– Chamorro. Quiero que te vayas a ver a Valenzuela. Echando hostias.
Ella puso la cara que solía poner ante mi esporádico, que no frecuente, recurso al lenguaje sacrílego. En parte reflejaba su incomodidad, y en parte que advertía que lo que le estaba diciendo no admitía apelación.
– ¿Para qué? -indagó, prudente.
– Para que te dé la lista de los juzgados que conocen de los pleitos de Ochaita y de Zaldívar.
Chamorro se puso en pie. Antes de irse, me preguntó:
– ¿No vas a llamar al secretario?
– No, Chamorro. No voy a llamarle.
– A lo mejor es importante.
– A lo mejor. Pero para terminar de saberlo ya me está haciendo falta esa lista. Te agradecería que me la trajeras antes de Navidad.
Chamorro desapareció sin hacer el menor ruido. Yo fui en busca del voluminoso expediente que a aquellas alturas teníamos del caso de Trinidad Soler. Lo que de pronto me bullía en la cabeza, y me obligaba a revisar todo lo que habíamos hecho hasta entonces, justificaba hasta cierto punto mi desabrimiento, aunque Chamorro no tuviera la culpa. Si estaba en lo cierto, alguien se había estado riendo de mí, o mejor dicho de nosotros, a mandíbula batiente. Aparté los últimos papeles y fui en busca de los primeros. Allí estaban los recortes de prensa, y entre ellos localicé el del diario que el primer día se había apresurado a sugerir que la muerte de Trinidad tenía que ver con una oscura trama en la central nuclear. El mismo que había entrevistado a tal efecto al lenguaraz dirigente ecologista de segunda fila, y facilitaba datos manifiestamente obtenidos de la instrucción. Miré el nombre del periódico y busqué entre las notas que había estado tomando en las últimas tres semanas. Confirmada la coincidencia, murmuré:
– Hace falta ser gilipollas.
En ésas estaba, pegándome una generosa sarta de puñetazos en la frente, cuando Salgado se me volvió a acercar. Venía con su encanto de siempre, sujetándose con la mano derecha la pistola que portaba bajo la axila izquierda. Absurdamente, elegí aquel instante para' apreciar que nadie llevaba el embarazoso correaje con la gracia con que lo lucía Salgado.
– Vuelven a llamarle, mi sargento.
– ¿Quién?
– Un tipo raro. Extranjero, parece. No he podido coger el nombre.
Salté literalmente por encima de la mesa, bajo la mirada atónita de Salgado, y recorrí a trompicones la distancia que me separaba del teléfono. Cuando llegué, me abalancé sobre el auricular y grité:
– ¿Sí?
– ¿Sargento? -preguntó una voz que apenas podía distinguir entre lo que parecía el ajetreo y el vocerío característicos de un bar.
– Sí, soy yo.
– Aquí Vassily -me confirmó, aunque no hacía falta-. Tú perdonas que yo estoy llamando tan tarde.
– No hay nada que perdonar. ¿Qué tienes?
– Hay uno que conozco, sargento -respondió-. Y conozco bien. De tres veces, lo menos. ¿Te leo nombre que pones detrás de foto?
– Por tu padre, Vassily.
– ¿Cómo?
– Que sí -grité otra vez.
Medio minuto más tarde corría escaleras arriba, en busca de Chamorro, a quien presumía todavía con Valenzuela. Me la tropecé en un pasillo, con su bloc en la mano. Al verme tan desencajado, esgrimió el bloc, temerosa:
– Tengo la lista.
– Me lo cuentas por el camino -dije, jadeando-. Ha llamado Vassily. Lo enganchamos, Virginia. Se acabó esta mierda.
– ¿Cómo que se acabó? -repuso, incrédula.
– Bueno, quizá no del todo -admití-. Pero casi.
Por el camino, mientras yo derrapaba en las curvas y acuciaba con la sirena a los atontados que por el egoísmo de progresar a toda costa en el atasco del mediodía tardaban en apartarse, Chamorro me fue leyendo la lista que le había pedido. Había causas repartidas por diversos juzgados, pero en uno de ellos se daba una llamativa coincidencia: tramitaba los dos procedimientos en que más acorralado estaba Ochaita y muchos de los putrefactos que se seguían desde hacía tiempo inmemorial contra Zaldívar.
– Muy bien -gruñí, mientras esquivaba por pelos a un foxterrier descuidadamente conducido por una quinceañera-. Todo encaja de una puta vez.
Tres calles antes de llegar, apagamos y escondimos la luz giratoria. Nos apostamos cerca de la entrada del edificio. Eran las dos y cinco, así que no debía de haber salido todavía. Llamé a la unidad y pedí hablar con el comandante Pereira. En dos palabras, le di las últimas novedades y solicité su permiso para hacer lo que en función de ellas había planeado.
– Adelante -autorizó Pereira, escueto-. Me avisáis cuando esté.
– Ya lo has oído -le dije a una estupefacta Chamorro.
La espera fue tensa, con mi ayudante mirándome de reojo y mordiéndose las uñas, mientras yo apretaba las manos al volante y me pasaba el labio por la punta de los dientes una y otra vez. A las dos y cuarto pasadas, vimos salir el coche y le identificamos a él en su interior. Le dejé unirse al tráfico y llegar hasta un semáforo. Después le hice a Chamorro la seña para que sacara la luz, aceleré a fondo y avancé quemando el asfalto por el carril contrario. Al llegar a la altura del semáforo di un volantazo y atravesé el coche delante del suyo. Pude ver su cara de estupor, mientras Chamorro abría la puerta. Ella estaba más cerca y llegó primero, justo cuando él salía.
– ¿Qué pasa? -dijo.
– Que queda detenido -anunció Chamorro, y fue a trabarle con las esposas.
Pero en ese momento él retiró la mano, se agachó y con una rapidez endiablada le descargó un codazo en el vientre a mi ayudante. Cuando yo llegué, un par de segundos después, Chamorro estaba doblada en el suelo y su agresor corría hacia la acera. Me incliné un momento sobre ella.
– ¿Estás bien?
– Ve por él, maldita sea -me recriminó, con un hilo de voz.
Salí a la carrera. Me llevaba unos treinta metros de ventaja, y por el modo en que corría, ésa era una distancia que me iba a costar acortar. Se veía que era buen deportista, no sólo por los reflejos que había tenido al deshacerse de Chamorro, sino por el golpear rítmico de sus piernas. Deduje que tendría que confiar en mi resistencia, y me esforcé en impedir que se alejara mucho. Mientras siguiera fresco, alcanzarle parecía imposible.
Dobló la esquina de uno de los edificios y se internó en una de las plazas peatonales del complejo. De pronto, al saltar una bajada de tres escalones, se torció el pie y se fue abajo aparatosamente. Lo malo de los zapatos caros, que sólo valen para pisar moquetas, reí para mis adentros.
No tuvo tiempo de ponerse en pie y recobrar el ritmo. Antes de que pudiera hacerlo, le había aferrado por los hombros y trataba de acorralarlo contra una pared donde pudiera esposarle. Pero era un duro oponente. Aunque debía de tener el tobillo hecho migas, se revolvió y me asestó un puñetazo en la cara. No sé aún cómo me las arreglé para no soltarle. Sólo recuerdo que él pegaba y pegaba, mientras yo le aferraba y trataba en vano de arrearle a mi vez. Ninguno de los escasos transeúntes que pasaban por aquel rincón de la plaza se detuvo a ayudarme. De hecho, si alguno se hubiera parado, habría preferido ayudarle a él, que vestía mucho mejor. El castigo, administrado con toda su alma por mi adversario, duró una eternidad. Justo hasta que una bendita voz femenina aulló a su espalda:
– Basta ya, subnormal.
Egea se levantó muy despacio, trastabillando sobre su tobillo lesionado, con la pistola de Chamorro clavada en la nuca.
– Las manos bien altas. Y como muevas la cabeza un milímetro, te saco el cuello de la camisa por la boca. No tengo más que enseñar a mi compañero para justificar que lo hice en legítima defensa.
Su compañero, es decir, yo, estaba sumido en una nebulosa rojiza, en la que sólo acertaba a discernir a Chamorro, con un mechón de pelo suelto, insultando a Egea de un modo que acaso por los muchos golpes recibidos: me provocó una especie de alucinación. De pronto, me parecía estar viendo a la furiosa Verónica Lake de esa escena inolvidable del principio de La mujer de fuego. Era un papel en el que no había visto nunca a Chamorro, y, me prometí que en cuanto pudiera rescataría la cinta de mi videoteca de grabaciones, para refrescarme la memoria. Distraído con ese pensamiento, tardé todavía unos segundos en comprobar el funcionamiento de mis miembros y ponerle al fin las esposas a un desencajado Rodrigo Egea.