Desde el lugar donde estaba, notó por primera vez que el cabello del Mercader le recordaba bastante al del viejo rey. Y se acordó de la sonrisa del pastelero el primer día en Tánger, cuando no tenía adonde ir ni qué comer; también aquella sonrisa hacía recordar al viejo rey.
«Como si él hubiera pasado por aquí y hubiera dejado una marca — pensó —. Y cada persona hubiera conocido ya a ese rey en algún momento de su vida. Al fin y al cabo, él dijo que siempre aparecía para quien vive su Leyenda Personal.»
Salió sin despedirse del Mercader de Cristales. No quería llorar porque la gente lo podía ver. Pero sabía que iba a sentir nostalgia de todo aquel tiempo y de todas las cosas buenas que había aprendido. Sin embargo, ahora tenía más confianza en sí mismo y ánimos para conquistar el mundo.
«Pero estoy volviendo a los campos que ya conozco para conducir otra vez las ovejas.» Ya no estaba tan contento con su decisión; había trabajado un año entero para realizar un sueño y cada minuto que pasaba ese sueño iba perdiendo importancia. Quizá porque no era su sueño.
«Quién sabe si no es mejor ser como el Mercader de Cristales; él nunca irá a La Meca y vivirá con la ilusión de conocerla.» Pero estaba sosteniendo a Urim y Tumim en sus manos, y estas piedras le traían la fuerza y la voluntad del viejo rey. Por una coincidencia (o una señal, pensó el muchacho) llegó al bar donde había entrado el primer día. No estaba el ladrón, y el dueño le trajo una taza de té.
«Siempre podré volver a ser pastor — pensó el muchacho —. Aprendí a cuidar las ovejas y nunca más me olvidaré de cómo son. Pero tal vez no tenga otra oportunidad de llegar hasta las Pirámides de Egipto. El viejo tenía un pectoral de oro y conocía mi historia. Era un rey de verdad, un rey sabio.»
Estaba apenas a dos horas de barco de las llanuras andaluzas, pero había un desierto entero entre él y las Pirámides. El muchacho quizá contempló esta otra manera de enfocar la misma situación: en realidad, estaba dos horas más cerca de su tesoro. Aunque para caminar estas dos horas hubiera tardado un año entero.
«Sé por qué quiero volver a mis ovejas. Yo ya las conozco; no dan mucho trabajo, y pueden ser amadas. No sé si el desierto puede ser amado, pero es el desierto que esconde mi tesoro. Si no consigo encontrarlo, siempre podré volver a casa. Por lo pronto la vida me ha dado suficiente dinero, y tengo todo el tiempo que necesito; ¿por qué no?»
En aquel momento sintió una alegría inmensa. Siempre podía volver a ser pastor de ovejas. Siempre podía volver a ser vendedor de cristales. Tal vez el mundo escondiera otros muchos tesoros, pero él había tenido un sueño repetido y había encontrado a un rey. Esas cosas no le sucedían a cualquiera.
Cuando salió del bar estaba muy contento. Se había acordado de que uno de los proveedores del Mercader traía los cristales en caravanas que cruzaban el desierto. Mantuvo a Urim y Tumim en las manos; gracias a aquellas dos piedras había reemprendido el camino hacia su tesoro.
«Siempre estoy cerca de los que viven su Leyenda Personal», había dicho el viejo rey.
No costaba nada ir hasta el almacén y averiguar si las Pirámides estaban realmente muy lejos.
El Inglés estaba sentado en el interior de una edificación que olía a animales, a sudor y a polvo. Aquello no se podía considerar un almacén; apenas era un corral. «Toda mi vida para tener que pasar por un lugar como éste — pensó mientras hojeaba distraído una revista de química —. Diez años de estudio me conducen a un corral.»
Pero era necesario seguir adelante. Tenía que creer en las señales. Durante toda su vida, sus estudios se concentraron en la búsqueda del lenguaje único hablado por el Universo. Primero se había interesado por el esperanto, después por las religiones y finalmente por la Alquimia. Sabía hablar esperanto, entendía perfectamente las diversas religiones, pero aún no era Alquimista. Es verdad que había conseguido descifrar cosas importantes. Pero sus investigaciones llegaron hasta un punto a partir del cual no podía progresar más. Había intentado en vano entrar en contacto con algún alquimista. Pero los alquimistas eran personas extrañas, que sólo pensaban en ellos mismos, y casi siempre rehusaban ayudar a los demás. Quién sabe si no habían descubierto el secreto de la Gran Obra — llamada Piedra Filosofal — y por eso se encerraban en su silencio.
Ya había gastado parte de la fortuna que su padre le había dejado buscando inútilmente la Piedra Filosofal. Había consultado las mejores bibliotecas del mundo y comprado los libros más importantes y más raros sobre Alquimia. En uno de ellos descubrió que, muchos años atrás, un famoso alquimista árabe había visitado Europa. Decían de él que tenía más de doscientos años, que había descubierto la Piedra Filosofal y el Elixir de la Larga Vida. El Inglés se quedó impresionado con la historia. Pero no habría pasado de ser una leyenda más si un amigo suyo, al volver de una expedición arqueológica en el desierto, no le hubiese hablado de la existencia de un árabe que tenía poderes excepcionales.
— Vive en el oasis de al — Fayum — dijo su amigo —. Y la gente dice que tiene doscientos años y que es capaz de transformar cualquier metal en oro.
El Inglés no cabía en sí de tanta emoción. Inmediatamente canceló todos sus compromisos, juntó sus libros más importantes y ahora estaba allí, en aquel almacén parecido a un corral, mientras allá afuera una inmensa caravana se preparaba para cruzar el Sahara. La caravana pasaba por al — Fayum.
«Tengo que conocer a ese maldito Alquimista», pensó el Inglés. Y el olor de los animales se hizo un poco más tolerable.
Un joven árabe, también cargado de bolsas, entró en el lugar donde estaba el Inglés y lo saludó.
— ¿Adonde va? — preguntó el joven árabe.
— Al desierto — repuso el Inglés, y volvió a su lectura. Ahora no quería conversar. Tenía que recordar todo lo que había aprendido durante diez años, porque el Alquimista seguramente lo sometería a alguna especie de prueba.
El joven árabe sacó un libro escrito en español y empezó a leer. «iQué suerte!», pensó el Inglés. Él sabía hablar español mejor que árabe, y si este muchacho fuese hasta al — Fayum tendría a alguien con quien conversar cuando no estuviese ocupado en cosas importantes.
«Tiene gracia — pensó el muchacho mientras intentaba leer otra vez la escena del entierro con que comenzaba el libro —. Hace casi dos años que empecé a leerlo y no consigo pasar de estas páginas.» Aunque no había un rey que lo interrumpiera, no conseguía concentrarse. Aún tenía dudas respecto a su decisión. Pero se daba cuenta de una cosa
importante: las decisiones eran solamente el comienzo de algo. Cuando alguien tomaba una decisión, estaba zambulléndose en una poderosa corriente que llevaba a la persona hasta un lugar que jamás hubiera soñado en el momento de decidirse.
«Cuando resolví ir en busca de mi tesoro, nunca imaginé que llegaría a trabajar en una tienda de cristales — se dijo el muchacho para confirmar su razonamiento —. Del mismo modo, el hecho de que me encuentre en esta caravana puede ser una decisión mía, pero el curso que tomará será siempre un misterio.»
Frente a él había un europeo que también iba leyendo. Era antipático y le había mirado con desprecio cuando él entró. Podían haberse hecho buenos amigos, pero el europeo había interrumpido la conversación.
El muchacho cerró el libro. No quería hacer nada que le hiciese parecerse a aquel europeo. Sacó a Urim y Tumim del bolsillo y comenzó a jugar con ellos.
El extranjero dio un grito:
— ¡Un Urim y un Tumim!