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– Voy a pedirte algo. Puede que te choque, pero creo que me será útil. Me gustaría que me lo describieras. Como persona, en dos palabras.

Patricia no se apresuró. No titubeó tampoco. Con voz firme, declaró:

– Por fuera, equilibrio y calma. Por dentro, una olla a punto de estallar.

Me quedé callado, dándole vueltas a aquella contundente descripción. Patricia aprovechó ese momento para ponerse en pie.

– Tengo que volver a mi oficina -advirtió-. Si no estoy detenida.

La miré desde mi extremo del banco, sabiendo que tenía que decidir en cuestión de segundos y que si la dejaba ir ya no volvería a tener la ocasión de sorprenderla. En mi cabeza se agolpaban, junto a las respuestas que ella había dado a mi interrogatorio, todos los indicios que en los últimos días habíamos ido reuniendo en una amalgama cada vez más agitada y confusa. Después de todo, no tenía nada contra ella. Quizá, pese a las expectativas que hubiera podido concebir cuando había ido a buscarla, tenía contra ella menos que contra nadie. Así que meneé la cabeza y dije:

– No, no estás detenida. Gracias por todo.

– De nada -respondió, y dando media vuelta, se alejó de allí.

La vi irse, abrazada a su teléfono móvil. Una niña caprichosa, de corazón insensible e insoportablemente altiva. Y a la vez, no terminaba de parecerme del todo mala. Pero tampoco lo bastante buena como para que a Trinidad le hubiera convenido tropezarse con ella. Aunque, bien mirado, quién era yo para enjuiciar eso. Sólo uno mismo sabe lo que le hace falta.

Me quedé allí todavía diez minutos, tratando de organizar mis desordenadas ideas. Después, como en sueños, volví a la oficina. Nada más cruzar la puerta, una Chamorro visiblemente alterada me salió al paso.

– ¿Qué hay? -pregunté, saliendo apenas de mi ensimismamiento.

– En primer lugar, ha llamado Dávila -dijo-. Ha hablado con sus jefes y les ha convencido de que no puede ocultarnos lo que sabe. Nos autoriza a manejar lo que nos contó, aunque nos ruega que evitemos hasta donde sea posible que la atención se dirija hacia la central. Pero eso no es lo gordo.

– ¿Lo gordo?

– Toda una noticia: tenemos un sospechoso menos. Por lo menos, a efectos de que puedan juzgarle. Ochaita murió anoche.

Capítulo 18 EL FINAL DEL TÚNEL

No he asistido a otro entierro tan lúgubre corno el de Críspulo Ochaita. A lo largo de su vida había estado casado con dos mujeres, pero de las dos se había separado de forma accidentada y con ninguna había tenido hijos. El hecho de que una de ellas sí los hubiera tenido con otro hombre alimentaba habladurías que eran, por lo visto, lo que a Críspulo más le irritaba. El caso es que en ausencia de descendientes, y no habiendo el difunto observado la precaución de adoptar a alguien para llenar el vacío, a su entierro sólo asistió un puñado de empleados de confianza, tan graves como en el fondo ajenos, o preocupados principalmente por el incierto porvenir de sus salarios. Lo único parecido a una familia que había en el acto era su servidumbre más cercana. El gigantesco Eutimio, erguido ante el ataúd, lloraba con un torrente de lágrimas que resbalaban veloces sobre su piel curtida por el sol. También sollozaba una de las mujeres que atendían la casa.

El cura leyó con voz monótona las consabidas promesas de resurrección y tras ellas entraron en acción los operarios que debían bajar la caja a la fosa. Nunca he comprendido a la gente que desea cerrar su historia con ese rito penoso, el arriado de un armatoste por unos hombres desconocidos que maniobran a duras penas en un espacio angosto. Pero quizá Ochaita no había dispuesto aquello, ni lo contrario. Y por eso se le despachaba conforme a la costumbre, que no sólo en eso tiende a ser tortuosa.

Una vez que el ataúd tocó el fondo del hoyo, los operarios procedieron con rapidez y brusquedad al sellado del hueco. La mayoría de los presentes consideró que ya no debía asistir a la labor de albañilería, y comenzó a retirarse. No había familia a la que dar el pésame, aunque algún desinformado la buscara. En unos pocos minutos, sólo la alta figura de Eutimio, impresionante en su traje de riguroso luto, se alzaba junto a la tumba.

Nos acercamos a unos pasos y nos quedamos allí, aguardándole. Aún tardó un par de minutos en separarse del sepulcro. Finalmente se enjugó la cara con el dorso de la mano y se dio la vuelta. Nos reconoció al instante, pero bajó la vista, echó a andar y merced a sus zancadas kilométricas pasó de largo como una exhalación. Le llamé del modo más respetuoso:

– Espere, Eutimio, por favor.

Se paró en seco y se quedó inmóvil. Me aproximé a su lado.

– Lo siento -dije.

Eutimio me observó con unos ojos enrojecidos por el llanto. No habría dicho que me odiaba, pero tampoco que me contemplaba con afecto.

– Gracias -repuso, ásperamente-. ¿Qué busca aquí?

– A él ya no -constaté, señalando la tumba.

– ¿Y entonces?

– Ahora ya no puede pasarle nada -razoné, con cautela-. Y a usted tampoco, si no intervino directamente y se limitó a encubrirlo. Eso quedará borrado en el mismo momento en que nos denuncie los hechos.

Eutimio, contra mis temores, no estalló. Muy digno, aseguró:

– Yo no sé más de lo que él les contó.

– Sea práctico, Eutimio.

– Mire, mi sargento -respondió, contenido-. No me haga decir las cosas dos veces. Don Críspulo no era un santo, pero tenía lo que un hombre tiene que tener. Nunca le habría dado a nadie por la espalda. Y si lo hubiera hecho, en eso yo no le iba a tapar. ¿Está claro?

– De acuerdo, Eutimio -asentí-. Disculpe que le hayamos molestado en un día como éste. Nuestro pésame otra vez.

– Perdón, sólo una pregunta -intervino Chamorro, tras propinarme un codazo subrepticio, como para darme a entender que me olvidaba de algo.

El gigante la miró con una abierta reticencia.

– En mis tiempos, los guardias se estaban callados mientras los suboficiales no les dijeran que podían hablar -me reprochó.

– Los tiempos cambian -dije, humilde-. Pregunta, Chamorro.

– ¿Podría decirnos de qué murió? -inquirió mi ayudante.

Eutimio miró al cielo, como si buscara allí la respuesta.

– De lo que morimos todos, muchacha -afirmó-. Se le pudrió justo la parte de la que más había disfrutado en la vida. Se veía venir desde hace ya tiempo, porque nunca quiso obedecer a los médicos. Para mí, que con toda la razón. Por lo menos ha vivido y se ha muerto a su gusto y no al de ellos. Y ahora, si no se les ofrece nada más, seguiré mi camino.

Aguardó durante un par de segundos. Como ni yo ni Chamorro pronunciáramos palabra, reanudó su marcha. Al poco, le vimos subir a un Jaguar que se perdió al fondo de la desolada mañana de octubre.

Habíamos ido a aquel entierro en Guadalajara para tratar de aclarar algunas de nuestras borrosas sospechas. Volvimos a Madrid a media mañana con una vaga, sensación: como si tocáramos el final del túnel y a la vez como si todo se nos pudiera escurrir en un momento entre los dedos. Pero apenas tuvimos tiempo para entretenernos en esas elucubraciones. Nada más llegar a la oficina, la guardia Salgado, unánimemente considerada como la chica 10 de la unidad, me abordó y me informó con su sensual voz:

– Ha tenido una llamada, mi sargento. El secretario de un juzgado de Guadalajara. Le he dejado el número apuntado en ese Post-it.

No era nada inocente al mencionar la marca del papel adhesivo. Sus eses y sus tes componían una musiquilla irresistible. Aquella chica, que por lo demás era despierta y trabajadora, acabaría teniendo problemas algún día. Por lo pronto, cuando Chamorro vio que me quedaba totalmente obnubilado a raíz de oírla, no se resistió a anotar, con maldad:

– Un día de éstos a Salgado le van a dar un premio por su valiosa contribución al incremento de la cabaña nacional de babosos.

Pero, por una vez, mi ayudante erraba el tiro. No sostendré que yo era inmune a Salgado, aunque había trabajado con ella un par de veces, antes de la llegada de Chamorro, y no me había dejado secuelas. Sin embargo, no era en ella en quien estaba pensando. Para restablecer la normalidad, en la que yo debía dirigir el trabajo de ambos y no servir como blanco de sus acerados dardos, me dirigí con aire impasible a mi ayudante: