Como empezaba a ponerme nervioso la atención con que seguían nuestra conversación, me aparté con Chamorro a un lugar menos concurrido.
– A ver, cuenta -le pedí.
– Alguien fue a buscarla a Málaga -dijo, empeñosa-. Alguien con quien es muy posible que ya tuviera trato de antes, por la facilidad con que aceptó marcharse con él para pasar dos o tres días lejos de su territorio habitual. Mientras le daba vueltas a eso me he acordado de algo que nos contó Vassily, cuando le interrogamos: no podía darnos una lista con los nombres de los clientes de Irina, pero a algunos de ellos sí los conocía de vista.
Adiviné instantáneamente por dónde iba mi ayudante. Aunque hacerlo a aquellas alturas ya no tenía ningún mérito. El mérito era todo suyo, y mía, la responsabilidad de haber pasado semejante detalle por alto.
– Coño, Chamorro. Si resulta, te has ganado el sueldo -admití, sin regatearle mi admiración.
– ¿Sigues teniendo el número del móvil de Vassily?
Lo tenía, y medio minuto después estaba marcándolo. Hubo suerte.
– ¿Sí? -la voz de Vassily se destacaba apenas sobre el fondo sonoro de un motor de automóvil muy revolucionado.
– Hola, Vassily. Soy el sargento Bevilacqua. ¿Por dónde andas?
– Ah, hola, sargento. Ando bien.
No me esforcé por disipar el malentendido. Fui al grano:
– Vassily, quiero que veas unas fotografías.
– ¿De qué?
– Ya lo verás. Te las mando y me dices si alguna te llama la atención. Pero necesito que me des una dirección adonde pueda enviarlas.
– Bueno, ahora estoy de aquí para allá, sargento. Mejor tú mandas a bar que voy a decirte, y pones que es para Vassily. Ellos guardan.
Me dio el nombre de un bar y una dirección. Seguía estando por la zona de Málaga, aunque ahora en un municipio diferente.
– Vassily, necesito que me contestes con cierta prisa.
– Tú mandas fotos, sargento y yo paso por bar en dos días como mucho. No puedo decir seguro cuándo. ¿Cómo va investigación?
– Va adelante -mentí-. Tú fíjate bien en lo que te mando.
Una vez que conseguimos las fotos, las despachamos a Málaga por el procedimiento más urgente que teníamos a nuestro alcance. Después, volví a coger el teléfono. También yo había tenido una idea, aunque quizá fuera menos astuta que la de Chamorro. Como la de ella, estaba relacionada con aquellos primeros eslabones del caso que con el correr de nuestras pesquisas habíamos ido descuidando. Me costó un poco, pero al tercer intento me pasaron al fin con la extensión de Luis Dávila, el jefe de operación de la central nuclear. Sonaba austero y eficiente, como el día en que nos habíamos conocido. También me pareció que mostraba cierta prevención.
– Señor Dávila -dije, tras el intercambio de saludos-, nos gustaría tener una conversación con usted, a solas. Esta mañana, si es posible.
– Bueno, yo… -titubeó-. Verá, no creo que deba.
Me sorprendió aquella vacilación, en alguien como Dávila.
– ¿Por qué?
– La empresa tiene su responsable de relaciones exteriores y su responsable jurídico -explicó-. Usted los conoce. Yo les atiendo con mucho gusto, pero según nuestros procedimientos ha de ser a través de ellos.
No cabía duda de que era un hombre escrupuloso. Pensé que debía haber previsto algo así. Ahora tenía que encontrar el modo de soslayarlo.
– Le voy a ser muy sincero, señor Dávila -dije-. No me interesa lo más mínimo hablar con Sobredo o con el abogado. Me interesa hablar con usted, y tenerlos a ellos como testigos sólo va a servir para estorbarme y para hacerme perder el tiempo. Ya me gustaría poder permitírmelo, pero le aseguro que en este momento no me sobra ni un minuto. Comprendo que debe obediencia a su empresa y todas esas cosas. Por eso le ruego que considere que ésta es una circunstancia excepcional. Se trata de la muerte de un hombre. Estoy seguro de que tiene el criterio suficiente como para saber que hay ocasiones en las que uno puede saltarse los procedimientos.
– No puedo hacerlo -dijo Dávila, cada vez más envarado.
– Se lo pido como un favor personal -insistí-. Y si tiene miedo de perjudicar a su empresa, le doy mi palabra de honor de que me abstendré de utilizar nada de lo que me diga en contra de ella. Aunque sospechase algo que tuviera el deber de denunciar. También yo me saltaré mis normas.
Le prometí aquello casi sin darme cuenta de lo que decía. Quizá por eso Dávila, al cabo de unos segundos de silencio, quiso cerciorarse:
– ¿De verdad me da su palabra?
– De verdad -me ratifiqué.
– Está bien. Vengan, entonces.
– Otra cosa, señor Dávila.
– Dígame.
– ¿Sigue en pie la oferta de visitar la central?
– Se la hizo el responsable de relaciones públicas -recordó, meticuloso-. No soy quién para oponerme a su decisión.
– Pues querríamos visitarla, si no le importa. Nos gustaría ver por dónde se movía Trinidad, y hablar con la gente que trabajaba con él.
– Me lo está poniendo muy cuesta arriba, sargento.
– Mantengo mis condiciones. No utilizaré nada en su contra.
– Como quiera -concedió Dávila-. Espero que no me despidan por esto.
– Reconoceré haberle coaccionado, en caso de necesidad.
– No lo olvidaré -advirtió, con un ruidoso suspiro.
Salimos en seguida hacia la Alcarria y conduje casi como el primer día, cuando nos habían llamado para avisarnos del hallazgo del cadáver. Al cabo de poco más de una hora estábamos ante la barrera de la central nuclear. Tras superar todos los controles, que esta vez estaban convenientemente avisados, llegamos hasta el despacho del jefe de operación. El habitáculo de Dávila era modesto y su mobiliario anticuado, como el que había estado de moda diez o doce años atrás. Tras él tenía una inmensa imagen aérea de la central y sobre la mesa las fotografías de tres niños.
– Ustedes me dirán -nos invitó. Parecía más tranquilo que durante nuestra conversación telefónica, pero algo en sus ojos indicaba que no lo estaba del todo, como si no pudiera dejar de sentir el peligro. No en vano, pensé, era un hombre habituado a vivir administrando un riesgo colosal.
– Ante todo -dije, tratando de inspirarle confianza-, quiero que conozca la razón por la que le he pedido esta entrevista. Hace varios meses estuvimos por aquí, preguntándole por Trinidad Soler. Desde entonces han pasado muchas cosas. Hemos cerrado el caso y lo hemos reabierto, hemos seguido una multitud de pistas y hemos localizado a algunos sospechosos. Como resultado de todo eso, un asunto aparentemente simple se ha convertido en uno de los más endiablados que nos hemos echado nunca a la cara. Y después de mucho analizarlo, mi compañera y yo hemos llegado a la conclusión de que hay algo que no hemos investigado lo suficiente: al propio Trinidad.
– ¿Y en qué puedo ayudarles yo? -preguntó Dávila, con precaución.
– Voy a contarle algo que creo que no sabe, a juzgar por lo que nos dijo hace unos meses. Su subordinado tenía una actividad paralela desenfrenada, con la que ganó cantidades ingentes de dinero.
– ¿Trinidad? No puede ser.
– Es, señor Dávila. No olvide con quién habla. Hemos investigado sus declaraciones de la renta, su patrimonio. Estaba forrado.
– Me deja de piedra.
– ¿Nunca sospechó nada?
Dávila se quedó meneando la cabeza.
– Ni remotamente -dijo, despacio.
– Ahora creemos que Trinidad pudo ser asesinado -continué-, por algo que quizá tuvo que ver con esa otra actividad. Hay algunos indicios que sugieren que estaba asustado. Sabemos que tomaba medicamentos contra la angustia, y que compró dos perrazos para proteger su casa. Y nos resulta muy extraño que eso no se reflejase en absoluto en su trabajo aquí.
– Ya le dije, creo -recordó Dávila, cuidadoso-, que en los meses anteriores a su muerte parecía un poco menos centrado. Nada que pudiera considerarse alarmante, tampoco. Yo lo achaqué a su mudanza, y a la obra, y a todo lo que eso traía consigo. Quizá porque era lo que él mencionaba siempre.
– ¿De cuántos meses me está hablando?
– No lo sé exactamente. Con la obra de la casa llevaba cerca de un año. Antes de eso, yo no noté nada.
– ¿Cree usted que Trinidad era una persona asustadiza?
Dávila no contestó en seguida. Estaba a punto de juzgar la pasta de la que estaba hecho un hombre, y no era de esa clase de alegres bocazas que abordan una materia semejante como quien pela un plátano.