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Es algo que me pasa pocas veces y que quizá no debería pasarme jamás mientras estoy investigando una muerte. Pero aquel Dávila mostraba una franqueza y un sentido común que me gustaban. Me predisponía mucho a su favor aquella forma de razonar, solvente y directa a la vez.

– ¿Sería entonces correcto decir que Trinidad Soler no vivía por encima de sus posibilidades? -pregunté, ya que habíamos llegado ahí.

– Si se ha informado, sabrá que tenía un BMW, y además la casa nueva, y el piso en el que vivía antes en Guadalajara -resumió Dávila, con una tenue sonrisa-. Pero debo admitir que todo eso estaba a su alcance.

– No está mal este invento de la energía nuclear -exclamé, sin poder contenerme-. Si pagan así a todos, creo que voy a pedir la baja en el Cuerpo y voy a pedirles que me dejen llevarles la garita de la puerta.

– Se lo debemos a los sindicatos -bromeó azoradamente Sobredo-. Por lo que se fajan al negociar el plus de peligrosidad. Algo bueno tenía que tener que los periódicos estén todo el día asustando con estas centrales. Pero tampoco hay que exagerar. Aquí nadie se hace millonario.

– Lo que me gustaría saber, sargento -intervino de pronto el abogado-, es lo que anda usted persiguiendo. Creía que la víctima era el pobre Trinidad. Parece que buscara meterle a él en la cárcel.

– Señor Sanz… -empecé a decir.

– Sáenz-Somontes.

– Eso, Sáenz. Mi compañera y yo hemos venido aquí esta mañana a pedirles sólo unas informaciones. Si necesitamos consejo sobre cómo llevar adelante una investigación criminal, no dudaremos en recabar su parecer.

– Lo que digo es que no debería olvidar a quién sirve insistió, arrogante.

– Puede estar usted seguro de que no me olvido, señor letrado -respondí, de mala gana-. Por eso no quisiera robarles más tiempo del indispensable. Así que, volviendo al meollo, hay otra cosa que necesitamos que nos expliquen. No terminamos de entender muy bien a qué se dedicaba el difunto.

– Eso de la protección radiológica -apuntó mi ayudante.

Sobredo volvió a invitar con un gesto a Dávila para que contestara.

– Básicamente -dijo el jefe de operación- se trata de cuidar de que el personal que trabaja en zonas expuestas o manipula residuos no reciba dosis de radiación superiores a las autorizadas. Tenemos una serie de sistemas para controlar y prevenir ese riesgo. Trinidad era responsable de esos sistemas.

– Un trabajo cualificado, por lo que veo -aprecié-. Y comprometido.

– Todos aquí lo son -constató Dávila, con naturalidad-. Hacemos funcionar una máquina un poco complicada.

– Ya me voy percatando. Debe de darles muchos quebraderos de cabeza.

– Alguno. Pero por suerte nunca hemos tenido un incidente grave.

– Sin embargo, no es eso lo que decía hoy la prensa.

– ¿Lo ve, sargento? -saltó el abogado, triunfal-. Está usted intoxicado.

– Me limito a citar lo que dicen los periódicos -repuse, imperturbable.

– La central ha tenido los problemas corrientes en la explotación de cualquier instalación de esta envergadura -aseveró Sobredo-. Todos han sido comunicados a las autoridades competentes en tiempo y forma y debidamente resueltos con arreglo a la legislación aplicable. Tenemos registros y nos someten a inspecciones continuas. No tenemos nada que ocultar.

– Aja. ¿Y afectó alguno de esos problemas al área del señor Soler?

– No -dijo Dávila, categórico-. En toda la historia operativa de la central nadie ha recibido nunca dosis que superaran lo permitido.

Alargamos la conversación con algunas otras preguntas, pero ninguna de ellas nos descubrió mucho más. Al fin nos levantamos y nuestros tres interlocutores nos acompañaron hasta la puerta. Desde allí Chamorro y yo nos quedamos contemplando durante unos segundos la central.

– Si quieren visitarla por dentro, no hay inconveniente -ofreció Sobredo.

– Verían que no es tan siniestra -aseguró el abogado.

– No, muchas gracias -decliné la invitación-. Tenemos trabajo. Pero hay algo que me pica la curiosidad y que no me voy a ir sin preguntarles. La humareda que sale de esas dos chimeneas anchas, ¿qué es?

– No son chimeneas -dijo Dávila, bajando un poco los ojos, como si no quisiera parecer pedante-. Son torres de refrigeración. Sirven para enfriar el agua del circuito abierto. Esa agua absorbe el calor de un circuito cerrado, que recibe a través de un tercer circuito la energía térmica producida en el núcleo del reactor. Resulta un poco enrevesado cuando se cuenta, pero así es como está organizado. Para evitar fugas de radiactividad.

Escuchar a aquel hombre le inundaba a uno de paz. Si era él quien pilotaba la nave, parecía inconcebible que dejaran de tomarse todas las precauciones necesarias. Su falta de retórica, la pulcritud con que se ceñía a lo concreto, hasta el austero afecto que parecía sentir por aquel peligroso ingenio que manejaba, inspiraban una confianza casi irresistible.

– Entonces, el humo… -dudé aún.

– Agua -declaró, risueño-. Nada más que vapor de agua.

Capítulo 4 ALGUIEN DE SU LADO

Mientras la silueta gris de la central nuclear se iba haciendo cada vez más pequeña en el retrovisor del coche patrulla, le pregunté a Chamorro:

– ¿Qué opinas?

Mi ayudante se tomó unos segundos para meditar su respuesta.

– Pues que no hemos avanzado un milímetro -dijo.

– ¿Por qué?

– Si hemos de creerles, todo estaba y está demasiado en orden. Eso puede consolarlos a ellos, pero nosotros seguimos teniendo un cadáver.

– Quizá sea cierto que todo está en orden -sugerí.

– ¿Ésa es tu conclusión?

– Vayamos por partes -propuse-. Sobredo es el hombre al que pagan por dar una cara asequible y cordial, así que podemos prescindir de todo lo que nos ha dicho. El que interesa es el jefe de operación, por lo que hace, y porque lleva jersey, lo que quiere decir que entre sus prioridades no se cuenta la de ofrecer una imagen. Y la verdad es que parece un individuo bastante sólido. Si así es la gente que aprieta los botones, no creo que haya razones para pensar que estén haciendo funcionar ese trasto atómico de forma irresponsable. La única temeridad que podemos imputarles, por ahora, es la de tener a ese abogado para representar sus intereses. Si hubiera representado los de María Goretti, habría logrado que la acusaran de ir provocando.

– Mira que eres bestia -me afeó Chamorro, que tenía conocimientos sobre vidas de santas, algo inusual para su edad.

– Mujer, es una broma -me excusé-. El caso es que tampoco hay que condenarlos por el abogado. Será hijo de alguien.

– O sea, que tu hipótesis es que la central nuclear no tiene nada que ver.

– Lo era antes de venir, y lo seguirá siendo hasta que aparezca algo que me obligue a rectificar -admití-. Simplemente, Chamorro, no puedo imaginarme a la clase de personas que trabaja ahí organizando un crimen, y ejecutándolo de la forma en que habría sido ejecutado éste. Resulta demasiado estrambótico, aunque comprendo que a alguien se le caliente la boca delante de la grabadora de un periodista. Es una central nuclear, de acuerdo, ¿y qué? Los que la llevan son empleados, como cualquier otro, con la única diferencia de que están un poco mejor pagados. Y en cuanto a eso, estoy de acuerdo con Marchena. Razón de más para pensar que preferirán disfrutar en paz de sus BMW y viajar al Caribe, en vez de planear asesinatos.

– ¿Entonces qué? ¿Pasamos?

No, Chamorro. En este negocio nuestro no se puede pasar de nada. No estaría de más que tratásemos de enterarnos mejor de ese historial problemático de la central. Dedicaremos a ello la tarde, por ejemplo.

Eso fue lo que hicimos. Regresamos a Madrid y buceamos durante unas horas en la hemeroteca. De todos y cada uno de los hechos de los que había sido protagonista la central nuclear en los últimos años había profusa información. Primero la noticia, después los comentarios, y por último las comparecencias de las autoridades de seguridad nuclear en el Parlamento. También se reseñaban las marchas de los ecologistas, las manifestaciones y las protestas de toda índole. Por lo que Chamorro y yo pudimos deducir, los problemas habían sido bastante leves, como nos había asegurado Sobredo. Alguna avería de maquinaria eléctrica, algunos errores menores de diseño, algunos fallos en procedimientos y manuales. En sus explicaciones a los parlamentarios, las autoridades minimizaban siempre su importancia, e insistían machaconamente en que jamás había habido riesgo para los trabajadores de la planta y mucho menos para la población en general.