebro esbozos de frases que aludían a la Costa del Sol, a Irina Kotova, a una bala del nueve largo perforando una nuca. Pero ninguna de ellas llegó a materializarse en mis labios. De repente, sentí la acuciante necesidad de dejar de hacer el ridículo. Aquel despojo humano me estaba machacando, y comprendí que ninguna frase que se me ocurriera iba a doblegarle. Tampoco podía detenerle, porque habría sido rematar mi desatino. Tenía que retirarme y meditar otra táctica, si la había.
– Mira, sargento -volvió a hablar Ochaita, sin dejar de enfrentarme-. No sé cuánto me queda. No sé si serán quince días, o diez, o dos. No he tenido mala vida: lo he pasado bien, me he salido con la mía muchas veces y he podido darme caprichos que muchos nunca consiguen. Pero ahora todo me la sopla. Si te gusta algo de lo que hay en esta casa, llévatelo. Lo mismo te digo a ti, niña. A Eutimio le he dado todos los coches, y a una de las chicas toda la plata que solía limpiar. Yo ya no voy a necesitar nada, y lo que menos necesito, sargento, es que tú me creas inocente. Es más, si alguna vez hubiera matado a alguien, ahora me daría el gustazo de confesarlo. No es que no crea en el infierno. Vaya si creo: he vivido allí. Por eso no me importa lo que me espera. Después de todo, será como volver a casa.
De pronto, Ochaita había logrado desprenderse de su rencor de moribundo y sonaba pasmosamente sereno. Acepté que aquél era un momento tan bueno como cualquier otro. Tragándome el orgullo, le dije:
– Está bien, señor Ochaita. Por ahora le creeremos. Y le ruego que nos disculpe si le hemos molestado. No era nuestra intención.
– Claro que era vuestra intención, capullo -me corrigió, sin apiadarse-. A ver si la experiencia os vale para espabilar un poco. Hasta nunca.
Le dejamos allí, con la mirada perdida en el llano amarillo, disfrutando de aquel triunfo casi póstumo. Eutimio hizo con nosotros todo el camino de vuelta hasta la salida. Antes de cerrar la puerta, sentenció:
– Lo que yo os decía. Una pandilla de maricas. No me extraña nada que ahora dejen entrar a las mujeres.
Capítulo 16 LA MANO EN EL FUEGO
Mientras volvíamos a Madrid, la tarde se fue nublando. Al llegar al desvío de la M-30 el cielo se abrió de pronto y una tromba de agua se abatió sobre la ciudad. Aunque había puesto el limpiaparabrisas al máximo, Chamorro hubo de hacer grandes esfuerzos para orientarse. Cinco minutos después nos vimos atrapados en un atasco monumental. En un luminoso de señalización, unos cien metros por delante de nosotros, atisbé un triángulo rojo con un coche amarillo volcado en su interior. Al poco pude distinguir las temibles letras «ACCIDENTE CARRIL DERECHO.» La ristra de luces rojas se perdía al fondo de la cortina de agua, que seguía cayendo sañudamente.
– Creo que disponemos de un rato para reflexionar -dije.
– Es una forma de enfocarlo -opinó Chamorro, soltando el volante.
Eran las primeras palabras que los dos pronunciábamos desde Guadalajara. De pronto me sentía menos agobiado. Lo mejor de los días funestos, como aquel que nos agonizaba entre los manos, es el momento en que terminan de torcerse del todo. Viene a ser un alivio, porque a quien ya no espera ningún suceso alentador no hay manera de frustrarle más. Ahora que estaba claro que aquel día no sólo no iba a ocurrimos nada bueno, sino que encima íbamos a llegar a casa a las tantas, podíamos al fin relajarnos.
– Ha sido un encuentro muy aleccionador -observé, escuetamente. No hacía falta que mencionara a Ochaita para que Chamorro supiera a qué me estaba refiriendo. Ambos seguíamos pensando en él.
– Y que lo digas -asintió.
– No es malo que de vez en cuando te revuelquen -juzgué-. Es una especie de gimnasia. Previene el exceso de confianza y la tendencia a subestimar al adversario. Si lo miras, nuestro oficio tiene un punto de presunción. Debemos ser capaces de desarmar a cualquier sospechoso, de desenmascarar a cualquier asesino. Como si fuéramos más listos que nadie. Pero no lo somos, y nos viene bien que alguna vez nos lo recuerden. Porque nuestra baza no es nada de eso: ni la sagacidad, ni el ingenio, ni lo duros que podamos parecer. A veces el de enfrente es necio, o patoso, o blando, y con esas mañas te vale. Cuando la tarea es difícil, lo que sirve es otra cosa.
– Qué -murmuró Chamorro, distraída.
– Qué va a ser. El maldito tesón. Al fin y al cabo, nosotros somos el brazo ejecutor de la normalidad, que nos ha encomendado reprimir a los anormales. Y la normalidad siempre se impone, pero a la larga. No puedes ser más alto que el más alto. Tienes que esperar a que flaquee y se agache.
– Sabes que puedes contar conmigo lo que haga falta -aseguró mi ayudante-, pero yo diría que esto se nos ha puesto muy oscuro. Tendríamos tiempo si no hubiéramos agotado la paciencia de Pereira. Como no se nos ocurra pronto alguna idea brillante, nos vemos camino de Murcia.
– No estoy de acuerdo, Chamorro -disentí-. Me refiero a lo de la idea brillante. Me temo que el problema es justo lo contrario: una falta de método. Tengo la sensación de que en algún punto del camino nos hemos perdido. Nos hemos alejado de lo esencial y hemos dejado que nos despistaran.
– El caso es que no iba tan mal -dijo Chamorro, con una especie de añoranza-. Desde luego, no será por falta de sospechosos. Lo malo es que todos ellos lo siguen siendo, tanto como lo eran hace quince días. Ni más, ni menos. Si te fijas, no hemos podido comprometer ni descartar a ninguno. Es como si todos los esfuerzos se nos hubieran ido en nada.
– Y ahora sólo nos quedan seis días -recordé-. Pero hay que pararse y templar. Hacernos a la idea de que tenemos todo el tiempo por delante y preguntarnos: por qué, cómo. Regresar al principio, a los hechos.
– ¿Tú crees?
– Figúrate por un momento que vuelve a ser abril y que sólo sabemos lo que sabíamos entonces. Que el muerto es un ingeniero de la central nuclear, y que llegó acompañado de una rubia despampanante.
– ¿Y?
– Pues que nos hemos olvidado de las dos: de la central y de Irina. Y las dos cuentan para resolver el primer enigma que hemos tenido todo el tiempo encima de la mesa. No se trata de los dudosos negocios de Zaldívar, ni de las ansias de desquite de Ochaita, ni de los impenetrables sentimientos de Blanca Díez. El primer enigma, Virginia, es Trinidad Soler.
Chamorro no contestó. Se quedó mirando al fondo de la tarde tenebrosa.
– Tenemos que volver al hombre que fue capaz de reunir a su alrededor a unos seres tan distintos -proseguí-. El hombre que sedujo un día a la escéptica Blanca Díez. El mismo que trabajaba calladamente en la central nuclear, mientras le ganaba los concursos a Ochaita y recibía las confidencias de Zaldívar. El que una noche se encontró con Irina no sabemos dónde y en lugar de esquivarla la llevó al motel donde ella había de verle morir.
– ¿Y qué propones? -consultó Chamorro, mientras cambiaba de marcha.
– Ahora, nada -me rendí-. Si logramos salir de este follón, creo que convendrá que cada uno se vaya a su casa y reflexione por separado. Lo que te propongo es que lo medites y que mañana me traigas alguna idea. Yo lo intentaré también, cuando termine de lamerme las heridas.
Aquella noche me fui a la cama pronto y me quedé dormido al instante. Fue una bendición, porque a la mañana siguiente me levanté despejado y entre la ducha y el trayecto hacia la oficina pude ordenar bastante mis pensamientos. Cuando llegué, mi ayudante ya me estaba esperando. No era infrecuente que apareciera por la oficina quince minutos o media hora antes del inicio de la jornada. Me recibió con un aspecto radiante.
– Buenos días, Chamorro -la saludé-. ¿Te ha tocado la Primitiva?
– No, mi sargento -repuso, muy formal, porque teníamos testigos-. Pero creo que se me ha ocurrido una idea genial.
– Cuidado, Chamorro.
– Hice lo que me mandó, mi sargento -se defendió-. Me puse a pensar en lo esencial, en los hechos. Mi idea tiene que ver con Irina.