– Yo sí tengo una razón, desde luego -respondió Jim, poniéndose en pie-. Mi hijo está vivo y tengo que llegar a Nueva Jersey para salvarlo. Gracias por la comida y el refugio, reverendo. Y, sobre todo, gracias por haberme salvado el pellejo. Me gustaría pagarte, si me lo permites. No tengo gran cosa, pero hay unas latas de sardinas de sobra y Tylenol en la mochila…
– ¿Tu hijo está vivo? -repitió Martin-. ¿Cómo puedes estar seguro? Nueva Jersey está muy lejos.
– Me llamó ayer por la noche al móvil.
El anciano lo miró como si estuviese loco.
– ¡Sé que suena raro, pero ocurrió! Está vivo, escondido en el ático de mi ex mujer. Tengo que reunirme con él.
Martin se levantó lentamente del banco.
– Entonces te ayudaré.
– Gracias, Martin, de verdad que lo agradezco, pero no puedo pedirte algo así. Tengo que moverme deprisa, y no quiero…
– Tonterías -interrumpió el predicador-. Me has preguntado sobre la voluntad de Dios y el significado de todo esto. Bueno, pues fue su voluntad que recibieses esa llamada, como fue su voluntad que estuvieses vivo para recibirla. Y también es su voluntad que te ayude.
– No puedo pedirte que hagas algo así.
– No me lo estás pidiendo tú. Me lo está pidiendo Dios.
– Martin dio un pisotón y después, más calmado, le dijo-: Es lo que me dicta mi corazón.
Jim se quedó mirándolo sin pestañear. Entonces esbozó, lentamente, una sonrisa.
– De acuerdo -dijo, ofreciéndole la mano-. Si es la voluntad de Dios y todo eso, supongo que no puedo interponerme.
Se estrecharon la mano y volvieron a sentarse.
– Bueno, ¿cuál es el plan? -preguntó Martin.
– Necesitamos un vehículo. Supongo que en la iglesia no hay ninguno que pueda utilizar, ¿no?
– No -dijo Martin mientras negaba con la cabeza-. Por eso se marchó John, para recuperar su camioneta. Pero en las calles y las entradas a los garajes hay de sobra.
– Supongo que un religioso no sabrá hacer un puente.
– No, pero hay un concesionario al lado de la autopista 74. Podríamos conseguir uno allí, con las llaves y todo.
– Me parece bien -respondió Jim, pensativo-. ¿Cuándo podemos ponernos en marcha? No quiero perder más tiempo.
– Nos iremos esta noche -dijo Martin-. Estas cosas no duermen, pero nos ocultaremos mejor en la oscuridad; así es como he evitado que me descubran hasta ahora. Hago poco ruido, los tengo vigilados durante el día y duermo de noche: las tablas de las ventanas tapan la luz de las velas y he tenido cuidado de no darles motivos para curiosear.
– Bueno, a ver si dura la suerte.
– Ya te lo he dicho, Jim, no es suerte: es Dios. Sólo tienes que pedirle lo que necesites.
Jim empezó a colocar las balas en el cargador.
– En ese caso, reverendo Martin, voy a pedir un tanque.
– ¿Pueden conducir? -preguntó Martin, atónito.
Jim extendió el mapa en el púlpito que se encontraba ante él.
– Los que vi la última noche podían, eso desde luego. También pueden disparar y usar herramientas; pueden hacer lo mismo que tú y yo, pero un poco más despacio. Ésa es nuestra única ventaja.
– Vi uno hace una semana -dijo Martin mientras daba cera a las botas para impermeabilizarlas-. Era Ben, el hijo de Mike Roden, el gerente del banco. Ben llevaba un monopatín: no iba subido a él, pero lo llevaba igualmente, como si estuviese planeando montarse si encontraba un sitio apropiado. Pensé que sería una especie de instinto rudimentario, un recuerdo de su vida.
– Son más que recuerdos, te lo garantizo -dijo Jim. Después hizo una pausa. Se acordó del sótano y de lo que le dijeron el señor Thompson y Carrie. Una parte de ellos, la parte física, era gente que había conocido y amado. Pero había algo más. Había algo… viejo en su interior. Algo antiguo.
Y muy, muy malvado.
«Estuve allí -le dijo el cadáver del señor Thompson, refiriéndose a la guerra-. Bueno, YO no, claro. Pero este cuerpo sí. Veo sus recuerdos.»
– No creo que estos zombis sean la gente que conocemos.
– Pues claro que lo son, Jim. Esta mañana disparé a Becky Gingerich, había sido nuestra organista durante siete años.
Frustrado, Jim buscó las palabras adecuadas para expresar lo que estaba pensando. ¡Era un obrero de la construcción, joder, no un científico!
– Los cuerpos siguen siendo los mismos en el exterior, sí, pero creo que lo que les hace volver es algo más, una fuerza o algo así.
Las burlas del zombi volvieron a su mente: «Somos lo que antaño fue y lo que vuelve a ser. Vuestra carne es nuestra. Cuando vuestra alma os abandona, nos pertenecéis. Os consumimos. ¡Os habitamos!».
Jim le contó a Martin cómo había huido del refugio. Hizo una pausa cuando tuvo que hablar de Carrie y el bebé y después terminó, tragando saliva.
– Es como si poseyesen nuestros cuerpos después de morir, como si tuviesen que esperar a que nuestras almas los abandonasen o algo así.
El anciano asintió pacientemente.
– Demonios.
– Puede -concluyó Jim-, pero nunca me he tomado esas cosas en serio.
– Los muertos vagan por la Tierra, Jim. ¿Qué podría ser más serio que eso?
– ¡Ya lo sé, ya lo sé! -Jim dio un palmetazo sobre el púlpito-. Pero si son demonios, ¿no podríamos tirarles agua bendita, o exorcizarlos o algo así? ¡No sabemos nada de ellos! ¿Por qué siguen caminando aunque los cosas a balazos pero si les das en lo que queda de cerebro los dejas secos? Nos devoran, ¿pero es para alimentarse o sólo porque son unos sádicos? ¡Sus cuerpos no dejan de pudrirse, se les cae la carne de los huesos, y sin embargo siguen moviéndose!
Se detuvo, sorprendido por su propio arrebato. No se dio cuenta de que había estado llorando hasta que notó la humedad en su mejilla.
– Lo siento, reverendo -se disculpó-. Es que estoy muy preocupado por Danny.
– No tengo las respuestas, Jim. Ojalá las tuviese. Pero puedo asegurarte que Dios sí tiene las respuestas y que con su fuerza prevaleceremos. ¡Salvaremos a tu hijo!
Jim asintió y volvió a mirar el mapa. En su fuero interno deseaba creerlo.
Una hora después estaban listos, discutiendo el plan por última vez.
– Sigo pensando que deberíamos evitar las poblaciones grandes -dijo Martin-. Cuanta más gente viviese en una ciudad, más zombis habrá por la zona. Tendremos que movernos por carreteras secundarias.
– Estoy de acuerdo -respondió Jim-, y si sólo fuésemos tú y yo, sugeriría que nos marchásemos a lo alto de una montaña. Pero cuanto más tardemos, menos posibilidades tendrá Danny. A excepción de los Apalaches, toda la Costa Este está muy poblada, pero si nos movemos por las autopistas, evitaremos el centro de las ciudades, grandes o pequeñas. Y si esas cosas están desplazándose y conduciendo, nos será más fácil adelantarlas en una autopista que ya conozco que en una carretera secundaria de mala muerte.
»Así que -continuó- llegamos al concesionario Chevrolet, conseguimos un coche y comprobamos si hemos llamado mucho la atención. Si no tenemos compañía, hacemos una parada rápida en el centro comercial de al lado, nos abastecemos en la sección de artículos deportivos y nos ponemos en marcha. ¿Te parece bien?
– No mucho -dijo Martin, sonriendo-, pero no tengo ninguna alternativa mejor.
Jim le devolvió la sonrisa.
– Vamos.
Se dirigieron hasta la puerta, movieron el banco, abrieron los cerrojos y se adentraron en la noche.
La calle estaba vacía.
Cruzaron la calle sigilosamente y se fundieron con las sombras. Martin iba delante: a Jim le sorprendió la velocidad y resistencia del anciano. Se escabulleron entre las casas, procurando alejarse de la luz de la luna y de las pocas zonas en las que las farolas aún funcionaban. Martin lo condujo a través de varios patios traseros, una pequeña zona boscosa, una cancha de béisbol y alrededor de una cloaca.