«Maktub — añadió —. Si yo soy parte de tu Leyenda, tú volverás un día.
El muchacho se quedó triste tras el encuentro con Fátima. Se acordaba de mucha gente que había conocido. A los pastores casados les costaba mucho convencer a sus esposas de que debían andar por los campos. El amor exigía estar junto a la persona amada.
Ai día siguiente contó todo esto a Fátima.
— El desierto se lleva a nuestros hombres y no siempre los devuelve — dijo ella —. Entonces nos acostumbramos a esto. Y ellos pasan a existir en las nubes sin lluvia, en los animales que se esconden entre las piedras, en el agua que brota generosa de la tierra. Pasan a formar parte de todo, pasan a ser el Alma del Mundo.
«Algunos vuelven. Y entonces todas las mujeres se alegran, porque los hombres que ellas esperan también pueden volver algún día. Antes yo miraba a esas mujeres y envidiaba su felicidad. Ahora yo también tendré una persona a quien esperar.
«Soy una mujer del desierto, y estoy orgullosa de ello. Quiero que mi hombre también camine libre como el viento que mueve las dunas. También quiero poder ver a mi hombre en las nubes, en los animales y en el agua.
El muchacho fue a buscar al Inglés. Quería hablarle de Fátima. Se sorprendió al ver que el Inglés había construido un pequeño horno al lado de su tienda. Era un horno extraño, con un frasco transparente encima. El Inglés alimentaba el fuego con leña, y miraba el desierto. Sus ojos parecían brillar más cuando pasaba todo el tiempo leyendo libros.
— Ésta es la primera fase del trabajo — dijo —. Tengo que separar el azufre impuro. Para esto, no puedo tener miedo de fallar. El miedo a fallar fue lo que me impidió intentar la Gran Obra hasta hoy. Es ahora cuando estoy empezando lo que debería haber comenzado diez años atrás. Pero me siento feliz de no haber esperado veinte años para esto.
Y continuó alimentando el fuego y mirando el desierto. El muchacho se quedó junto a él un rato, hasta que el desierto comenzó a ponerse rosado con la luz del atardecer. Entonces sintió un inmenso deseo de ir hasta allí, para ver si el silencio conseguía responder a sus preguntas.
Caminó sin rumbo por algún tiempo, manteniendo las palmeras del oasis al alcance de sus ojos. Escuchaba el viento, y sentía las piedras bajo sus pies. A veces encontraba alguna concha y sabía que aquel desierto, en una época remota, había sido un gran mar. Después se sentó sobre una piedra y se dejó hipnotizar por el horizonte que tenía delante de él. No conseguía entender el Amor sin el sentimiento de posesión; pero Fátima era una mujer del desierto, y si alguien podía enseñarle esto era el desierto.
Se quedó así, sin pensar en nada, hasta que presintió un movimiento sobre su cabeza. Miró hacia el cielo y vio que eran dos gavilanes que volaban muy alto.
El muchacho observó a los gavilanes, y los dibujos que trazaban en el cielo. Parecía una cosa desordenada y, sin embargo, tenían algún sentido para él. Sólo que no conseguía comprender su significado. Decidió que debía acompañar con los ojos el movimiento de los pájaros, y quizá entonces pudiera leer algo. Tal vez el desierto pudiera explicarle el amor sin posesión.
Empezó a sentir sueño. Su corazón le pidió que no se durmiera: por el contrario, debía entregarse. «Estaba penetrando en el Lenguaje del Mundo y todo en esta tierra tiene sentido, incluso el vuelo de los gavilanes», dijo. Y aprovechó la ocasión para agradecer el hecho de estar lleno de amor por una mujer. «Cuando se ama, las cosas adquieren aún más sentido», pensó.
De repente, un gavilán dio una rápida zambullida en el cielo y atacó al otro. Cuando hizo este movimiento, el muchacho tuvo una súbita y rápida visión: un ejército, con las espadas desenvainadas, entraba en el oasis. La visión desapareció en seguida, pero aquello le dejó sobresaltado. Había oído hablar de los espejismos, y ya había visto algunos: eran deseos que se materializaban sobre la arena del desierto. Sin embargo, él no deseaba que ningún ejército invadiera el oasis.
Decidió olvidar todo aquello y volver a su meditación. Intentó nuevamente concentrarse en el desierto color de rosa y en las piedras. Pero algo en su corazón lo mantenía intranquilo.
«Sigue siempre las señales», le había dicho el viejo rey. Y el muchacho pensó en Fátima. Se acordó de lo que había visto, y presintió lo que estaba a punto de suceder.
Con mucha dificultad salió del trance en que había entrado. Se levantó y comenzó a caminar en dirección a las palmeras. Una vez más percibía el múltiple lenguaje de las cosas: esta vez, el desierto era seguro, y el oasis se había transformado en un peligro.
El camellero estaba sentado al pie de una datilera, contemplando también la puesta del sol. Vio salir al muchacho de detrás de una de las dunas.
— Se aproxima un ejército — dijo —. He tenido una visión.
— El desierto llena de visiones el corazón de un hombre — repuso el camellero.
Pero el muchacho le explicó lo de los gavilanes: estaba contemplando su vuelo cuando se había sumergido de repente en el Alma del Mundo.
El camellero permaneció callado; entendía lo que el muchacho decía. Sabía que cualquier cosa en la faz de la tierra puede contar la historia de todas las cosas. Si abriese un libro en cualquier página, o mirase las manos de las personas, o las cartas de la baraja, o el vuelo de los pájaros, o fuera lo que fuese, cualquier persona encontraría alguna conexión de sentido con alguna situación que estaba viviendo. Pero en verdad, no eran las cosas las que mostraban nada; eran las personas que, al mirarlas, descubrían la manera de penetrar en el Alma del Mundo.
El desierto estaba lleno de hombres que se ganaban la vida porque podían penetrar con facilidad en el Alma del Mundo. Se les conocía con el nombre de Adivinos, y eran muy temidos por las mujeres y los ancianos. Los Guerreros raramente los consultaban, porque era
imposible entrar en una batalla sabiendo cuándo se va a morir. Los Guerreros preferían el sabor de la lucha y la emoción de lo desconocido. El futuro había sido escrito por Alá, y cualquier cosa que hubiese escrito era siempre para el bien del hombre. Entonces los Guerreros apenas vivían el presente, porque el presente estaba lleno de sorpresas y ellos tenían que vigilar muchas cosas: dónde estaba la espada del enemigo, dónde estaba su caballo, cuál era el próximo golpe que debía lanzar para salvar la vida.
El camellero no era un Guerrero, y ya había consultado a algunos Adivinos. Muchos le habían dicho cosas acertadas, otros, cosas equivocadas. Hasta que uno de ellos, el más viejo (y el más temido) le preguntó por qué estaba tan interesado en saber su futuro.
— Para poder hacer las cosas — repuso el camellero —. Y cambiar lo que no me gustaría que sucediera.
— Entonces dejará de ser tu futuro — replicó el Adivino.
— Entonces tal vez quiero conocer el futuro para prepararme para las cosas que vendrán.
— Si son cosas buenas, cuando lleguen serán una agradable sorpresa — dijo el Adivino —. Y si son malas, empezarás a sufrir mucho antes de que sucedan.
— Quiero conocer el futuro porque soy un hombre — dijo el camellero al Adivino —. Y los hombres viven en función de su futuro.
El Adivino guardó silencio unos instantes. Él era especialista en el juego de varillas, que se arrojaban al suelo y se interpretaban según la manera en que caían. Aquel día él no lanzó las varillas, sino que las envolvió en un pañuelo y las volvió a colocar en el bolsillo.
— Me gano la vida adivinando el futuro de las personas — dijo —. Conozco la ciencia de las varillas y sé cómo utilizarla para penetrar en este espacio donde todo está escrito. Allí puedo leer el pasado, descubrir lo que ya fue olvidado y entender las señales del presente.