Hablé primero con Dávila. La última vez que le había llamado había sido la víspera, cuando había concertado con él la recogida de la fuente radiactiva de debajo del asiento del Lamborghini de Ochaita. Hasta el momento, conforme a mi compromiso, me las había arreglado como había podido para mantener a la central nuclear en un segundo plano; no por los propietarios de la central, a quienes nada debía, sino por aquel hombre que se la había jugado en su día para ayudarme y para convencer a sus superiores de que le dejaran hacerlo. Después de leer las alarmantes insinuaciones que aquella mañana traían los periódicos de Zaldívar, consideré obligado llamarle para garantizarle que nosotros no éramos la fuente de la noticia.
– Ni por un momento lo había supuesto -dijo Dávila, que sonaba cargado de resignación-. Tenía que acabar saltando, antes o después. Nos pondremos la chichonera y a barajar. Después de todo, ésa no es mi guerra, sino la de la gente de relaciones públicas. Yo seguiré haciendo lo de siempre.
– Me alegro, porque auguro que la campaña irá a peor -le advertí-. Al dueño de esos periódicos puede interesarle ponerles en medio a ustedes. Con fundamento o sin él, eso da igual. Ya sabe que quien invierte el dinero controla el producto, sea el que sea. Y si se monta bien comprarse un periódico es como comprarse una fábrica de verdades a medida.
– Eso sí que es un lujo, y no un yate -opinó Dávila.
– Desde luego -coincidí-. El problema es que nosotros estamos atados por el secreto del sumario. No podremos ayudarles.
– Ya se moverán mis jefes donde tengan que moverse. Tampoco hay que preocuparse más de la cuenta. Al final, la gente quiere seguir encendiendo la luz, y poniendo el vídeo, y cocinando en la vitrocerámica. Incluso los de las pancartas. Por eso existimos y seguiremos existiendo.
– A lo mejor algún día alguien encuentra una alternativa -dudé.
– Ahora está de moda el gas natural -se rió Dávila-. Efecto invernadero a lo bestia y reservas limitadas. Y el sol y el viento y todas esas cosas sirven para poner una guinda verde, pero poco más. Si le soy sincero, la energía nuclear me intimida como a cualquiera, pero no veo otro camino. No la que tenemos ahora, porque lo de los residuos es un berenjenal. O inventan reactores limpios o nos vamos al cuerno. Han enseñado a la gente a necesitar demasiadas fruslerías. Me temo que el noventa y cinco por ciento de la población de Europa occidental aceptaría la destrucción del planeta a cien años vista si ése fuera el precio de poder seguir teniendo lavadora.
Decidí interrumpir en aquel punto la conversación. El poder de convicción de Dávila estaba a punto de erosionar mi actitud más bien reticente frente a la industria para la que aquel juicioso individuo trabajaba.
– Muchas gracias por todo, señor Dávila. Ha sido un placer.
– Lo mismo digo -repuso-. Dentro de las circunstancias.
A continuación busqué en la agenda un nuevo número. Al cabo de unos segundos, tenía al otro lado de la línea, una línea llena de ruidos e interferencias, la voz siempre enérgica de Vassily Olekminsky. En primer lugar, le hice un resumen de noticias, lo bastante abstracto como para no infringir mi deber de sigilo. Luego le pedí que siguiera localizable, ya que era un testigo de cargo esencial. Le advertí del peligro que corría, por ese mismo motivo, y le ofrecí protección, si creía necesitarla. Vassily se burló:
– Oh, no, sargento, sería cosa muy graciosa que Vassily fuera a todas partes con policía. Ruina total para negocio.
– Como quieras. Pero ándate con mucho cuidado.
– Claro. ¿Puedo hacer pregunta, sargento?
– Cómo no.
– ¿Por qué hicieron eso a Irina?
A esa pregunta podía haber respondido de muchas formas. Por ejemplo, según el testimonio de Egea: que sólo pretendían utilizar a Irina como cebo y que, ante la imprevista muerte de Trinidad, habían decidido eliminarla sobre la marcha para que no hubiera testigos. O según mi teoría: que su ejecución estaba ya decidida, y que la habían elegido a ella porque creían que trayéndola desde seiscientos kilómetros de distancia, y abandonando luego su cadáver en otro sitio alejado, nadie podría unir todas las piezas. Ambas posibilidades se resumían en una: para sus asesinos, Irina no valía más que cualquier otra herramienta empleada en el crimen. Pero no era nada de eso lo que podía contarle a Vassily. Improvisé otra versión:
– El hombre al que reconociste se volvió loco. Sabía que Irina no podía ser sólo para él y así desahogó su rabia.
Tampoco era una historia inverosímil. Seguramente Egea podría haber escogido a otra chica menos adorable que Irina. Quién sabía las razones que habían pesado en él cuando la había seleccionado para morir.
– Vida es mierda de verdad grande, sargento -sollozó Vassily, al cabo de un breve silencio-. Tú dime cuando es juicio y no preocupas nada, que voy a verle cara a ese cabrón. Así puedo escupir encima.
– No creo que te dejen acercarte, Vassily.
– No importa. Escupo muy lejos -se jactó.
El resto de los asuntos pendientes no podía o no debía arreglarlos por teléfono. Tampoco había ninguna razón para que obligara a Chamorro a venir conmigo, porque ella me había ayudado a resolver el caso, pero no eran suyas las responsabilidades que se trataba de zanjar. Así que la dejé allí, terminando de clasificar todos los papeles, bajé a buscar un coche y tan pronto como lo tuve partí una vez más hacia la Alcarria.
El día estaba lluvioso y oscuro, y tanto la lluvia como la falta de luz arrojaban sobre el ánimo una murria difícil de resistir. Conduje no muy deprisa por la autopista, entre la nube de agua que el limpiaparabrisas apartaba a duras penas con su tenaz barrido. A punto estuve de pasarme el desvío que debía tomar. Mientras avanzaba por la carretera secundaria, amainó la lluvia. Apenas caía cuando aparqué junto a la fachada de la casa-cuartel.
– Hombre, Vila -me saludó Marchena, efusivo-. Ya creíamos que te habías olvidado de nosotros. Como has estado dedicado a una investigación de alto nivel, que les zurzan a los guardias de pueblo.
– Sabes que no es verdad -protesté-. Aquí estoy, para probarlo.
Le puse al corriente de los últimos acontecimientos, en parte por la deuda moral que tenía con él y su gente, y en parte por lo que le afectaba. Al menos dos de los delitos, la muerte de Trinidad y la apropiación indebida de la fuente radiactiva, habían sucedido en su demarcación.
– A pesar de todo, tienes que reconocerme que yo no estaba nada descaminado -dijo, visiblemente orgulloso-. Se lo cargaron, y la tostada se había cocinado fuera de aquí. Lo que yo decía desde el principio.
– Eso parece -observé-. Pero el único que hasta ahora ha confesado jura que lo de Trinidad fue un accidente. Que sólo querían hacerle unas fotos.
– ¿Y qué va a jurar? Mira, Vila, a mí el tarro no me dará para estudiar latín, pero sí para ver estas cosas. Igual que sabía que la faena no era obra de mis vecinos, te digo que a ese desgraciado lo quisieron quitar de la circulación. ¿Unas fotos? ¿Y dónde estaba el fotógrafo?
– Eso es lo que yo pienso, también -asentí.
Marchena insistió en que tomara un café, lo que hizo que fueran ya las doce pasadas cuando volví a subir al coche y emprendí viaje hacia la última estación de mi recorrido. No encontré en su casa a Blanca Díez. Según me dijo la chica que me abrió la puerta, había aprovechado que acababa de escampar para ir al cementerio. Le pedí que me indicara cómo llegar.
El cementerio era bastante pequeño. Tenía una zona antigua, con algunas tumbas con las lápidas medio borradas. Al paso me fijé en una que carecía de lápida, pero que ostentaba un cartel metálico, muy limpio, que proclamaba que era de propiedad. Mejor tener descendientes celosos que el mejor de los mármoles. El muro del fondo del viejo recinto lo habían echado abajo y prolongando los muros laterales habían construido una nuevo unos cincuenta metros más allá. En este espacio recién conquistado, y apenas colonizado por una decena de sepulcros, encontré a Blanca, erguida ante uno de ellos. Había depositado sobre la lápida unos claveles blancos. La leyenda de la tumba no era originaclass="underline" Tus hijos y tu esposa no te olvidan.