La bendición de las autoridades era reconfortante, pero no disipaba todas las dudas. Aunque Chamorro conocía la diferencia entre la fisión y la fusión nuclear, ambos éramos profanos en la materia. Por eso, nunca podríamos saber si los detalles que discutían los peritos en su jerga impenetrable, y que a nuestros ojos no tenían mayor relevancia, podían generar en alguien avisado alguna intranquilidad. Tampoco podíamos estar seguros, por otra parte, de que no hubiera otros incidentes que no hubieran trascendido, y en los que Trinidad Soler hubiera podido verse envuelto. El jefe de operación había denegado con presteza y convicción esa posibilidad, pero mi simpatía por Dávila no me llevaba a concederle un crédito ilimitado.
Sin embargo, el investigador es, ante todo, un gestor de probabilidades. Por mucha capacidad y mucho entusiasmo que se tenga, no puede correrse en todas direcciones a la vez. La única técnica factible consiste en desperdiciar la menor cantidad posible de esfuerzo, sin dejar de sondear todas las pistas que ofrecen alguna perspectiva. Así que resolvimos dejar en aquel punto, por el momento, el asunto de la central nuclear, y volvimos nuestros ojos hacia algo importante que aún no habíamos atendido.
La voz de la viuda de Trinidad Soler, cuando aquella noche hablé con ella, no me pareció la de una persona apocada. Sonaba amarga, como correspondía, pero a la vez diáfana y llena de vigor. Era bastante grave, lo que siempre me afecta un poco, tratándose de una mujer. Las mujeres de voz grave me recuerdan infaliblemente a Lauren Bacall en El sueño eterno. Lo que más me admira del Marlowe que en esa película compone Humphrey Bogart, algo deficitario en ciertos aspectos, es que sea capaz de aguantarle la mirada y el pulso a una hembra de tal calibre.
Según mis notas, la mujer de Trinidad se llamaba Blanca Díez. Me dirigí a ella muy respetuosamente, anteponiéndole el doña y demás. Cuando le propuse ir a verla a la mañana siguiente, me respondió:
– Mentiría si dijera que tendré mucho gusto en recibirle. Lo único que quiero, sabe usted, es poder dejar de pensar en todo esto. A veces siento que me va a estallar La cabeza, de tanto pensar. Pero venga cuando le parezca; quiero decir, cuanto antes. Cuanto antes mejor.
Le prometí que estaríamos allí hacia media mañana, que me pareció una hora no demasiado incorrecta. Así se lo comuniqué a Chamorro, a quien llamé a su casa para organizar la jornada siguiente.
– Muy bien -tomó nota-. ¿De uniforme otra vez?
– No -decidí-. Vamos a empezar a ser un poco menos visibles.
De acuerdo.
A través del teléfono escuché la música que Chamorro tenía puesta de fondo. Era un disco de Chet Baker que yo le había regalado por navidades, porque de vez en cuando no está de más que los jefes tengan algún gesto hacia sus subordinados (o ése era el camelo que había tratado de venderme a mí mismo como justificación). Reconocí la canción que sonaba. Era, cómo no, But not for me. Cuando interrumpí la comunicación, aquella melodía se me quedó dando vueltas dentro del cráneo. Nunca había estado en el piso de Chamorro, y nada me inclinaba a creer en la conveniencia de intentar que eso cambiara. Pero comprobar que mi viejo amigo Chet no sólo estaba allí, sino que se las había arreglado para hacerse un hueco en su corazón, me produjo a la vez una íntima satisfacción y una turbia envidia.
Cuando llega la noche y me noto a merced de sentimientos contradictorios; cuando, de noche o de día, me doy cuenta de que me tropiezo con dificultades insalvables para resolver mi tarea; o sencillamente, cuando no entiendo qué demonios pinto en el mundo, nada me alivia más que una dosis de trabajo manual. Según leí en alguna parte, los antiguos hebreos siempre enseñaban a sus hijos un oficio, incluso si aspiraban a que cultivaran su intelecto, o sobre todo en ese caso, porque creían (no sin perspicacia) que todo hombre instruido que no supiera trabajar con las manos acabaría convirtiéndose en un bribón. Por mi parte, y no debe achacarse a la negligencia de mi madre, sino a su situación algo apurada, nunca aprendí un oficio. A decir verdad, tampoco recibí una instrucción exquisita, pero como de un modo u otro me gano la vida con el cerebro, hube de ocuparme de buscar por mi cuenta algo que pudiera hacer con las manos. Y lo encontré.
Aquella noche, como otras, di en distraer el insomnio con mis pinceles. Para la ocasión escogí una pieza selecta, una rareza que había descubierto hacía poco en una tienda especializada. Se trataba de un cazador del regimiento de caballería Alcántara, aniquilado hasta el último hombre en Monte Arruit en el verano de 1921. Por aquellas fechas mi afición a los soldados de plomo me había permitido formar ya un nutrido ejército de combatientes derrotados (requisito único, pero inexcusable para entrar en mi colección): desde un guerrero espartano de Leónidas hasta un desaliñado miliciano de la Columna Durruti. Pocos podían, sin embargo, compararse a aquella figura con el uniforme hecho jirones que observaba cabizbaja, sable en mano, a su caballo agonizante. Sería, quizá, una tara adquirida a fuerza de indagar la vida de quienes mordían el polvo, pero lo cierto era que cada día me sentía más ajeno a los triunfadores y más próximo a los humillados. No sólo era que casi siempre me cayeran mejor; también tenía un aspecto práctico. Quien busca el trato del opulento a menudo no saca nada de ello, o cosecha frutos agrios y dudosos. Mi silencioso homenaje de aquella noche a los desdichados cazadores de Alcántara, en cambio, logró apaciguar mi espíritu. Y mientras trataba de conseguirle al cazador la expresión de ojos que la escena requería, me acordé de Trinidad Soler, que al margen de lo feliz o infeliz que hubiera sido en vida, ahora pertenecía también al bando de los vencidos. Eso significaba que nadie, más allá de la frase piadosa o del elogio fúnebre, deseaba ya realmente estar junto a él. Ni siquiera su viuda, que sólo quería olvidarle y dejar de pensar. Por si le valía como consuelo, aunque sé o temo que un muerto ya no es nada, aquella noche le prometí a Trinidad que pasara lo que pasara siempre quedaría alguien de su lado. Si los demás podían o debían abandonarle, yo tenía la obligación de ocuparme de él.
Al final dormí dos o tres horas, lo que me obligó a ingerir unos cuantos cafés antes de poder empezar a considerar que mi mente estaba en condiciones de dar algún rendimiento. Nada más llegar a la oficina me tropecé con los primeros desafíos para mi paupérrimo estado. Los periódicos nacionales habían entrado a saco en el suceso. Alguien debía de haber hablado con el recepcionista, porque la maciza rusa ya aparecía en escena, con todo su potencial morboso. Algunos diarios habían hecho, además, el mismo ejercicio que Chamorro y yo la tarde anterior. Habían rastreado en sus archivos y ofrecían, resumido, el historial de incidentes de la central.
– ¿Qué te parece? -me preguntó Chamorro.
Se la veía dispuesta y fresca, como todas las mañanas, Aquel día, además, traía el pelo un poco húmedo. Gracias al agua su cabellera parecía más oscura y recogida, lo que daba a su rostro un aire de especial despejo.
– Me parece que tengo que ir a hablar con Pereira -farfullé.
El comandante me recibió con gafas oscuras. Ante mi estupor, porque el día estaba más bien cubierto, me informó, malhumorado:
– Me ha salido un orzuelo.
Lo tomé por un mal presagio, pero no hubo sangre. Le conté lo que temamos y lo que nos faltaba. Se mostró comprensivo. A fin de cuentas, sólo llevábamos día y medio de investigación y no podían esperarse resultados concluyentes. Pero antes de despedirme, Pereira me recomendó:
– Apóyate en nuestra gente de la zona. Que remuevan cielo y tierra, a ver si encuentran a alguien que le viera con la rusa, o lo que fuera.
– Lo haré, mi comandante.
– Yo aguantaré aquí lo que caiga. En el fondo, si te soy sincero, me importa un rábano. Ya estoy cansado de chupatintas histéricos. Lo que de verdad me preocupa ahora es que se me ponga bueno el ojo.