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— No soy yo. Es el otro extranjero, el Inglés. Él es quien lo estaba buscando.

— Él debe encontrar otras cosas antes de encontrarme a mí. Pero está en el camino adecuado: ya ha empezado a contemplar el desierto.

— ¿Y yo?

— Cuando se quiere algo, todo el Universo conspira para que esa persona consiga realizar su sueño — dijo el Alquimista repitiendo las palabras del viejo rey. El muchacho lo comprendió: otro hombre estaba en su camino para conducirlo hacia su Leyenda Personal.

— Entonces, ¿usted me enseñará?

— No. Tú ya sabes todo lo que necesitas. Sólo te voy a ayudar a que puedas seguir en dirección a tu tesoro.

— Pero hay una guerra entre los clanes — repitió el muchacho.

— Yo conozco el desierto.

— Ya encontré mi tesoro. Tengo un camello, el dinero de la tienda de cristales y cincuenta monedas de oro. Puedo ser un hombre rico en mi tierra.

— Pero nada de esto está cerca de las Pirámides — dijo el Alquimista.

— Tengo a Fátima. Es un tesoro mayor que todo lo que conseguí juntar.

— Ella tampoco está cerca de las Pirámides.

Se comieron los gavilanes en silencio. El Alquimista abrió una botella y vertió un líquido rojo en el vaso del muchacho. Era vino, uno de los mejores vinos que había tomado en su vida. Pero el vino estaba prohibido por la Ley.

— El mal no es lo que entra en la boca del hombre — dijo el Alquimista —. El mal es lo que sale de ella.

El muchacho empezó a sentirse alegre con el vino. Pero el Alquimista le inspiraba miedo. Se sentaron fuera de la tienda contemplando el brillo de la luna, que ofuscaba a las estrellas.

— Bebe y distráete un poco — dijo el Alquimista, que se había dado cuenta de que el chico se iba poniendo cada vez más alegre —. Reposa como un guerrero reposa siempre antes del combate. Pero no olvides quetu corazón está junto a tu tesoro. Y debes hallar tu tesoro para que todo esto que descubriste durante el camino pueda tomar sentido.

«Mañana vende tu camello y compra un caballo. Los camellos son traicioneros: andan miles de pasos y no dan ninguna señal de cansancio. De repente, sin embargo, se arrodillan y mueren. El caballo se va cansando poco a poco. Y tú siempre podrás saber lo que puedes exigirle, o en qué momento va a morir.

A la noche siguiente, el muchacho apareció con un caballo en la tienda del Alquimista. Esperó un poco y apareció montado en el suyo y con un halcón en el hombro izquierdo.

— Muéstrame la vida en el desierto — dijo el Alquimista —. Sólo quien encuentra vida puede encontrar tesoros.

Comenzaron a caminar por las arenas, con la luna aún brillando sobre ellos. «No sé si conseguiré encontrar vida en el desierto — pensó el chico —. No conozco el desierto.»

Quiso decirle esto al Alquimista, pero le inspiraba miedo. Llegaron al lugar con piedras donde había visto a los gavilanes en el cielo; ahora, todo era silencio y viento.

— No consigo encontrar vida en el desierto — dijo el muchacho —. Sé que existe, pero no consigo encontrarla.

— La vida atrae a la vida — respondió el Alquimista.

El muchacho lo entendió. Al momento soltó las riendas de su caballo, que corrió libremente por las piedras y la arena. El Alquimista

los seguía en silencio. El caballo del muchacho anduvo suelto casi media hora. Ya no se distinguían las palmeras del oasis; sólo la luna gigantesca en el cielo y las rocas brillando con tonalidades plateadas. De repente, en un lugar donde jamás había estado antes, el muchacho notó que su caballo paraba.

— Aquí hay vida — le comunicó al Alquimista —. No conozco el lenguaje del desierto, pero mi caballo conoce el lenguaje de la vida.

Desmontaron. El Alquimista no dijo nada. Comenzó a mirar las piedras, caminando despacio. De repente se detuvo y se agachó cuidadosamente. Había un agujero en el suelo, entre las piedras; el Alquimista metió la mano dentro del agujero y después todo el brazo, hasta el hombro. Algo se movió allá dentro, y los ojos del Alquimista — el muchacho sólo podía verle los ojos — se encogieron por el esfuerzo y la tensión. El brazo parecía luchar con lo que había allí adentro. De repente, el Alquimista retiró el brazo y se puso de pie de un salto. El muchacho se asustó. El Alquimista sostenía una serpiente cogida por la cola.

El muchacho también dio un salto, sólo que hacia atrás. La serpiente se debatía sin cesar, emitiendo ruidos y silbidos que herían el silencio del desierto. Era una naja, cuyo veneno podía matar a un hombre en pocos minutos.

«Cuidado con el veneno», llegó a pensar el muchacho. Pero el Alquimista había metido la mano en el agujero y con toda seguridad la serpiente ya le habría mordido. Su rostro, no obstante, estaba tranquilo. «El Alquimista tiene doscientos años», había dicho el Inglés. Ya debía de saber cómo tratar a las serpientes del desierto.

El muchacho vio cómo su compañero iba hasta su caballo y cogía la larga espada en forma de media luna. Trazó un círculo en el suelo con ella y colocó a la serpiente en el centro. El animal se tranquilizó inmediatamente.

— Puedes estar tranquilo — dijo el Alquimista —. No saldrá de ahí. Y tú ya has descubierto la vida en el desierto, la señal que yo necesitaba.

— ¿Por qué es tan importante esto?

— Porque las Pirámides están rodeadas de desierto.

El muchacho no quería oír hablar de las Pirámides. Desde la noche anterior su corazón estaba pesaroso y triste, porque seguir en busca de su tesoro significaba tener que abandonar a Fátima.

— Voy a guiarte a través del desierto — dijo el Alquimista.

— Quiero quedarme en el oasis — repuso el muchacho —. Ya encontré a Fátima. Y ella, para mí, vale más que el tesoro.

— Fátima es una mujer del desierto — dijo el Alquimista —. Sabe que los hombres deben partir para poder volver. Ella ya encontró su tesoro: tú. Ahora espera que tú encuentres lo que buscas.

— ¿Y si decido quedarme?

— Serás el Consejero del Oasis. Tienes oro suficiente como para comprar muchas ovejas y muchos camellos. Te casarás con Fátima y viviréis felices el primer año. Aprenderás a amar el desierto y conocerás cada una de las cincuenta mil palmeras. Verás cómo crecen, mostrando un mundo siempre cambiante. Y entenderás cada vez más las señales, porque el desierto es el mejor de todos los maestros.

«El segundo año te empezarás a acordar de que existe un tesoro. Las señales empezarán a hablarte insistentemente sobre ello, y tú intentarás ignorarlas. Dedicarás todos tus conocimientos al bienestar del oasis y de sus habitantes. Los jefes tribales te quedarán agradecidos por ello.Y tus camellos te aportarán riqueza y poder.

«A1 tercer año, las señales continuarán hablando de tu tesoro y tu Leyenda Personal. Pasarás noches enteras andando por el oasis, y Fátima será una mujer triste, porque ella fue la que interrumpió tu camino. Pero tú le darás amor, y ella te corresponderá. Tú recordarás que ella jamás te pidió que te quedaras, porque una mujer del desierto sabe esperar a su hombre. Por eso no puedes culparla. Pero andarás muchas noches por las arenas del desierto y paseando entre las palmeras, pensando que tal vez pudiste haber seguido adelante y haber confiado más en tu amor por Fátima. Porque lo que te retuvo en el oasis fue tu propio miedo a no volver nunca. Y, a estas alturas, las señales te indicarán que tu tesoro está enterrado para siempre.

«El cuarto año, las señales te abandonarán, porque tú no quisiste oírlas. Los Jefes Tribales lo sabrán, y serás destituido del Consejo. Entonces serás un rico comerciante con muchos camellos y muchas mercancías. Pero pasarás el resto de tus días vagando entre las palmeras y el desierto, sabiendo que no cumpliste con tu Leyenda Personal y que ya es demasiado tarde para ello.