– Tampoco imaginaba yo que las ejecutivas se escapaban del trabajo a media mañana para sentarse a la sombra de un árbol -dije, por secundarla en su aproximación superficial a la realidad del prójimo.
– ¿Quién te ha dicho que soy una ejecutiva?
– Vistes como si lo fueras. Y soy guardia. Puedo enterarme de cosas. O mejor dicho, tengo que hacerlo.
Patricia entornó los ojos.
– ¿Debo entender que estás aquí en misión oficial?
– No sé bien -me encogí de hombros-. ¿Cómo preferirías tú que estuviera? Hasta cierto punto, puedo dejarte elegir.
– Me es indiferente -repuso, apartando la vista-. Yo estaba aquí, con mi árbol. Y ésa era toda la compañía que buscaba.
Miré hacia lo alto.
– Un buen árbol, sin duda -admití.
– No es un buen árbol -me corrigió, repelente-. Es el árbol más formidable de Madrid. Y no sólo por el tamaño, sino por lo increíblemente perfecta que es su forma. Fue una gran idea traerlo del Cáucaso.
Miré la plaquita negra que había al pie del árbol, y que en efecto le adjudicaba esa procedencia. En cuanto al juicio que Patricia hacía sobre él, no estaba a la distancia adecuada para poder apreciarlo con perspectiva, pero aun así era perceptible el garbo y la simetría de su inmensa fronda.
– Además, como todos los árboles realmente nobles -siguió explicando-, éste es de hoja caduca. Los pinos, los eucaliptos y toda esa basura que siembran ahora, están más cerca del hongo que del árbol. Los árboles de verdad se mueren durante el invierno. Así consiguen el vigor y la plenitud de la primavera. El que más vive es el que menos teme morir.
– Nunca lo había pensado.
– No entendemos mucho a los árboles -dijo, abstraída-. Por eso ellos duran cientos de años y nosotros no. Lo paradójico es que nosotros somos los únicos de quienes ellos deben cuidarse. A éste, sin ir más lejos, estuvieron a punto de matarlo hace treinta años, embistiéndolo con un camión.
– Habría sido una lástima -opiné, sinceramente.
Patricia se quedó en silencio, manoseando sin fuerza su teléfono móvil.
– En fin, señor guardia -dijo, repentinamente distante-. Ya sabe por qué he venido aquí. En otoño me escapo siempre que puedo. Me gusta ver cómo cambia el color de las hojas, de un día para otro, hasta que se caen. Quince minutos aquí me descansan mucho más que lo que hacen mis compañeros, parar a tomar un café recalentado en el microondas de la oficina. Lo que me gustaría saber ahora es para qué ha venido usted.
– Preferiría que siguiéramos tuteándonos -dije.
– Claro -concedió-. ¿Para qué has venido?
– Ya te lo imaginas.
Patricia me observó, recelosa.
– Trinidad Soler -dijo, sin énfasis-. ¿Algo nuevo en la investigación?
– No mucho -me lamenté-. Por eso necesito tu ayuda.
– Bueno, ya hablaste con mi padre -se desentendió-. Él es el que tenía negocios con Trinidad, o al revés, como prefieras ponerlo. No sé, ve a verle otra vez. Si él no puede ayudarte, yo puedo menos.
– ¿Estás segura?
Por primera vez, la hija de Zaldívar dudó del terreno que pisaba.
– Oye, señor guardia -se rehizo-. Me estás estropeando mi poco rato de descanso. Para un día que llevo ya diez minutos sin que me suene esta mierda -y alzó el teléfono móvil-. Dentro de otros cinco tendré que levantarme, y la verdad, no me gustaría pasármerlos tratando de adivinar con qué letrita empieza la cosita de tu veoveo.
En ese momento sonó el teléfono móvil.
– ¿Lo ves? Joder -renegó-. ¿Sí? Sí, soy yo. No, sí, puedo hablar.
Escuchó durante medio minuto, y estuvo hablando durante otro medio. Instrucciones precisas, cortantes, rectificadas sobre la marcha.
– Me llamas si tienes algo -ordenó, antes de interrumpir la comunicación. Después, como si acabara de aterrizar de Marte, dijo-: ¿Por dónde iba? Ah, sí. Pues eso, que si quieres preguntarme algo en concreto, pregunta y te respondo, en el improbable caso de que lo sepa. Y si no, te agradecería que me dejaras en paz, con mi árbol y mis pensamientos.
– De acuerdo, te preguntaré -me avine, procurando aparentar que tenía todo el tiempo del mundo-. Y no te preocupes, que la pregunta es fácil y sí vas a sabértela. ¿Te importa que me siente?
– No, si no lo haces encima de mis piernas -bufó.
Por primera vez, pensé en Patricia como mujer. No era demasiado alta ni demasiado baja, ni demasiado guapa ni demasiado fea. Tenía el atractivo de su insolencia, de su cuerpo trabajado lo justo con pesas y con cirugía en la medida en que hubiera podido necesitarlo. En cuanto al aspecto ornamental, parecía evidente que no iba a una peluquería de barrio ni usaba cosméticos de rebajas, y su vestuario estaba a la altura de la ingente disponibilidad económica de que gozaba para surtirlo. Sopesé si era una mujer en cuyas rodillas me hubiera sentado, de no haber sido ella una sospechosa y yo un guardia en acto de servicio y obligado por tanto a la morigeración. Y tan sólo se me ocurrió una razón por la que me resultaba plausible la idea: cuanto más la miraba, más se me daba un aire a Blanca Díez.
En cualquier caso me acomodé al otro extremo del banco, bajo su implacable y contrariado escrutinio. Sonriente, anuncié:
– Y ahora, mi pregunta. ¿Por qué no le llamabas al móvil?
– ¿Qué? -preguntó Patricia, dejando al mismo tiempo que los ojos le cayeran y entreabiertos los labios.
– Al móvil -repetí, señalando el suyo-. Ya sabes, guardas el número en la memoria de tu aparatito y con sólo apretar una tecla le suena el suyo al otro, esté donde esté. No hay que dejarle el recado a nadie, con lo que evitas que luego lo cuente a quien no debe. Así es como hoy prefieren localizarse las parejas que pueden pagárselo. Es una maravilla, tenerse siempre a tiro de dedo el uno al otro. Al menos mientras se siguen soportando.
– Perdona, pero creo que no sé de lo que me hablas.
– No quiero que me acuses de volver a las adivinanzas -aclaré-, pero a estas alturas, ¿no crees que esa pose alelada está dejando de convenirte?
Patricia enmudeció y alzó la vista hacia su árbol.
– Maldita sea -rugió, furibunda-. ¿Qué es lo que sabes?
– Lo que sé es secreto profesional, querida -dije, para que viera que no sólo ella era capaz de tomarse confianzas-. Lo que importa es lo que quieras contarme tú ahora. Luego yo lo comparo y me sale blanco o negro. Blanco, te pido perdón y me largo. Negro, tardamos un poco más.
Volvió a sonar su teléfono móvil. Patricia hincó el índice, con saña, en el botón que servía para apagarlo. Después lo dejó apoyado en el banco y se pasó la mano por la frente varias veces. Era una mujer acostumbrada a tener las riendas, y se notaba que buscaba cómo recobrarlas.
– La pregunta es un poco tonta -juzgó al fin, despectiva-. Se ve que no has pensado mucho en ello. Por donde él se movía una buena parte del tiempo que pasaba en el trabajo no puede utilizarse el móvil. Para no interferir con otros aparatos, o porque los blindajes de las paredes impiden que haya cobertura. A mí me lo explicó él, pero tú eres Sherlock Holmes.
– Touché -reconocí.
– Qué fino, en francés -se mofó-. Vaya guardia peculiar.
– Soy un guardia, no un cabestro -advertí.
– Perdona, hombre -dijo, levantando las manos-. Bueno, ya lo he admitido. ¿Y ahora qué es lo que viene?
– Cómo, cuándo, cuánto, por qué -recité, implacable.
– Uf. ¿Todo eso? -fingió sentirse abrumada-. Sería demasiado largo.
– Hazlo corto. Cuenta sólo lo importante.
– Creo que lo único que no me has preguntado es dónde -dijo, demostrándome su rapidez mental-. Y eso suele ser importante. Le conocí en casa, una tarde que vino a ver a mi padre y el gran León se retrasó. Hablé con él, me cayó bien, le dije que me llamara algún día. Yo no doy muchos rodeos con los hombres. Por razones obvias, creo más en la venida del cazadotes que en la del príncipe azul, y tampoco tengo demasiado tiempo para dedicarles. Más o menos eso responde al cómo. El caso es que quedamos un día, me siguió gustando, quedamos otro, igual, y así sucesivamente. Duró lo que duró, ni mucho ni poco, un par de meses. Y estuvo bien, sin sobrar ni faltar. No apretaba su retrato contra mi pecho al claro de luna y tampoco se me abría la boca cuando estaba con él. Una cosa suave, razonable, c'est tout.