– ¿Qué es eso que hay en el fondo? -preguntó Chamorro. Se trataba de una especie de bastidores, de un oscuro color metálico.
– Es el combustible gastado -precisó Dávila, y a renglón seguido aclaró-: Las barras de uranio que se han ido quemando en el reactor.
– Eso debe de ser muy radiactivo.
– De lo más radiactivo -asintió Pita.
– ¿Y no es peligroso estar aquí encima, sin nada más que el agua por medio? -consulté, con cierta aprensión.
– Bueno, son casi diecisiete metros de agua, aunque no lo parezca -dijo Dávila-. Es un buen blindaje.
– ¿Por qué es tan azul? -inquirió Chamorro.
– No es azul -sonrió Dávila-. Sólo lo parece. Es un efecto que provoca el acero inoxidable de las paredes de la piscina.
– A todo el mundo le llama la atención ese azul -dijo Pita-. Incluso a los que estamos hartos de verlo. También a Trinidad. A veces se quedaba mirando ahí abajo, a donde está el combustible irradiado. Solía decir que era curioso que uno pudiera ver así algo capaz de provocar tanta destrucción. Sin más barrera que una simple capa de agua, transparente y azul.
Guardamos al muerto los segundos de silencio que todo muerto merece: Pita con el ceño ligeramente fruncido, Dávila con la mirada perdida en el fondo de la piscina. Ya habíamos visto más que suficiente. Salimos de la zona controlada, devolvimos nuestros monos naranjas y nos despedimos de Pita. Dávila nos acompañó aún a través de los restantes controles, hasta la salida. Incluso caminó con nosotros unos metros, en dirección a donde habíamos aparcado el coche. Me chocó un poco esa resistencia a separarse. El jefe de operación no paraba de darle vueltas a alguna cosa.
– Sargento, hay algo que quiero preguntarle -terminó por decir-. ¿Iba en serio la promesa que me hizo antes, cuando hablamos por teléfono?
– Si lo prometí, iba en serio -aseguré.
Dávila aún dudó un momento. Luego, con firmeza, declaró:
– Bajo esa condición que me ofreció, les voy a contar algo que mi conciencia me impide ocultarles. Hace una semana, durante una revisión de rutina, se advirtió una discrepancia en las fichas de control de cierto tipo de fuentes radiactivas. Hemos analizado una y otra vez los datos y la discrepancia subsiste. Lo que esto nos hace temer, en resumidas cuentas, es que alguien ha podido distraer una de esas fuentes. No es algo que pueda causar una catástrofe, pero entraña gran riesgo para quien esté cerca, así que ayer comunicamos el incidente a las autoridades nucleares. El problema -suspiró gravemente Dávila-, es que la fuente podría llevar más de un año circulando sin control. Los indicios que hemos reunido hasta ahora nos hacen pensar que falsificaron las fichas. Y en fin, aunque todo está por confirmar, creo que debo decirles que uno de los que pudo hacerlo fue Trinidad Soler.
Capítulo 17 UNA OLLA A PUNTO DE ESTALLAR
Los periódicos del día siguiente traían la noticia. También la repetían con insistencia en la radio, y en algunas televisiones. Describían el objeto y el maletín de plomo que debía contenerlo, y advertían que bajo ningún concepto debía abrirse este último. La versión oficial decía que alguien había robado la furgoneta donde estaba el maletín, en Guadalajara, aunque no se descartaba que el vehículo hubiera podido salir de la provincia. El objeto era inocuo dentro del maletín, pero fuera de él podía provocar graves quemaduras y causar en muy poco tiempo lesiones mortales. No había ni una línea sobre la central nuclear. Alguien, sin duda a petición de sus propietarios (y quizá con buen criterio, en tanto no se completaran las investigaciones), había decidido neutralizar por el momento el escándalo.
Le había rogado a Dávila que me mantuviera al corriente de lo que descubrieran. Sobre todo, me interesaba saber si lograba confirmar la hipótesis que me había apuntado cuando nos despedíamos, y en qué momento podía considerarme relevado del secreto que me había impuesto. A Chamorro le encomendé que sin quebrantar el sigilo prometido a Dávila hiciera ciertas averiguaciones sobre las características y los efectos de aquella clase de material radiactivo. Por lo que pudo sacar de su conversación con un experto en energía nuclear, la potencia de la fuente era tal que una breve exposición a ella, sin la interposición de ninguna clase de blindaje, era capaz de achicharrar literalmente al desaprensivo. Mediante la utilización de una barrera insuficiente, y dependiendo del grosor de ésta, podía provocarse casi a discreción una variada gama de daños, a plazo corto o medio. Le pedí a Chamorro que profundizara e hiciera un inventario de esos daños.
Por mi parte, y para aprovechar al máximo nuestra escasez de tiempo y recursos, me ocupé de otra pista diferente. Ella fue la que me llevó aquella mañana a la plaza de la Lealtad, donde por un sarcasmo demasiado notable para ser casual se encuentra en Madrid la Bolsa de Valores.
Según había podido informarme, Patricia Zaldívar trabajaba en una sociedad de valores, donde tenía un puesto de cierta importancia. Imaginé que la suculenta fortuna de su progenitor, en parte invertida a través de esa misma sociedad de valores, le habría despejado convenientemente el camino. Así la niña se convertía en una experta en finanzas e inversiones, habilidad que no le iba a ser desde luego inútil en un futuro cercano. Patricia, y esto me sorprendió, era la única hija de Zaldívar y por tanto la heredera universal de todos los bienes y derechos que éste había ido juntando.
La sociedad de valores tenía sus oficinas en uno de los edificios de la propia plaza, muy cerca del Ritz. Cuando llegué eran aproximadamente las doce, y dudé si debía esperar a que la hija de Zaldívar saliera a almorzar o abordarla directamente en su oficina. Cada opción tenía sus ventajas y desventajas. Seguía sopesándolas, sin acabar de decidirme, cuando vi a Patricia salir por la puerta del edificio. Iba muy elegante, con un traje de chaqueta gris humo, la falda bastante corta. Llevaba los brazos cruzados y en la mano un teléfono móvil. Echó a andar negligentemente hacia el hotel.
En una investigación policial las oportunidades hay que cogerlas al vuelo, así que la seguí sin vacilar. Patricia rodeó el hotel, cruzó la calle y siguió hacia el museo del Prado. Yo caminaba siempre unos treinta metros por detrás, preguntándome adonde se dirigiría. Al llegar a la esquina del museo pensé que torcería a la derecha y cruzaría el paseo. Al otro lado hay tiendas y cafeterías y cualquiera de ellas me parecía un destino verosímil. Pero ella siguió de frente y pasó sin detenerse a lo largo de toda la fachada del museo. Una vez que lo rebasó, se fue en diagonal hacia la izquierda. Mantuvo esa dirección hasta desembocar en la puerta del Jardín Botánico.
Pagué mi entrada medio minuto después de que ella pagara la suya. Tiempo suficiente para que se internara por un sendero lateral y perdiera su pista momentáneamente. Un poco más tarde la encontré sentada al pie de un gran árbol. Miraba hacia arriba, con la cara bañada por el sol. Era una agradable mañana de octubre, ni muy fría ni muy calurosa.
Me acerqué a ella sin prisa, para que me viera venir. Al principio ni me miró, pero cuando estuve a unos tres o cuatro metros me pareció que se fijaba y trataba de localizar mi cara en la bruma de su memoria.
– Buenos días. ¿Te acuerdas de mí? -pregunté, lo más distendido posible.
– Sí, pero no caigo -repuso, aún despistada.
Saqué mi cartera y le mostré la identificación.
– El guardia -dije.
Patricia asintió durante un par de segundos, en silencio. Cuando volvió a hablar, parecía otra persona. Volvía a ser la chica que salía de la piscina, desparpajada y deseosa de tener el control de la situación.
– Qué casualidad -exclamó-. No suponía yo que los guardias venían a pasearse por aquí. Quizá me equivoque, pero me parece que éste es un lugar demasiado decadente para un servidor del orden.
Podía haberle contado algo sobre las mañanas de facultad que me saltaba las clases y me iba a allí a leer a Proust, pero no vi qué iba a aportarme semejante confidencia. Por fortuna para quien quiere mantener oculta su verdadera personalidad, la gente tiende a manejar respecto de los demás un puñado de burdos retratos robot, a los que en ocasiones como aquélla resulta preferible dejar creer al otro que uno se ajusta sin desviaciones.