«Sin comprender jamás que el Amor nunca impide a un hombre seguir su Leyenda Personal. Cuando esto sucede, es porque no era el verdadero Amor, aquel que habla el Lenguaje del Mundo.
El Alquimista deshizo el círculo en el suelo, y la serpiente corrió y desapareció entre las piedras. El muchacho se acordaba del mercader
de cristales, que siempre quiso ir a La Meca, y del Inglés, que buscaba a un alquimista. Se acordaba también de una mujer que confió en el desierto y un día el desierto le trajo a la persona a quien deseaba amar.
Montaron en sus caballos y esta vez fue el muchacho quien siguió al Alquimista. El viento traía los ruidos del oasis, y él intentaba identificar la voz de Fátima. Aquel día no había ido al pozo a causa de la batalla.
Pero esta noche, mientras miraban a una serpiente dentro de un círculo, el extraño caballero con su halcón en el hombro había hablado de amor y de tesoros, de las mujeres del desierto y de su Leyenda Personal.
— Iré contigo — dijo el muchacho. E inmediatamente sintió paz en su corazón.
— Partiremos mañana, antes de que amanezca — fue la única respuesta del Alquimista.
El muchacho se pasó toda la noche despierto. Dos horas antes del amanecer, despertó a uno de los chicos que dormía en su tienda y le pidió que le mostrara dónde vivía Fátima. Salieron juntos y fueron hasta allí. A cambio, el muchacho le dio dinero para comprar una oveja.
Después le pidió que descubriera dónde dormía Fátima, que la despertara y le dijese que él la estaba esperando. El joven árabe lo hizo, y a cambio recibió dinero para comprar otra oveja.
— Ahora déjanos solos — dijo el muchacho al joven árabe, que volvió a su tienda a dormir, orgulloso de haber ayudado al Consejero del Oasis y contento por tener dinero para comprar ovejas.
Fátima apareció en la puerta de la tienda, y ambos se dirigieron hacia las palmeras. El muchacho sabía que esto iba contra la Tradición, pero para él ahora eso carecía de importancia.
— Me voy — dijo —. Y quiero que sepas que volveré. Te amo porque…
— No digas nada — le interrumpió Fátima —. Se ama porque se ama. No hay ninguna razón para amar.
Pero el muchacho prosiguió:
— Yo te amo porque tuve un sueño, encontré un rey, vendí cristales, crucé el desierto, los clanes declararon la guerra, y estuve en un pozo para saber dónde vivía un Alquimista. Yo te amo porque todo el Universo conspiró para que yo llegara hasta ti.
Los dos se abrazaron. Era la primera vez que sus cuerpos se tocaban.
— Volveré — repitió el muchacho.
— Antes yo miraba al desierto con deseo — dijo Fátima —. Ahora lo haré con esperanza. Mi padre un día partió, pero volvió junto a mi madre, y continúa volviendo siempre.
Y no dijeron nada más. Anduvieron un poco entre las palmeras y el muchacho la dejó a la puerta de la tienda.
— Volveré como tu padre volvió para tu madre — aseguró.
Se dio cuenta de que los ojos de Fátima estaban llenos de lágrimas.
— ¿Lloras?
— Soy una mujer del desierto — dijo ella escondiendo el rostro —. Pero por encima de todo soy una mujer.
Fátima entró en la tienda. Dentro de poco amanecería. Cuando llegara el día, ella saldría a hacer lo mismo que había hecho durante tantos años; pero todo habría cambiado. El muchacho ya no estaría en el oasis, y el oasis no tendría ya el significado que tenía hasta hacía unos momentos. Ya no sería el lugar con cincuenta mil palmeras y trescientos pozos, adonde los peregrinos llegaban contentos después de un largo viaje. El oasis, a partir de aquel día, sería para ella un lugar vacío.
A partir de aquel día el desierto iba a ser más importante. Siempre lo miraría intentando saber cuál era la estrella que él debía de estar siguiendo en busca del tesoro. Tendría que mandar sus besos con el viento con la esperanza de que tocase el rostro del muchacho y le contase que estaba viva, esperando por él, como una mujer espera a un hombre valiente que sigue en busca de sueños y tesoros. A partir de aquel día, el desierto sería solamente una cosa: la esperanza de su retorno.
— No pienses en lo que quedó atrás — le advirtió el Alquimista cuando comenzaron a cabalgar por las arenas del desierto —. Todo está grabado en el Alma del Mundo, y allí permanecerá para siempre.
— Los hombres sueñan más con el regreso que con la partida — dijo el muchacho, que ya se estaba volviendo a acostumbrar al silencio del desierto.
— Si lo quetú has encontrado está formado por materia pura, jamás se pudrirá. Y tú podrás volver un día. Si fue sólo un momento de luz, como la explosión de una estrella, entonces no encontrarás nada cuando regreses. Pero habrás visto una explosión de luz. Y esto sólo ya habrá valido la pena.
El hombre hablaba usando el lenguaje de la Alquimia. Pero el muchacho sabía que se estaba refiriendo a Fátima.
Era difícil no pensar en lo que había quedado atrás. El desierto, con su paisaje casi siempre igual, acostumbraba a llenarse de sueños. El muchacho aún veía las palmeras, los pozos y el rostro de la mujer amada. Veía al Inglés con su laboratorio y al camellero, que era un maestro sin saberlo. «Tal vez el Alquimista no haya amado nunca», pensó.
El Alquimista cabalgaba delante, con el halcón en el hombro. El halcón conocía bien el lenguaje del desierto y cuando paraban, abandonaba el hombro y volaba en busca de alimento. El primer día trajo una liebre. El segundo día, dos pájaros.
De noche extendían sus mantas y no encendían hogueras. Las noches del desierto eran frías, y se fueron haciendo más oscuras a medida que la luna comenzó a menguar en el cielo. Durante una semana anduvieron en silencio, conversando apenas sobre las precauciones necesarias para evitar los combates entre los clanes. La guerra continuaba, y el viento a veces traía el olor dulzón de la sangre. Alguna batalla se había librado cerca, y el viento recordaba al muchacho que existía el Lenguaje de las Señales, siempre dispuesto a mostrar lo que sus ojos no conseguían ver.
Cuando completaron siete días de viaje, el Alquimista decidió acampar más temprano que de costumbre. El halcón salió en busca de caza y él sacó la cantimplora de agua y se la ofreció al muchacho.
— Ahora estás casi al final de tu viaje — dijo el Alquimista —. Te felicito por haber seguido tu Leyenda Personal.
— Y usted me está guiando en silencio — replicó el muchacho —. Pensé que me enseñaría lo que sabe. Hace algún tiempo estuve en el desierto con un hombre que tenía libros de Alquimia. Pero no conseguí aprender nada.
— Sólo existe una manera de aprender — respondió el Alquimista —. A través de la acción. Todo lo que necesitabas saber te lo enseñó el viaje. Sólo falta una cosa.
El muchacho quiso saber qué era, pero el Alquimista mantuvo los ojos fijos en el horizonte, esperando el regreso del halcón.
— ¿Por qué le llaman Alquimista?
— Porque lo soy.
— ¿Y en qué fallaron los otros alquimistas que buscaron oro y no lo consiguieron?
— Sólo buscaban oro — repuso su compañero —. Buscaban el tesoro de su Leyenda Personal, sin desear vivir su propia Leyenda.
— ¿Qué es lo que me falta saber? — insistió el muchacho.
Pero el Alquimista continuó mirando el horizonte. Poco después, el halcón retornó con la comida. Cavaron un agujero y encendieron una hoguera en su interior, para que nadie pudiese ver la luz de las llamas.
— Soy un Alquimista porque soy un Alquimista — dijo mientras preparaban la comida —. Aprendí la ciencia de mis abuelos, que a su vez la aprendieron de sus abuelos, y así hasta la creación del mundo. En aquella época, toda la ciencia de la Gran Obra podía ser escrita en una simple esmeralda. Pero los hombres no dieron importancia a las cosas simples y comenzaron a escribir tratados, interpretaciones y estudios filosóficos. También empezaron a decir que sabían el camino mejor que los otros