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Frankie tiró del pomo hacia sí.

El león dio un salto.

Se coló por el hueco de la puerta, adentrándose en la oscuridad. El aire era repugnante y estaba viciado, pero era el aire más dulce que jamás había respirado. Tomó una buena bocanada y salió corriendo.

Tras ella, los baños temblaron hasta los cimientos cuando el león chocó de frente contra la puerta, cerrándola de golpe. Escuchó más zarpazos desde el interior. El león rugió, atrapado.

Frankie caminó unos metros de espaldas, con todos sus sentidos a flor de piel. Los ruidos de frustración del león, el murmullo seco de las hojas de los arbustos, cada sonido le infundía un terror que le recorría el espinazo. Se sentía como un ratón sabiéndose observado por un búho desde las alturas o por una serpiente desde su morada subterránea.

Sintió que el suelo había cambiado bajo sus pies: el camino de cemento que llevaba al baño se había convertido en el paseo asfaltado que atravesaba el zoo. En la lejanía, T-Bone pedía refuerzos a gritos a través del móvil.

Dos monos, muertos desde hacía mucho, la agarraron desde una jaula a su izquierda. Ése fue todo el incentivo que necesitó para echar a correr: mejor muerta que en manos de los muertos vivientes.

Una brisa le alborotó el pelo. Traía con ella un sonido distante. El de un bebé llorando.

Llegó a un edificio bajo y plano que estaba a su izquierda. Abrió la puerta y entró. Algo húmedo crujió bajo sus pies.

No quería mirar abajo, pero lo hizo de todas formas. Fuese lo que fuese aquello, ahora era rojo, húmedo e inidentificable. Los gusanos, pálidos, ciegos e hinchados, escarbaban y se revolvían, abriendo pasadizos en aquella carne desconocida. Sollozando, Frankie se alejó de los despojos. Su pie dejó huellas sangrientas por todo el suelo de azulejo.

Los gusanos siguieron a lo suyo, ajenos a cualquier estímulo. Se preguntó si estaban vivos o muertos. ¿Acaso importaba?

Sobre ella, oculto en la oscuridad y las telarañas, algo emitió un sonido parecido al de la lija frotando una pizarra.

Dio un rápido paso atrás y chocó contra una superficie de cristal. Frankie se dio la vuelta mientras se mordía el labio. El terrario era oscuro. En su interior, algo reptaba pesadamente hacia ella. La cabeza esquelética de una iguana, cadavérica y amenazadora, se estampó contra el grueso cristal, dejando pedazos de sí misma sobre aquella barrera invisible.

Volvió a oír aquel sonido que provenía de arriba. Era incapaz de identificarlo. Antes de poder determinar de dónde procedía, una sombra cruzó el umbral.

– Pero mira por dónde -dijo C-. ¡Te pillé, Frankie!

Frankie se quedó helada. Sus cansados y enrojecidos ojos se clavaron en el cuchillo que C sostenía en su mano derecha. Tras ella, la iguana volvió a darle un cabezazo al cristal, negándose a que aquella barrera interfiriese en sus ansias de carne.

– Tú -dijo C por el móvil-. Tengo a la zorra, está donde las serpientes.

– Escucha, C -rogó Frankie-. Podemos llegar a un acuerdo. Puedo ocuparme de ti; T-Bone no tiene por qué enterarse.

– Venga ya, zorra -escupió-. ¿Crees que te metería la polla? ¡Y una mierda! Además, todavía no voy a mandarte al otro barrio: T-Bone quiere divertirse un poco contigo antes.

Dio un salto y Frankie lo esquivó. A C se le cayó el móvil, pero consiguió agarrarla del pelo y tiró con fuerza. Frankie gritó y se quedó paralizada de miedo. El móvil se deslizó por los azulejos mientras el siseo procedente del techo se volvía cada vez más cercano.

C estampó la cabeza de Frankie contra el suelo, lo que provocó un estruendo contra los azulejos. Le pitaron los oídos y se le nubló la vista. Un reguero de sangre salada le corrió por la garganta.

Riendo, C se puso a horcajadas sobre ella, aplastándole el pecho bajo su peso. Le abrió la camisa de un corte y trazó una línea escarlata entre sus pechos con el filo.

– Esto ya es otra cosa -se regodeó-. Igual pillo un poco de cacho antes de que llegue el resto. -Su sonrisa lasciva reveló su diente de oro, que brilló en la oscuridad, mientras deslizaba la hoja justo por debajo del pezón-. ¿Entiendes por dónde voy?

Frankie contuvo la respiración, demasiado asustada para moverse.

C apretó un poco más, derramando más sangre.

– Responde, zorra, ¿me entiendes?

– Por favor, C, no…

Algo largo y blanco cayó del techo y se enroscó en torno a él.

Los ojos de C se abrieron de par en par mientras la carne descompuesta lo envolvía. La anaconda había sido la atracción más popular del Medio Este, e incluso muerta seguía siendo magnífica. Sin embargo, Frankie no se quedó a contemplar su mórbida belleza: estaba demasiado ocupada reptando hacia atrás y sangrando como para maravillarse de la potencia y velocidad de la serpiente.

No obstante, sí reparó en su hinchada longitud y en sus huesos, visiblemente marcados sobre la piel acartonada. Apretó a su presa, observándola con un único ojo malicioso. El otro estaba vacío, a excepción de los gusanos que se revolvían en la cuenca.

Frankie volvió a gritar.

C, sin embargo, no pudo. Su piel oscura se tornó violácea mientras la serpiente no muerta lo apretaba. Sus piernas, cadera y pecho estaban ocultos bajo setenta kilos de carne en descomposición.

Frankie se puso en pie y corrió hasta una oficina cercana. Temblando, cerró la puerta de un golpe tras de sí. Apretó lo que quedaba de su rasgada camisa contra la herida, deteniendo el flujo de sangre, y echó un vistazo al corte. Le alivió comprobar que no era profundo. Su pezón seguía intacto.

Inspeccionó la habitación en busca de un arma. Las estanterías de roble lucían tomos polvorientos de tradiciones biológicas olvidadas que jamás volverían a practicarse. Un escritorio a juego reposaba en mitad de la habitación. Sobre él había una carpeta, unas bandejas rebosantes de papeles, una grabadora de cinta y una taza llena con varios bolígrafos.

Cruzó la habitación y empezó a buscar entre los armarios. Una familia rodeada por un marco le sonrió, contemplando sus acciones con miradas que permanecerían impávidas para siempre. Una familia típicamente americana: un marido, una mujer y dos hijos, niño y niña. La niña era la más joven, tendría unos cuatro o cinco años. Era adorable.

¿Seguiría viva?

Creyó volver a oír el llanto de un niño.

Se tapó las orejas con las manos al tiempo que cerraba los ojos con fuerza. «¡Ya basta, ya basta, YA BASTA!»

Siguió escuchando aquel sonido fantasmal.

Echó un vistazo a los bolígrafos del escritorio. ¿Tendría el valor de incrustarse uno en el ojo, empujándolo hasta que pinchase la membrana y se hundiese en el cerebro?

Abrió el cajón inferior y descubrió un revólver. Era viejo. Hurgó por todo el escritorio en busca de balas, pero sólo encontró los restos mohosos de varias bolsas de bollitos. Abrió el tambor y se rió a carcajadas cuando comprobó que estaba lleno. Seis balas la contemplaron desde su angosto confinamiento.

Puso el tambor en su posición original y empezó a tener algo de fe.

Entonces volvió a oír al bebé, esta vez más alto y con mayor insistencia.

Se acercó a la ventana y echó un vistazo. Un seto le bloqueaba la visión de la explanada, pero la parte trasera del reptilario estaba desierta.

Frankie apretó los dientes, tiró de la ventana hacia arriba y la abrió, arrastrándose hacia el exterior, frío por la brisa nocturna.

Se dirigió hacia los arbustos en cuclillas.

Algo hizo un ruido al otro lado. Frankie levantó la pistola.

Salió disparada del follaje y a punto estuvo de tropezar con la sillita de bebé. Estaba volcada de lado, la mitad sobre la acera, la otra mitad sobre la hierba. Atado a ella por unas correas había un bebé. Levantó su diminuta cabeza, la miró y gimió.

La blusa rosa que llevaba estaba sucia y manchada por los elementos y por sus propios fluidos. Su cuero cabelludo, que había estado cubierto por una fina capa de suave cabello, exhibía varias zonas totalmente peladas que revelaban el reflejo apagado del hueso. Peleaba inútilmente contra sus ataduras, intentando alcanzarla. Sus cadenciosos quejidos continuaron, transmitiendo hambre y necesidad de consuelo.