El anciano no gritó.
Estaba sentado en completo silencio y parecía no ser consciente de lo que estaba ocurriendo. Se pasó la mano distraídamente por un lado de la cabeza y los restos destrozados de su oreja derecha mancharon el cuello blanco de su camisa.
– Malditos canallas -le oyó murmurar.
Una paloma se lanzó en picado hacia la jugosa ofrenda de su lengua. Cuando el pico se cerró en torno a la carne y arrancó un pedazo, su boca se llenó de sangre.
– ¡Vuela! ¡Sé libre! -gritó, aleteando los brazos sin levantarse. Las palomas que lo rodeaban se agitaron y se colocaron en círculo en torno a él. En cuanto dejó de moverse, los pájaros volvieron a abalanzarse sobre él.
– Puto colgado -murmuró Frankie, apretando los dientes.
El viejo seguía moviéndose bajo aquella tormenta de picos. Se retorcía y reía, como si le hiciesen cosquillas.
Ella volvió a temblar, aunque no sabía si por asco, necesidad o miedo. Empezó a volverle el mono. Las costras que plagaban sus delgados brazos empezaron a picarle, y tres uñas roídas y romas empezaron a rascarlas con fruición. Necesitaba un chute. Necesitaba un poco de caballo. Y lo necesitaba ya.
Esa necesidad la había llevado al zoo de Baltimore. De la sartén a las brasas.
T-Bone, Horn Dawg y el resto la habían visto trepar la verja, eso estaba claro. La pregunta era: ¿La habían seguido? ¿La dejarían irse, la dejarían descansar?
¿Descansar?
Sí, descansar. Descansar después de correr por toda la ciudad.
Descansar para siempre. En paz.
Frankie pensó que podía llegar a morir ahí mismo, en unos servicios de caballeros rodeados de animales muertos y hambrientos y de una banda de camellos de heroína que querían la bolsa que ella llevaba. El valor en la calle de esa bolsa de heroína en particular se había puesto por las nubes, porque ya no quedaban más.
Por desgracia, estaba a punto de terminarla. Pensó que a T-Bone y al resto no les iba a hacer ni pizca de gracia saberlo.
El viejo llevaba un rato en absoluto silencio, así que Frankie abrió la puerta con mucho cuidado. Su traje negro era una amalgama rosa de músculo expuesto y terminaciones nerviosas. Su pecho seguía subiendo y bajando: la vida que sus padres le habían dado no lo abandonaría tan fácilmente. No se iría sin pelear.
Pero la muerte era más fuerte.
Y paciente.
Lo vio morir y pensó cuánto tiempo pasaría hasta que volviese.
Sus brazos se estremecieron. Se le formó un nudo en el estómago y notó como si se le hubiese vaciado de golpe. Hurgó en el bolsillo en busca de algo para aliviar la sensación. Lo poco que quedaba.
Lo preparó todo: la papelina, la cuchara y el mechero, y empezó a lamerse los labios. Pronto, ninguno de esos pensamientos importaría: ni el viejo, ni las palomas ni T-Bone y el resto; ni siquiera el bebé. Lo único que importaban eran aquellas marcas egoístas que cubrían sus brazos y que reclamaban hambrientas la aguja como bocas de recién nacidos.
Hizo un nudo. La aguja encontró una vena buena. Apretó.
Su sangre empezó a cantar una melodía dulce y suave que la meció como una nana. Unos segundos después, llegó la conocida euforia. El suave calor en la tripa. Se sintió envuelta en algodón. Con el rostro sonrojado y las pupilas contraídas, Frankie salió de los servicios y se internó en el zoo, flotando más allá de las ruinas de Baltimore y el mundo.
Frankie estaba tumbada en el hospital. Las brillantes luces le hacían daño en los ojos. Una multitud de caras cubiertas por un velo neblinoso la contemplaba impasible. Su sangre brillaba en los guantes del médico.
Sentía dolor. Estaba deshecha de dentro afuera, pero los médicos y enfermeras no la entendían o sencillamente les daba igual. Mientras hablaban de las noticias de la mañana (¿un muerto que había vuelto a la vida?), ella podía verlo reflejado en sus ojos. Podía leer sus pensamientos en ellos. «Otra puta yonqui trayendo al mundo un hijo no deseado.» Que se fuesen a la mierda; ¿qué más daba lo que pensasen? ¡Deberían estar impresionados! La mayoría de consumidoras de heroína tenían abortos espontáneos, mientras que ella había sido lo bastante fuerte como para llevarlo a término.
Cuanto antes acabase, antes podría llevarse a su bebé y marcharse… (Chutarse.)
… Sintió que algo se le había rasgado y lanzó un aullido agónico. El médico dijo que iba a tener que cortar.
– No empujes.
– ¡Que te follen! -gritó.
Frankie empujó con todas sus fuerzas, empujó hasta que sintió que se le iba a partir la columna.
Algo se rompió. Pese al dolor, lo sintió. Se había roto algo pequeño, pero importante.
– ¡Empuja! -la instó el doctor.
– ¡Aclárate de una puta vez! -gritó Frankie sin dejar de intentarlo. La agonía aumentó hasta llegar a su punto álgido y entonces, en ese mismo instante, la presión desapareció y Frankie se echó a llorar. Era la única.
– No me sorprende -oyó murmurar a una enfermera.
– Apunto a las 5:17 de la tarde -respondió el médico.
– Mi bebé -rogó Frankie, con los labios rotos y secos-. ¿Qué le pasa a mi bebé?
La enfermera se marchó con el infante.
– ¡MI BEBÉ!
La enfermera dio media vuelta y se la quedó mirando. No dijo nada, pero Frankie lo sabía. Lo sabía. Muerto. Recién nacido.
Entonces la aguja penetró en su brazo. Por fin, bendita aguja…
La enfermera desapareció tras el umbral junto a su bebé.
Frankie cerró los ojos por un instante. Se abrieron de par en par cuando, en el pasillo, su bebé muerto empezó a llorar y las enfermeras gritaron.
Los gritos continuaron cuando Frankie se levantó. Se había quedado dormida. Normalmente podía pasar así entre tres y cuatro horas, pero esta vez no podía calcular cuánto tiempo llevaba. Había oscurecido, y tembló de frío contra la pared del baño.
El grito provenía del exterior. Tardó un rato en recuperar la consciencia. Sus miembros, pesados, seguían adormecidos.
Se arrastró hasta la puerta y echó un vistazo al exterior mientras temblaba por la combinación de heroína y frío.
El viejo estaba moviéndose de nuevo…
… y Marquon lo había encontrado.
El pandillero profirió más gritos de terror, con la boca totalmente desencajada, cuando el viejo alcanzó su barriga y extrajo de ella un húmedo y largo premio. Se desplomó, agitando brazos y piernas, mientras el zombi seguía escarbando. La Tec-9 de Marquon reposaba, olvidada, en la hierba. Algo reventó en su interior, vertiendo su contenido entre aquellos dedos huesudos como plastilina.
Marquon no volvió a hacer un ruido.
Frankie se derrumbó, con la espalda deslizándose por el muro y el pánico fulminando los efectos del colocón. Que Marquon hubiese entrado significaba que el resto también estaba aquí.
Estaban en el zoo, con las demás bestias.
En ese preciso instante oyó disparos, seguidos de un grito. El móvil de Marquon empezó a sonar.
No podía creer lo que ocurrió a continuación, pero estaba convencida de que era cosa de las drogas.
El viejo cogió el móvil, lo observó y habló.