– Levante las manos y no se mueva -dijo-. Guardia Civil.
En cuestión de segundos, doce guardias uniformados y armados hasta los dientes acudieron a la entrada y se desplegaron por el jardín. Allí les salieron al paso otros dos vigilantes. A uno de ellos le dio tiempo a sacar su arma, pero ni siquiera llegó a levantarla. La dejó caer en décimas de segundo, como si quemase, al ver los tres subfusiles que le apuntaban. Acompañando a Pereira, a quien precedían en todo momento dos miembros de la unidad de intervención, Chamorro y yo rodeamos la casa. Habíamos sorprendido a Zaldívar meditando frente a su piscina. Cuando llegamos ya estaba en pie y contemplaba con gesto atónito a los tres guardias con pasamontañas que les apuntaban a él y a su mayordomo. Un cuarto vigilante se dejaba desarmar con aire irritado y las manos muy quietas sobre la cabeza.
– ¿Qué significa esto, sargento? -dijo León, al reconocerme.
– Soy yo quien está al mando, señor -le aclaró mi jefe, antes de que me diera tiempo a contestar-. Traemos una orden judicial que nos autoriza a entrar en su domicilio y a llevarle con nosotros.
– ¿Acusado de qué?
– De asesinato.
– Dios mío -observó Zaldívar, sonriendo-. ¿Y por eso vienen con toda la Brigada Paracaidista? Eh, oiga, dígales que no rompan nada.
Uno de los nuestros acababa de abrir de una patada la puerta de atrás de la casa. En compañía de otros tres entró a inspeccionar el interior. Me acerqué a Zaldívar y le puse las esposas. León se dejó hacer, sin ofrecer resistencia, pero mientras le apresaba las muñecas preguntó, sardónico:
– ¿Cree que esto es verdaderamente necesario, o es que le sirve para dar salida a algún bajo instinto? Por cierto, ¿qué le ha pasado en la cara?
– Su chico se puso nervioso -respondí-. Y como no sé si usted también se va a poner, prefiero tomar precauciones. Por el bien de ambos.
– ¿Mi chico? -se hizo el sorprendido.
– Egea -aclaró Chamorro, pasándose la mano por las costillas.
– Hombre, Laura -la reconoció-. Me alegra mucho verte. Fue una cena muy divertida. Aunque todavía sigo esperando tu llamada.
– Ya supongo que se lo pasó bomba -dijo Chamorro, escocida-. Sáquele partido al recuerdo, porque no pienso divertirle más.
– No te entiendo, Laura -protestó Zaldívar-. Soy yo el que debería estar enfadado. Me tomaste el pelo como a un chino. O lo que es peor, como a un pobre viejo verde que se hace demasiadas ilusiones.
– Ya lo veo.
En ese momento salieron los hombres que habían entrado en la casa, con dos mujeres del servicio y con Patricia, que se revolvía contra el agente que se veía obligado a empujarla para que avanzara hacia el jardín:
– No me toques, mastuerzo.
– La casa está limpia -declaró uno de los nuestros.
Entre León y su hija, una vez que estuvieron lo bastante cerca, hubo un significativo intercambio de miradas. Pero ella no hizo ningún comentario, y él se limitó a guiñarle un ojo y a informar, tranquilamente:
– Me llevan a la cárcel, creo. No te apures, que están metiendo la pata. Llama a Jesús en seguida y dile a Ramón que se ocupe del resto de las cosas, bajo tu supervisión. Volveré dentro de unos días, dándose muy mal.
Patricia continuó sin decir nada. Ni siquiera asintió.
Decidimos llevarnos con Zaldívar a todos los vigilantes, por resistirse y para que acreditaran su permiso de armas. Al resto del servicio y a Patricia los dejamos allí. La hija de Zaldívar vio desfilar en silencio a todos los detenidos, entre ellos a su padre, y a los guardias que habían entrado a perturbar la quietud de su lujosa residencia familiar. Parecía fijarse, especialmente consternada, en cómo los más desconsiderados de los nuestros machacaban con las botas los macizos de flores o se llevaban por delante los parterres. Yo me quedé el último, y antes de que saliera, me llamó:
– Eh, sargento.
Me volví.
– Espero que esté completamente seguro de lo que está haciendo -advirtió.
– Nadie está completamente seguro de nada -repuse.
– Pese a todo, espero por su bien que usted lo esté. Porque si no, va a acordarse toda su vida de esta tarde. Se lo prometo.
– Habría jurado que no se llevaba muy bien con su padre.
– Eso demuestra que no tiene usted demasiada capacidad para comprender las cosas, y mucha menos para comprender a las mujeres -replicó, desdeñosa-. Mientras tengan a mi padre encerrado, soy el jefe de la casa. Y haré lo que tenga que hacer. Se lo aseguro. Sin reparar en gastos.
– Pues le deseo mucha suerte, señorita -dije, marcando la palabra.
Llamamos al juez y le comunicamos que habíamos llevado la operación a cabo sin contratiempos. Su señoría nos ordenó que condujéramos a los detenidos a su presencia de inmediato. Les hicimos subir a los vehículos y nos pusimos en marcha hacia Guadalajara. A Zaldívar le metimos en nuestro coche. Chamorro se acomodó junto a él en el asiento trasero y yo ocupé el del copiloto. Al volante se sentó el cabo Domingo, un vallecano militante y socarrón. Nada más arrancar, puso la sirena a todo trapo.
– Me encanta hacer ruido en un barrio como éste. Aunque sea por una vez, que se jodan. Para que luego, digan que la chusma vive en Vallecas.
Zaldívar permanecía callado, con la vista al frente. Tenía las manos entrecruzadas sobre las rodillas y parecía secretamente regocijado. Mi orgullo me movía a no dirigirle la palabra, pero no pude resistir la tentación.
– No se le ve muy afectado -dije.
– Todos los días se cometen miles de errores garrafales -respondió, impávido-. Alguna vez te tiene que tocar a ti ser la víctima de uno. Estoy tratando de afrontar la experiencia de un modo constructivo.
– No estamos cometiendo ningún error -traté de desengañarle-. Su ejecutor Egea ha confesado todo. Se pilló los dedos tontamente y parece que no le apetece mucho sentarse solo delante del jurado.
– Ah -observó Zaldívar, como si cayera en la cuenta-, éste es de los delitos que juzgan con jurado. Por eso se le ve disfrutar de ese modo. El millonario frente al populacho. Realmente es usted un hombre elemental, sargento. Pero suponiendo que lleguen a procesarme, lo que ya es mucho suponer, tendré un abogado que se ocupará de demostrar en el juicio que no hay ninguna prueba concluyente. Y el juez les dirá a esos humildes y probos ciudadanos que sólo deben condenarme si no tienen ningún género de duda de que yo soy responsable del crimen. La gente modesta es tan toscamente honrada como usted, y en este país no hay costumbre de ser jurado, ni mucha afición. No le digo que no sientan ganas de empitonarme. Por descontado. Lo que le digo es que les asustarán los remordimientos y me dejarán ir.
– No comparto su gusto por la futurología -dije-. Esperaré a ver qué pasa. Pero si le vale un consejo, no sea tan triunfalista. Hemos tardado unos pocos meses en cerrar esta investigación, como puede comprobar. No hemos estado cruzados de brazos durante todo ese tiempo.
Zaldívar acentuó aún más su indestructible sonrisa. Ahora era indulgente.
– Me fascinará saber lo que les han dado de sí todos esos meses -aseguró-. Aunque me apuesto cien millones a que no han desentrañado lo único que podría vincularme, intelectualmente, con la muerte de Trinidad Soler.
– Lo siento, pero le consta que no puedo cubrir una apuesta de ese importe -decliné su insultante ofrecimiento.
– No se preocupe. Se lo contaré gratis, como parte de mi labor social. Sí, no ponga esa cara, he dicho que voy a contárselo. No me importa hacerlo porque sé que no va a saber cómo utilizarlo. ¿Ha leído a De Quincey, sargento? -preguntó, con un brillo malicioso en la mirada.
No podía creer lo que oía. Aquel tipo estaba loco de remate o no se había enterado todavía de que le llevaban esposado, camino del juez que iba a mandarle a prisión. Opté por seguirle cautamente la corriente:
– Nunca me había tropezado con un delincuente tan preocupado por mis lecturas, señor Zaldívar. Tampoco con nadie tan asquerosamente pedante. Imagino que me supone incapaz de ello, pero si se refiere a Del asesinato considerado como una de las bellas artes, sí lo he leído.
– ¿Ah, sí? ¿Y qué le pareció?
– Una simpática pamplina, incapaz de escandalizar a nadie a estas alturas. En mi trabajo no recurro demasiado a sus enseñanzas.
– Lo subestima, sin duda -me afeó Zaldívar-. Si le hubiera prestado atención, habría observado que el asesinato de Trinidad, tal y como me lo imputa, se ajusta al milímetro a uno de los modelos de perfección propuestos por De Quincey. Primero por la víctima, que reúne los cuatro requisitos: un buen hombre, poco notorio, todavía joven y con hijos pequeños. Y después por el procedimiento: a través de persona o personas interpuestas, como el gran maestro del asesinato clásico, el Viejo de la Montaña. Porque supongo que no pretenderán sostener que lo hice personalmente.