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En algunas ocasiones avistaron u oyeron a los no muertos, pero permanecieron ocultos hasta que pasó el peligro.

Al final, tras salir de un maizal, llegaron al concesionario. El negocio compartía la salida de la autopista con un pequeño centro comercial y varios restaurantes de comida rápida. Las fantasmagóricas luces de sodio bañaban los aparcamientos con un brillo amarillento.

– Parece que está desierto -susurró Martin-. ¿Crees que es seguro?

– Creo que ya nada es seguro, reverendo -dijo Jim con gesto adusto-, pero no tenemos otra opción.

Avanzaron a través del aparcamiento agazapados entre las hileras de vehículos nuevos. Unos cuantos coches mostraban signos de vandalismo -una lima rota, varias ruedas pinchadas-, pero la mayoría parecían recién salidos de fábrica. Los carteles y las pegatinas de los parabrisas prometían «FINANCIACIÓN AL 0%», advertían, «¡¡SÓLO DURANTE DOS DÍAS!!», y rogaban «LLÉVAME A CASA».

Un todoterreno negro llamó la atención de Jim.

– ¿Qué tal ése?

– La verdad es que nos vendría bien -coincidió Martin-. ¿Pero cómo vamos a ponerlo en marcha?

– Sígueme y te lo enseñaré -le dijo Jim-. Mi amigo Mike vendía coches y siempre dejaba las llaves en el mismo sitio.

Jim pasó un minuto entero mirando el número de referencia de la pegatina, memorizándolo a base de repetirlo una y otra vez. Luego se dirigieron hacia la sala de exposición.

Oyeron un siseo a sus espaldas. Luego otro. Luego muchos más.

– ¿Pero qué coño?

Se dieron la vuelta y algo pequeño, negro y peludo se lanzó contra ellos con un bufido. Se echaron atrás, chocando contra la puerta del garaje, y el disparo de la escopeta de Martin partió al gato por la mitad.

Otros tres felinos no muertos avanzaron hacia ellos. Su pelo estaba cubierto de sangre seca y costras. Uno arrastraba sus inútiles entrañas tras de sí.

Los zombis felinos empezaron a recogerse hacia atrás, listos para saltar.

Martin los contemplaba incrédulo.

– ¡Son gatos!

– ¡Son zombis, Martin! ¡Dispara a esos cabrones!

Abrieron fuego y acabaron con dos mientras se preparaban para atacar. Bufando, el tercero corrió bajo un coche y salió disparado por el otro lado. Martin volvió a disparar y Jim levantó la mano, instándole a detenerse.

– ¡Olvídate de él! Si los disparos no han alertado al pueblo entero de que estamos aquí, lo hará esa bola de pelo. ¡Será mejor que encontremos las llaves ahora mismo!

– Hasta los animales -dijo Martin, hiperventilando-. Dios mío, Jim, no tenía ni idea.

– Se me olvidó contártelo. Y también siento lo de mi vocabulario.

– No hace falta que te disculpes, estábamos en medio de una batalla. -El anciano recargó la escopeta-. Además -dijo mientras me hacía un guiño-, he dicho cosas peores.

– ¿Cómo va la tarde, chicos?

Los dos hombres dieron media vuelta mientras la puerta de cristal se abría. Un zombi caminó hasta el aparcamiento. Sonrió, revelando sus encías ennegrecidas y su lengua grisácea. Varias larvas de mosca se revolvían en su nariz. La camisa -que en su día fue blanca- y el descuidado traje gris estaban manchados con los fluidos del cadáver. Una corbata colgaba ladeada de su cuello.

– Mierda -Jim levantó la pistola.

– Venga, hombre -dijo el zombi-. No hace falta llegar a esos extremos. Dime, ¿puedo convencerte de que te lleves un coche?

– No, gracias -dijo Martin con voz temblorosa-. Sólo estábamos echando un vistazo.

Jim disparó y la bala se hundió en el pecho de la criatura. Dio otro paso hacia ellos.

– Bueno, entonces la pregunta será qué puedo hacer para meter a un par de amigos dentro de vosotros.

Se agachó un segundo antes de que Jim volviese a disparar. Se inclinó hacia la izquierda, saltó hacia delante y agarró a Martin del muslo. El reverendo se echó atrás, asustado.

– Ñam, ¡carne negra!

El tercer disparo de Jim atravesó de sien a sien la cabeza del zombi, que cayó de bruces contra el parachoques de un camión que se encontraba frente a ellos.

– ¡Vamos!

Echaron un vistazo a la sala y entraron con cuidado en el edificio. Jim encontró en seguida lo que estaban buscando: una caja atornillada a la pared, justo al lado de la mesa del gerente de ventas.

– A ver si hay suerte.

Disparó al cerrojo y ambos se agacharon de golpe cuando la bala rebotó en el cierre de metal y salió disparada contra el archivador.

– ¡Joder! Sí que es duro. Pensé que podríamos abrirlo de un tiro.

– Puede que tenga la llave -dijo Martin, apuntando al cadáver al que habían disparado.

– Puede -respondió Jim-. Ve a echar un vistazo, debería ser pequeña y redonda. Yo iré a mirar por la tienda.

Jim desapareció y Martin se quedó callado, viéndolo marchar.

Volvió fuera y contempló al zombi. Seguía en la misma posición en la que había caído.

– El Señor es mi pastor -recitó Martin a medida que se acercaba hasta quedar justo encima de él. El hedor era insoportable. Algo se removió bajo la piel de su antebrazo, abriéndose camino a través de la carne.

Martin tomó aire y se agachó hasta tener a la criatura al alcance de la mano.

Las luces se apagaron, sumiendo el aparcamiento en la oscuridad.

Martin gritó y tropezó hacia atrás. Oyó a Jim gritar, tan sorprendido como él. Algo retumbó en el concesionario. El edificio había quedado a oscuras, al igual que el centro comercial y los restaurantes.

– ¿Jim? -preguntó mientras corría de vuelta al interior-. ¡Jim! ¿Estás bien?

– Estoy bien. -Jim volvió a aparecer en la sala-. Parece que se ha ido la corriente. ¿Será sólo aquí o en toda la zona?

– No lo sé, pero si ese gato y los disparos no han atraído su atención, seguro que esto sí lo hace. Tenemos que irnos, pero no he encontrado la llave.

– No pasa nada -dijo Jim, blandiendo una palanqueta-. Yo sí.

Empezó a hurgar en el cerrojo. Romperlo resultó ser más difícil de lo que pensaba, y pasaron diez minutos hasta que consiguió quebrarlo.

– ¡Mierda!

– ¿Qué pasa?

– ¡Se me ha olvidado el número! ¡Después de todo el follón, se me ha olvidado! Sal fuera y tráemelo, pero ten cuidado.

Cogió un bloc de notas y un bolígrafo del escritorio y se los lanzó.

Musitando otra oración silenciosa, Martin cruzó el aparcamiento hasta llegar al todoterreno. Ahora que las luces habían dejado de funcionar, era difícil leer la pegatina, y sus ojos tardaron un rato en acostumbrarse a la oscuridad. Tras haberlo descifrado, garabateó el número y volvió corriendo a la sala.

A mitad de camino, en el aparcamiento, volvió a percibir aquel olor. Como el del zombi que acababan de matar, pero más fuerte.

Mucho más fuerte.

Martin entró corriendo en el edificio.

Apareció de golpe en la sala con los ojos abiertos de par en par.

– ¡KLKBG22J4L668923!

Jim rebuscó aquel número entre las llaves.

– ¿Cuáles eran los últimos cuatro números?

– ¡8923! Pero…

– Espera un momento.

– Hay algo más, Jim.

– Espera un poco… ¡listo! -Su sonrisa se esfumó en cuanto vio el rostro del predicador-. ¿Qué pasa?

– Huele el aire un segundo -le dijo Martin-. ¿No lo hueles?

Jim inhaló profundamente y el hedor le dio ganas de vomitar.

– Jesús, ¿pero qué es eso?

– ¡Ya vienen!

Corrieron por el aparcamiento y llegaron al vehículo en el instante en el que unos cuantos zombis se adentraban en las hileras de coches. Del maizal y de los aparcamientos adyacentes surgieron sendos grupos de zombis, y docenas más emergieron del centro comercial.

Al verlos, los zombis profirieron un grito horripilante y empezaron a correr torpemente hacia ellos.

– ¡Es hora de irse! -gritó Jim mientras pulsaba el botón del mando a distancia que colgaba del llavero.