Brian Keene
El Alzamiento
© 2004 de Brian Keene
Título originaclass="underline" The Rising by Brian Keene.
A María Eugenia,
por su amor y apoyo incondicional
Capítulo 1
Los muertos escarbaron buscando una entrada a su sepultura. Entre ellos estaba su mujer, ansiando a Jim en la muerte tanto como lo ansió en vida. Sus débiles y vacíos gritos se filtraban a través de tres metros de tierra y roca.
La lámpara de queroseno proyectaba sombras titilantes sobre las paredes de hormigón, y el aire del refugio era pesado y terroso. Agarró su Ruger con fuerza: sobre él, Carrie chillaba y arañaba la tierra.
Llevaba muerta una semana.
Jim suspiró, inhalando aquel aire viciado. Levantó la cafetera del calentador sobre el que reposaba y se sirvió una taza. El calor que emanaba lo confortó, y permaneció un rato disfrutándolo antes de apagarlo, muy a su pesar: quería ahorrar combustible, así que sólo lo encendía para cocinar. El contraste con el calor le hizo sentir el frío húmedo con más intensidad.
Un sorbo del café instantáneo le provocó arcadas. Estaba amargo, como todo lo demás.
Cruzó la estancia hasta la cama y se desplomó sobre ella.
Arriba, los ruidos continuaban.
Jim había construido el refugio en 1999, cuando la histeria por el efecto 2000 estaba en su punto álgido. Carrie se rió de él, y se mantuvo escéptica incluso después de que Jim le enseñase varios informes y artículos… hasta que el continuo bombardeo de noticias la convirtió en creyente. Dos meses y diez mil dólares después, gracias a los ahorros de Carrie y los conocimientos de ingeniería de Jim, el refugio quedó terminado.
Era pequeño, un búnker de tres metros por cinco capaz de albergar sin problemas a cuatro personas. Era sólido pese a su tamaño y, por encima de todo, seguro. Jim lo equipó con un generador y un inodoro con sistema de succión que conectaba con la fosa séptica tras la casa, lo llenó de conservas y comida envasada, papel higiénico, medicinas, cerillas, armas y un montón de munición. Tres palés de agua embotellada y un bidón de doscientos litros de queroseno reposaban en una esquina. También tenía un equipo de música a pilas y una amplia selección de sus eclécticos gustos musicales. En otra estantería, sus libros favoritos. Incluso llevó su viejo Magnavox 486SX: no era rápido, pero consumía poco y le permitiría estar en contacto con el exterior.
Pasaron la fiesta de Año Nuevo sin apartar la mirada de la CNN. Cuando Australia dio por terminado el siglo y el mundo siguió su curso, supo que toda la preparación había sido en vano; los países dieron la bienvenida al nuevo milenio y la corriente eléctrica se mantuvo.
Esa tarde fueron a una fiesta con Mike y Melissa. Cuando la bola cayó y los comensales borrachos empezaron a corear la cuenta atrás, Carrie lo estrechó contra ella.
– ¿Lo ves, chalado? No hay nada de qué preocuparse.
– Te quiero, chalada -le susurró.
– Y yo a ti.
Perdidos en un beso, casi no repararon en Mike cuando éste apagó las luces y gritó en broma:
– ¡Efecto 2000!
Con el paso de los meses el refugio fue acumulando polvo, y para el fin de año ya estaba totalmente olvidado. Después de que el 11 de septiembre instaurase el miedo ante un ataque biológico o nuclear, Jim volvió a abastecerlo, pero entonces tampoco hizo falta.
Hasta que empezó el cambio. Hasta que tuvo lugar el alzamiento.
Al final, los fantasmas del efecto 2000 y el 11 de septiembre condenaron al mundo. Cansado del eterno torrente de desastres semanales del tipo «profecías del fin del mundo» o «el fin de la civilización occidental tal y como la conocemos», el mundo ignoró los primeros informes de los medios. Era un nuevo siglo, y no había lugar en él para miedos medievales y actitudes de paranoia extrema. Era la hora de abrazar la tecnología y la ciencia, de fortalecer la hermandad entre los hombres. La humanidad había perfeccionado la clonación, mapeado el genoma humano y hasta viajado más allá de la luna cuando la coalición China/Estados Unidos puso el pie en Marte. Los científicos proclamaban que la cura contra el cáncer estaba a la vuelta de la esquina. El efecto 2000 no acabó con la civilización. El terrorismo no la doblegó. La sociedad se había enfrentado a los dos, derrotándolos a ambos. ¡La civilización era invencible!
La civilización estaba muerta.
Algo tiró del periscopio y empezó a oírse el sonido sordo de unos dedos escarbando en la superficie. La reja levadiza se tambaleó de un lado a otro en su torreta. Los arañazos fueron sustituidos por un gruñido de frustración y el visor tembló en su eje. Después subió bruscamente, chocando contra el techo, y volvió a bajar.
Jim cerró los ojos.
«Carrie.»
La conoció a través de Mike y Melissa. Al igual que él, se había divorciado hacía poco.
– No quiere nada serio -le advirtió Mike-, sólo necesita volver a divertirse un poco.
Jim había conocido aquella sensación. Había conocido la felicidad, y la satisfacción. Había tenido un hijo precioso, Danny, y una mujer, Tammy. Se habían convertido en el centro de su mundo.
Hasta que Rick, un compañero del trabajo del que Tammy nunca había hablado, se los robó.
Tras el divorcio, Jim se dejó llevar por la diversión: noches enteras borracho hasta perder el sentido.
Tenía la custodia de Danny cada dos fines de semana y durante aquellos preciosos instantes se olvidaba de la cerveza y de las tías buenas. Durante aquellos fines de semana, él era Danny. Eran los únicos momentos en los que era feliz.
Tammy y Rick se casaron y Rick consiguió un trabajo mejor en Bloomington, Nueva Jersey. «Es una oportunidad única», dijo Tammy. Y así terminó. Dejaron Virginia Occidental, llevándose lo único hermoso que le quedaba a Jim.
Su marcha lo destrozó. En un instante, pasó de ver a Danny cada fin de semana alterno a verlo diez semanas en verano y una en Navidad, más las ocasiones en las que viajaba a Nueva Jersey. Si hubiese tenido dinero, si hubiese tenido un poco más de cabeza, habría podido apelar en un juicio; pero para entonces Jim ya tenía una falta por conducir bajo los efectos del alcohol y sus fondos estaban muy mermados. Sabía que el abogado de Tammy, pagado con su propio dinero, se lo comería vivo. Podía llamar por teléfono una vez por semana, pero la distancia sólo acentuaba su tristeza.
Al final, Danny acabó refiriéndose a Rick como «mi otro papá», y eso destrozó a Jim.
Hubo más mujeres y más trasnochadas. Jugaba a beber hasta morir, sabiendo que no lo haría porque Danny le necesitaba. Perdió su trabajo, su apartamento, su carné de conducir y su autoestima. Lo único que lo impulsaba a seguir adelante eran aquellas llamadas semanales y la vocecita del otro lado de la línea, que siempre se despedía con un: «te echo de menos, papá».
Entonces conoció a Carrie.
Jim sollozó mientras lágrimas de rabia y duelo se deslizaban por el vello de su rostro demacrado.
Fueron felices durante cinco años. Lo único que entristecía a Jim era no ser parte del día a día de Danny, pero Carrie le ayudaba a aliviar hasta aquel dolor.
Ella lo salvó.
Ocho meses atrás, Carrie le reveló durante una cena que estaba embarazada. Jim, extasiado, la levantó en volandas, besándola y amándola tanto que le dolía… un dolor real, físico, en lo más profundo de su pecho.
Entonces el mundo murió, llevándose consigo a su mujer y a su hijo nonato. Ahora Carrie había vuelto junto a sus vecinos muertos y escarbaba con sus dedos podridos para reunirse con su marido.
Mike y Melissa también estaban muertos, destrozados por docenas de criaturas. Ellos habían tenido suerte: sus cuerpos habían quedado tan dañados que no pudieron ser reanimados. Jim recordó entre escalofríos cómo aquellas cosas asaltaron el coche de Mike, destrozaron el parabrisas y se colaron en el interior. Carrie y él lo contemplaron horrorizados desde el salón, y en cuanto los gritos y los sonidos húmedos cesaron, huyeron al refugio. Los cuatro habían planeado escapar juntos. Aquél fue su primer intento de abandonar Lewisburg.