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«Soy un aventurero en busca de un tesoro», pensó, antes de que un inmenso cansancio le hiciese caer dormido.

Lo despertó un hombre que le estaba tocando con el codo. Se había dormido en medio del mercado y la vida de aquella plaza estaba a punto de recomenzar.

Miró a su alrededor, buscando a sus ovejas, y se dio cuenta de que estaba en otro mundo. En vez de sentirse triste, se sintió feliz. Ya no tenía que seguir buscando agua y comida; ahora podía seguir en busca de un tesoro. No tenía un céntimo en el bolsillo, pero tenía fe en la vida. La noche anterior había escogido ser un aventurero, igual que los personajes de los libros que solía leer.

Comenzó a deambular sin prisa por la plaza. Los comerciantes levantaban sus paradas; ayudó a un pastelero a montar la suya. Había una sonrisa diferente en el rostro de aquel pastelero: estaba alegre, despierto ante la vida, listo para empezar un buen día de trabajo. Era una sonrisa que le recordaba algo al viejo, aquel viejo y misterioso rey que había conocido.

«Este pastelero no hace dulces porque quiera viajar, o porque se quiera casar con la hija de un comerciante. Este pastelero hace dulces porque le gusta hacerlos», pensó el muchacho, y notó que podía hacer lo mismo que el viejo: saber si una persona está próxima o distante de su Leyenda Personal sólo con mirarla. «Es fácil, yo nunca me había dado cuenta de esto.»

Cuando acabaron de montar el tenderete, el pastelero le ofreció el primer dulce que había hecho. El muchacho se lo comió, le dio las gracias y siguió su camino. Cuando ya se había alejado un poco se acordó de que se había montado el puesto entre una persona que hablaba árabe y la otra, español. Y se habían entendido perfectamente.

«Existe un lenguaje que va más allá de las palabras — pensó el muchacho —. Ya lo experimenté con mis ovejas, y ahora lo practico con los hombres.»

Estaba aprendiendo varias cosas nuevas. Cosas que él ya había experimentado y que, sin embargo, eran nuevas porque habían pasado por él sin notarlas. Y no las había notado porque estaba acostumbrado a ellas. «Si aprendo a descifrar este lenguaje sin palabras, conseguiré descifrar el mundo.»

«Todo es una sola cosa», había dicho el viejo.

Decidió caminar sin prisas y sin ansiedad por las callejuelas de Tánger; sólo así conseguiría percibir las señales. Exigía mucha paciencia, pero ésta es la primera virtud que un pastor aprende.

Nuevamente se dio cuenta de que estaba aplicando a aquel mundo extraño las mismas lecciones que le habían enseñado sus ovejas.

«Todo es una sola cosa», había dicho el viejo.

El Mercader de Cristales vio nacer el día y sintió la misma angustia que experimentaba todas las mañanas. Llevaba casi treinta años en aquel mismo lugar, una tienda en lo alto de una ladera, donde raramente pasaba un comprador. Ahora era tarde para cambiar las cosas: lo único que sabía hacer en la vida era comprar y vender cristal. Hubo un tiempo en que mucha gente conocía su tienda: mercaderes árabes, geólogos franceses e ingleses, soldados alemanes, siempre con dinero en el bolsillo. En aquella época era una gran aventura vender cristales y él pensaba que se haría rico y que tendría hermosas mujeres en su vejez.

Pero el tiempo fue pasando y la ciudad se transformó. Ceuta creció más que Tánger y el comercio cambió de rumbo. Los vecinos se mudaron, y en la ladera quedaron muy pocas tiendas. Y nadie subía la ladera por unas pocas tiendas.

Pero el Mercader de Cristales no tenía elección. Había pasado treinta años de su vida comprando y vendiendo piezas de cristal, y ahora era demasiado tarde para cambiar de rumbo.

Durante toda la mañana estuvo mirando el movimiento de la calle. Hacía aquello desde años atrás, y ya conocía el horario de cada persona. Cuando faltaban algunos minutos para el almuerzo, un muchacho extranjero se detuvo delante de su escaparate. No iba mal vestido, pero los ojos experimentados del Mercader de Cristales adivinaron que el muchacho no tenía dinero. Aun así decidió esperar un momento, hasta que el muchacho se fuera.

Había un cartel en la puerta en el que ponía que allí se hablaban varias lenguas. El muchacho vio aparecer a un hombre tras el mostrador.

— Puedo limpiar estos jarros si usted quiere — dijo el chico —. Tal como están ahora, nadie va a querer comprarlos.

El hombre lo miró sin decir nada.

— A cambio, usted me paga un plato de comida.

El hombre continuó en silencio, y el chico sintió que debía tomar una decisión. Dentro de su zurrón tenía la chaqueta, que no iba a necesitar en el desierto. La sacó y comenzó a limpiar los jarros. Durante media hora limpió todos los jarros del escaparate; en ese intervalo entraron dos clientes y compraron algunas piezas al dueño.

Cuando acabó de limpiarlo todo, pidió al hombre un plato de comida.

— Vamos a comer — le dijo el Mercader de Cristales.

Colgó un cartel en la puerta y fueron hasta un minúsculo bar, situado en lo alto de la ladera. En cuanto se sentaron a la única mesa existente, el Mercader de Cristales sonrió.

— No era necesario limpiar nada — aseguró —. La ley del Corán obliga a dar de comer a quien tiene hambre.

— ¿Entonces por qué dejó que lo hiciera? — preguntó el muchacho.

— Porque los cristales estaban sucios. Y tanto tú como yo necesitábamos apartar los malos pensamientos de nuestras cabezas.

Cuando acabaron de comer, el Mercader se dirigió al muchacho:

— Me gustaría que trabajases en mi tienda. Hoy entraron dos clientes mientras limpiabas los jarros, y eso es buena señal.

«Las personas hablan mucho de señales — pensó el pastor —, pero no se dan cuenta de lo que están diciendo. De la misma manera que yo no me daba cuenta de que desde hacía muchos años hablaba con mis ovejas un lenguaje sin palabras.»

— ¿Quieres trabajar para mí? — insistió el Mercader.

— Puedo trabajar el resto del día — repuso el muchacho. Limpiaré hasta la madrugada todos los cristales de la tienda. A cambio, necesito dinero para estar mañana en Egipto.

El hombre rió.

— Aunque limpiases mis cristales durante un año entero, aunque ganases una buena comisión de venta en cada uno de ellos, aún tendrías que conseguir dinero prestado para ir a Egipto. Hay miles de kilómetros de desierto entre Tánger y las Pirámides.

Hubo un momento de silencio tan grande que la ciudad pareció haberse dormido. Ya no existían los bazares, las discusiones de los mercaderes, los hombres que subían a los alminares y cantaban, las bellas espadas con sus empuñaduras con piedras incrustadas. Ya se habían terminado la esperanza y la aventura, los viejos reyes y las Leyendas Personales, el tesoro y las Pirámides. Era como si todo el mundo permaneciese inmóvil, porque el alma del muchacho estaba en silencio. No había ni dolor, ni sufrimiento, ni decepción; sólo una mirada vacía a través de la pequeña puerta del bar, y unas tremendas ganas de morir, de que todo se acabase para siempre en aquel instante.

El Mercader, asustado, miró al muchacho. Era como si toda la alegría que había visto en él aquella mañana hubiese desaparecido de repente.

— Puedo darte dinero para que vuelvas a tu tierra, hijo mío — le ofreció.

El muchacho continuó en silencio. Después se levantó, se arregló la ropa y cogió el zurrón.

— Trabajaré con usted — dijo. Y después de otro largo silencio, añadió —: Necesito dinero para comprar algunas ovejas.

SEGUNDA PARTE

El muchacho llevaba casi un mes trabajando para el Mercader de Cristales, pero aquél no era exactamente el tipo de empleo que lo hacía feliz. El Mercader se pasaba el día entero refunfuñando detrás del mostrador, pidiéndole que tuviera cuidado con las piezas, que no fuera a romper nada.