– ¿A cuánto nos condenarían por tirar a este indeseable en marcha? -consultó Chamorro, señalándole con el pulgar izquierdo.
– Si queréis derrapo por su lado y lo empotro contra una farola -propuso Domingo, casual-. Echamos aceite en la calzada y es un accidente.
Sostuve la mirada de Zaldívar. Sus seductores ojos de color almendra, que debían de haberlo sido más en el pasado, me observaban fijamente.
– Veo que no recuerda muy bien el libro -dije, sin perder la compostura-. De Quincey censura el envenenamiento y ensalza la violencia física frontal. Veneno usaron contra Trinidad Soler, y también contra el pobre Ochaita; bastante sofisticado, pero veneno era, en definitiva. Y a la chica la liquidaron de la forma menos frontal posible. Por si eso fuera poco, incurrieron en nocturnidad, lo que su admirado autor considera una vulgaridad reprobable. La verdad, no creo que mereciera usted su felicitación.
Esta vez Zaldívar no contestó sobre la marcha. Asintió casi imperceptiblemente y su mueca arrogante se convirtió en una especie de rictus.
– No es usted tan imbécil como parece -apreció-. Por lo menos tiene memoria para retener las ideas ingeniosas de otros. Eso hace menos decepcionante este enojoso episodio, se lo confieso. Así que no es sólo por Trinidad. Veo que me imputa también una muerte natural, que a juzgar por su enigmática descripción debí provocar mediante un ritual vudú o algo semejante. Y para redondear, una chica. ¿Puedo saber quién?
– Es un poco tarde, señor Zaldívar -avisé, sin entusiasmo-. Hoy no venimos a divertirle, como le dijo antes mi compañera. Está todo destapado, incluyendo su trama en el juzgado y hasta su intento de embrollar el caso al principio, sirviéndose de uno de sus periódicos. Una maniobra inútil y que ahora le resultará comprometedora, como muchas otras cosas.
– No estoy en absoluto de acuerdo -dijo Zaldívar, meneando la cabeza-. Necesitarán algo más que unos indicios interpretados tortuosamente y la confesión de un hombre ansioso de atenuar sus culpas. Ahora le hablo en serio, sargento. Como De Quincey, cuya finalidad moral veo que le pasó por entero desapercibida, estoy convencido de la radical incorrección del asesinato. Y Trinidad Soler era mi amigo, y de lo demás no sé nada.
Traté de averiguar si lo que había en su semblante era un gesto compungido, o severo, o el más sutil de los sarcasmos. Ni sus labios rectos ni su mirada vacía arrojaban luz alguna sobre el particular. Hacía rato ya que avanzábamos por la autopista, camino de Guadalajara. Tras la espalda de Zaldívar, a quien me costaba un poco mirar desde el asiento delantero, se desataba el brusco espectáculo de un atardecer de octubre. Cuando se viene encima la oscuridad, se tiende más a evocar a los muertos. Me acordé de los tres, del insondable Trinidad, de la tierna Irina, del irascible Ochaita. Y en su nombre, aunque fuera una debilidad sentimental, formulé la pregunta:
– ¿Por qué, Zaldívar?
– Creí que tendría su teoría también para eso -anotó, con desgana.
– La tengo -admití-. La chica, porque no era nadie. Ochaita, por pura soberbia: un patán que osaba plantarle cara y meterle juicio tras juicio. Sospecho que ya estaba hasta el gorro de recibir citaciones, y a fin de cuentas era más fácil cargárselo a él que sobornar a todos los secretarios judiciales. En cuanto a Trinidad, pudo hacerlo por varios motivos. Si no admite uno, escogeré el que dice Egea. Aunque no disipe todas mis dudas.
– Lamento no poder ayudarle -dijo el detenido, distante-. Tendrá usted que completar su fantasía como Dios le dé a entender. Ya se lo he dicho y es lo que repetiré hasta que me pongan en libertad. Soy inocente.
Zaldívar hizo honor a su aseveración. Cuando le despacharon a la cárcel, poco antes de la medianoche, tras un baldío interrogatorio y un desagradable careo con Egea, seguía proclamando su inocencia y amenazándonos a todos. Eso sí, sin perder su sonrisa. Aunque le considerase un canalla, la entereza no podía negársela. Ni eso, ni su recalcitrante estilo.
Capítulo 20 EL ALQUIMISTA IMPACIENTE
Los cinco periódicos de Zaldívar, como una sola voz, proclamaban a la mañana siguiente la existencia de una sucia conspiración contra su dueño, impulsada por los turbios intereses de sus competidores y orquestada torticeramente en torno a la no aclarada muerte de una persona próxima al ejemplar empresario. Para los tres diarios más moderados, el juzgado y la Guardia Civil actuaban como ciegos e involuntarios instrumentos de la conjura. Pero los dos más combativos planteaban abiertamente la corrupción del juez y de «elementos aislados del instituto armado», recordando para ilustrar su tesis algunos casos de prevaricación judicial y de narcotráfico realizado por guardias. A propósito de Trinidad Soler volvían a arremeter contra la central nuclear, denunciando en términos ambiguos un escándalo de tráfico de material radiactivo que estaba a punto de salir a la luz. Se veía que Zaldívar, dubitativo aún sobre cómo usar aquel extremo sin que le perjudicara, no había acertado a transmitir instrucciones claras al respecto.
Pereira me mostró los titulares con una sonrisa triunfal.
– Podemos felicitarnos, Vila -dijo-. El gran cerebro ha escogido la estrategia del perdedor. Ahora sólo falta que acuse al rey y al papa, y acabarán encerrándole en una habitación con los tabiques acolchados.
– No es muy inteligente por su parte -asentí-. Pero no hay que darle por derrotado, mi comandante. Presentará batalla hasta el final. Y usted sabe como yo que no es imposible que le absuelvan.
– Es igual, Vila. Este tipo está listo, aunque se le aparezca San Pedro en el juicio y lo suelten dentro de dos años. Cuando uno pisa el talego ya no vuelve a ser el mismo. Los que hasta ayer le saludaban en las recepciones o cogían sus sobres no volverán a dejar que se les acerque a menos de un kilómetro. Y eso es como la pena de muerte, para alguien como él.
– No le digo que no tenga usted razón, mi comandante. Pero me fastidiaría mucho que todo se quedara en un peón como Egea.
Pereira me observó con aire preocupado.
– Te has involucrado demasiado en esto, Vila. Voy a tener que darte otra cosa en seguida, para que te distraigas y te olvides.
– No me vendría nada mal que me dejara disponer de un día, mi comandante -le pedí-. Todavía me quedan por cerrar algunos detalles.
Pereira pareció recelar de mi petición. Quizá porque adivinaba que no se trataba de asuntos oficiales, sino de detalles de índole más bien personal. A pesar de todo no me negó su consentimiento:
– Está bien. Un día. Aprovéchalo.
Tras despachar con Pereira, me reuní con Chamorro. Estaba completando los informes, archivando expedientes y rematando la documentación del caso. Se la veía muy satisfecha, poniéndolo todo en orden.
– ¿Has terminado la limpieza? -pregunté.
– Casi, mi sargento.
– No sé muy bien cómo voy a recordar todo esto -le confié, mientras me sentaba a la mesa contigua a la suya y me acercaba el teléfono.
– ¿Por qué?
– Por todo. Por la manera en que Zaldívar jugó con nosotros, por ejemplo. O por el tiempo que dedicamos a investigar a Trinidad sin sospechar que él era el primer asesino. Hasta fuimos a acusar a Ochaita, que en realidad era su víctima. Nunca me había equivocado tanto, creo.
– Por si te sirve de consuelo -bromeó-, no hay muchos casos en los que el asesino muera seis meses antes que la víctima.
– Gracias, Virginia -dije-. No sé qué haría sin ti.
– Ya ingeniarías algo.
– No lo digo por hoy. Ha sido una investigación difícil.
– No hay nada que agradecer -le quitó importancia-. Me gusta mi trabajo.
Mientras marcaba el primer número, aproveché que ella volvía a abstraerse en los papeles para espiarla subrepticiamente. No era extraño que alguien como yo, con algún que otro desperfecto en la personalidad, se sintiera a gusto, siempre dentro de un orden, en un trabajo como aquél. Pero que Chamorro, una criatura incontaminada y llena de aspiraciones positivas, declarase su apego al esclarecimiento de homicidios, siempre me daba que pensar. A muchos, a mí mismo antes de conocerla, les habría parecido que una chica como ella estaba incapacitada para coexistir con la realidad criminal, y que en el caso de que se obstinara en hacerlo saldría lesionada de una u otra forma. Pero Chamorro no sólo había desmentido las expectativas de quienes dudaban de sus aptitudes, sino que iba sumando casos sin que ello la afectara de manera perceptible. Y lo más pasmoso era que en el fondo seguía conservando un residuo de ingenuidad. A veces se me ocurría que quizá fuera eso, justamente, lo que la hacía más dura que nadie.