Apareció un hombre, cojeando lentamente calle abajo. Sus vaqueros y su camisa de franela estaban sucios y gastados. Sujetaba una pistola, pero ésta colgaba inerte a su lado. No pareció advertir al cadáver que caminaba entre las sombras. Agotado, cayó de rodillas sobre la acera.
Los arbustos susurraron y Becky salió corriendo hacia él. Casi inconsciente, el hombre parecía no percibir el peligro.
– ¡Eh! -gritó Martin, dando puñetazos contra la ventana-. ¡Cuidado!
Corrió hacia la entrada murmurando una rápida oración y apartó con gran esfuerzo el banco de madera que bloqueaba la puerta. Lo dejó a un lado, cogió la escopeta del perchero, abrió los cuatro cerrojos recientemente instalados y se dirigió a toda prisa al exterior.
Al oír aquel jaleo, el extraño giró la cabeza y vio al zombi que se dirigía hacia él. Levantó la pistola, disparó y la bala atravesó el hombro de la mujer de lado a lado. El segundo disparo falló del todo y Martin, que ya estaba a la altura del jardín, se agachó por precaución.
El hombre volvió a apretar el gatillo y falló una vez más. Disparó por cuarta vez, pero el cargador estaba vacío. Confundido, contempló la pistola y después clavó su mirada en Becky.
Cerró los ojos y Martin le oyó susurrar «lo siento, Danny».
Martin descerrajó una perdigonada sobre la espalda de la criatura y ésta cayó de bruces sobre la acera, rompiéndose los dientes amarillos contra el pavimento.
Martin metió un cartucho en la cámara y encañonó al zombi en la nuca.
Becky gritó de rabia.
– Ve con Dios, Rebecca.
La acera quedó salpicada con pedazos de cráneo y cerebro que formaron una especie de mancha de Rorschach.
El sol empezó a asomar sobre los tejados. El rugido de la escopeta reverberó por las tranquilas calles, recibiendo al amanecer.
– Me temo que esto va a llamar mucho la atención. ¡Será mejor que vayamos adentro!
El viejo afroamericano extendió su mano hacia Jim, que la sujetó con fuerza. Pese a su edad, el agarre de aquel hombre era firme. Llevaba un pantalón caqui y zapatos negros, y algo blanco asomaba bajo el cuello de su jersey amarillo.
Un alzacuello de sacerdote.
– Gracias, padre -dijo Jim.
– Reverendo, si no le importa -le corrigió el anciano, sonriendo-. Reverendo Thomas Martin. Y no hace falta que me dé las gracias. Dele gracias a Dios cuando estemos a salvo.
– Jim Thurmond. Tiene razón, salgamos de las calles.
Una sucesión de gritos hambrientos fue todo el incentivo que necesitaron.
– ¿Es su iglesia, reverendo?
El anciano sonrió.
– Es la iglesia de Dios, yo sólo trabajo aquí.
Martin improvisó una cama usando mantas y un banco. Jim se opuso, insistiendo en que sólo necesitaba descansar un momento, pero cayó en seguida en un profundo aunque perturbado sueño. Martin sorbió un poco de café instantáneo y echó un vistazo al reloj, escuchando de vez en cuando a las criaturas que moraban en el exterior.
Poco después del mediodía, un zombi perdido encontró el cadáver de Becky y empezó a comerse los restos. Martin contempló asqueado cómo otras criaturas se acercaban al festín como hormigas. De vez en cuando, echaban un vistazo alrededor de la iglesia y de las casas cercanas. Martin se preguntó si se pondrían a investigar, pero parecían satisfechas con el almuerzo que habían encontrado.
Una hora después, cuando el grupo de fétidas criaturas se dispersó, no quedaba de Becky más que huesos y algunos pedazos de carne roja desperdigados por la acera y la hierba.
Jim se despertó durante la puesta de sol, alarmado al no recordar dónde se encontraba. Se sentó de golpe, echando un vistazo por toda la iglesia. ¡Aquello no era el refugio! Entonces vio al predicador, sonriendo bajo la luz de las velas, y recordó…
… y al recordar, pensó en Danny.
– Tenga -dijo Martin mientras le tendía una humeante taza de café-. No es muy bueno, pero le ayudará a espabilarse.
– Gracias -dijo Jim. Bebió un poco y miró a su alrededor-. Esto parece muy seguro. ¿Ha fortificado todo usted solo?
El predicador rió en voz baja.
– Sí, por la gracia de Dios. Conseguí asegurar el lugar antes de que las cosas se pusiesen feas. Conté con la ayuda de John, nuestro conserje. Él fue quien puso los tablones sobre las ventanas.
– ¿Dónde está ahora?
El rostro de Martin se ensombreció. Permaneció en silencio un instante y Jim se preguntó si le había oído.
– No lo sé -dijo finalmente-. Supongo que estará muerto. O no muerto, mejor dicho. Se fue hace dos semanas; insistió en que quería recuperar su camioneta para sacarnos de aquí con ella. Estaba convencido de que era un problema local y que el gobierno tendría la zona acordonada; pensó que deberíamos ir a Beckley o Lewisburg, o puede que a Richmond. No volví a verlo.
– Por lo que sé, está pasando lo mismo en todas partes -dijo Jim-. Yo… vengo de Lewisburg.
– Y a pie, por lo que parece -comentó Martin, sorprendido-. ¿Cómo ha sido capaz?
– Estuve a punto de no conseguirlo -admitió Jim-. Supongo que puse el piloto automático.
– En estos tiempos, los hombres están obligados a hacer lo que deben -suspiró el predicador-. Pensé que fuera sería distinto. Recé por un equipo de radio, o un par de altavoces AM/FM de esos que llevan los jóvenes, para poder enterarme de lo que pasaba. No he tenido contacto con nadie y la corriente ha estado casi completamente cortada, excepto por unas cuantas farolas. Hace unos días oí pasar un avión, pero eso es todo.
– A Lewisburg todavía llegaba energía: tenía radio, televisión y acceso a internet, pero no me servía para nada. No hay nada… nadie. Y eso de que es algo local… ha pasado más de un mes. Si así fuese, habría venido el ejército.
El predicador pensó en ello, se excusó y desapareció en una habitación lateral. Jim empezó a atarse las botas.
Cuando volvió, Martin le ofreció unas Oreo, pan, galletitas de animales y un mosto templado para cenar.
– Cogí las galletas y los aperitivos de la catequesis. El pan y el mosto eran para comulgar.
Comieron en silencio.
Unos minutos después, Martin se fijó en que Jim le estaba observando.
– ¿Por qué? -preguntó Jim.
– ¿Por qué qué?
– ¿Por qué ha permitido Dios que pase esto? Pensé que el fin del mundo tendría lugar cuando Rusia invadiese Israel y no se pudiese comprar nada sin una tarjeta de crédito con el 666 en su número de serie.
– Ésa es una interpretación -respondió Martin-. Pero está hablando de profecías del fin de los tiempos: recuerde que hay muchas, muchísimas ideas distintas sobre lo que significan.
– Pensaba que cuando tuviese lugar la Ruptura, los muertos volverían a la vida. ¿Y no es eso lo que está pasando?
– Bueno, la palabra «Ruptura» no aparece ni en el Viejo ni en el Nuevo Testamento. Pero sí, la Biblia menciona que los muertos volverán a la vida, por así decirlo, para volver a reunirse con el Señor en su retorno.
– No se ofenda, reverendo, pero, si ha vuelto, ha dejado todo hecho una mierda.
– Ya vale, Jim. Él no ha vuelto… todavía no. Lo que está ocurriendo no es obra de Dios. Es a Satanás a quien se ha legado el dominio de la Tierra. Pero, aun en estas circunstancias, debemos mantenernos firmes y confiar en la voluntad del Señor.
– ¿Eso crees, Martin? ¿Crees que ésta es la voluntad del Señor?
Martin hizo una pausa para escoger sus palabras con precaución.
– Jim, si me estás preguntando si creo en Dios, la respuesta es sí. Sí, creo. Pero lo que es más importante: creo que todas las cosas, buenas y malas, tienen su razón de ser. Pese a lo que hayas podido oír, Dios no provoca las cosas malas. Un tornado no es obra de Dios, pero su amor y su poder nos dan la fuerza para recuperarnos tras él. Y es ese mismo amor el que nos hará salir de ésta. Creo que hemos sido salvados por una razón.