– ¡Mierda!
– ¿Y ahora qué pasa? -preguntó Martin, contemplando horrorizado cómo los zombis seguían acercándose.
– ¡Es uno de esos sistemas de cierre centralizado y las pilas de este cacharro están agotadas!
Un zombi con pantalón de peto y tirantes estuvo a punto de alcanzarlos. Se detuvo a menos de cinco metros y levantó la horca que sostenía en su mano, agitándola hacia ellos.
– ¡Rendíos, humanos! ¡Nuestros hermanos esperan ser liberados! Rendíos ahora y os prometemos que terminaremos rápido.
Jim respondió con un disparo a la cabeza. La criatura se desmoronó entre gorjeos y el resto avanzó corriendo.
Martin levantó la escopeta y reventó la ventanilla del copiloto. Apartó los cristales rotos con la culata y se coló por el agujero. Sus articulaciones crujieron y protestaron.
Jim escogió sus objetivos con mucho cuidado: esperaba a que estuviesen lo bastante cerca, apuntaba a la cabeza y disparaba.
– ¡Date prisa!
Martin se dejó caer en el asiento y sintió que algo se había desencajado en su espalda. Se revolvió mientras un dolor sordo le recorría toda la columna de arriba abajo. Apretando los dientes, agarró la manija y abrió la puerta.
Docenas de criaturas se adentraron en el aparcamiento y los refuerzos se acercaban cada vez más. Jim acabó con otros dos y saltó al interior del vehículo, tirando la mochila al asiento que había entre ellos. Metió la llave en el contacto y la giró. El motor volvió a la vida con un ronroneo. Jim pisó el acelerador a fondo y el vehículo apenas avanzó un par centímetros antes de pararse en seco, impulsando a sus ocupantes hacia delante.
El todoterreno protestó, negándose a avanzar.
Un par de brazos moteados atravesaron la destrozada ventana y agarraron a Martin.
– ¡El freno de emergencia! -gritó mientras encañonaba al zombi en la barbilla. Apretó el gatillo en el instante en que se lanzaron hacia delante y el rugido de la escopeta los ensordeció a ambos.
Otro zombi saltó hacia ellos, poniéndose justo enfrente del vehículo; Jim pisó a fondo y lo atropelló. La criatura, que no paraba de maldecir, chocó contra el parachoques y quedó tendida en el suelo, hecha trizas. El impacto les hizo dar un bote y otra punzada de dolor recorrió la espalda de Martin. Con los ojos llorosos, pudo observar cómo iban adelantando a los no muertos. Jim dirigió el todoterreno hasta la vía y se incorporó a la autopista.
– Anda -rió Jim señalando la carretera-. ¡Mira quién es!
El gato que había escapado antes se quedó paralizado ante los focos. Un segundo después era aplastado bajo las ruedas con un suave crujido. Jim echó un vistazo por el retrovisor y lo vio hecho pedazos en la carretera.
Martin se quejó, dolorido.
– ¿Qué pasa? -preguntó Jim, preocupado-. ¿Estás bien?
– No pasa nada -dijo con voz entrecortada mientras abría los ojos-. Me hice daño en la espalda cuando me metí por la ventana, nada más. Ya no soy tan joven.
Jim se inclinó hacia delante y puso en marcha el agua del parabrisas, que roció el cristal hasta dejarlo limpio de sangre.
– Tengo analgésicos en la mochila, sírvete.
– Que Dios te bendiga -suspiró Martin mientras abría la cremallera. Empezó a buscar en el interior, removiendo el contenido en busca del frasco. Cerró los dedos en torno a una fotografía, la sacó y se quedó contemplándola.
– ¿Es tu hijo? -preguntó.
Jim echó un vistazo. Martin estaba sujetando la foto del refugio, en la que salían ambos con el trofeo de los carricoches.
– Sí -respondió en voz baja-. Es mi hijo. Es Danny.
Se adentraron en la noche.
Capítulo 6
Baker se guareció en la oficina del conserje de un área de descanso, en una autopista de Pensilvania. Su cena consistió en unas patatas fritas y chocolatinas, todo ello regado con gaseosa, que consiguió abriendo a golpes el cristal de una máquina expendedora con la culata de su fusil. Por un instante se preguntó si sus acciones harían que alguien llamase a las autoridades, pero luego se rió de tan absurda idea.
Deseó que sus únicos crímenes contra la humanidad fuesen simple vandalismo y robos sin importancia, pero dos días de aterradora observación confirmaron que no era así.
Todo aquello era culpa suya.
Su huida de Havenbrook había sido angustiosa. Corrió por los túneles oscuros y los pasillos, seguido de cerca por los furiosos ruidos de persecución de Ob, que resonaban entre las paredes. Al final consiguió salir, después de una escalada agotadora por el hueco del ascensor.
Sin embargo, el lugar al que había llegado era mucho peor.
No había ningún agujero en el cielo, ninguna herida abierta desde la que se pudiese divisar otra dimensión. Baker sostenía la hipótesis de que el experimento habría debilitado la barrera entre este mundo y el lugar del que procedían Ob y sus hermanos, difuminando sus límites invisibles. Pero fuese como fuese el portal, no estaba a la vista.
El terreno que rodeaba las instalaciones estaba desierto, así que no tuvo ningún problema a la hora de equiparse con los suministros que encontró en los barracones. Después entró en la primera casa con la que se topó y se hizo con un fusil de caza, una pistola y algo de comida que tuvo la suerte de encontrar.
Esquivó con facilidad a los pocos zombis que quedaban en Hellertown ocultándose en el bosque. Pero fue en aquel bosque, a medio camino de Allentown, donde empezó la auténtica persecución.
Baker se había olvidado del pez.
Caminando como los mismos zombis, con el peso de la desgracia que había contribuido a desencadenar sobre el planeta hundiéndose en sus hombros, Baker no oyó a las ardillas hasta que estuvieron a punto de echársele encima. Agradeció profundamente haber asistido a las cacerías anuales que celebraban sus compañeros: consiguió abatir a cuatro criaturas rápidamente. Pero mientras estaba recargando, los conejos surgieron de entre los arbustos y corrieron tras él.
Perseguido por aquella manada de conejos no muertos, corrió a través del bosque con las ramas y las espinas desollándolo a cada paso que daba. En retrospectiva, Baker llegó a encontrar cómica aquella situación, pero temía que si empezaba a reír ya no podría parar jamás. Sintió que algo en su interior estaba a punto de quebrarse.
Consiguió matar o eludir a sus pequeños perseguidores, al igual que a un buitre no muerto y a cuatro zombis humanos.
Aquella primera noche llegó a una cancha de béisbol desde la que podía verse Allentown. Se refugió en el interior de una letrina portátil y se despertó al oír los gritos. Contempló horrorizado cómo un grupo de zombis montados en motos de cross acorralaba a una pareja que aún estaba viva y coleando. Baker pensó durante un instante en ayudarlos, pero, paralizado por el miedo y superado en número, se limitó a observar cómo las criaturas disparaban, tirando a herir, y después se daban un festín con su carne.
«Nos están cazando», reflexionó.
Baker observó con un terrible desapego que, aunque devoraban órganos y piel, los zombis dejaban a las víctimas lo bastante intactas como para que pudiesen volver a caminar.
Y así fue. Habitados por algo distinto, los humanoides se alzaron, se unieron a sus hermanos y se marcharon con ellos.
Baker pasó el resto de la noche temblando en la oscuridad, incapaz de dormir.
El día siguiente consistió en una caminata larga, pesada y aterradora hasta que llegó, derrotado, a la autopista. Ésta estaba sorprendentemente vacía, ya que los zombis se habían desplazado a zonas con mejor caza. Se encontró con unos cuantos coches abandonados y unos conos de construcción naranjas, pero eso fue todo.
Ahora que había encontrado un sitio guarecido y relativamente seguro, el miedo fue desapareciendo, reemplazado por un estado de shock y una culpa sobrecogedora.
No podía dejar de pensar que él era el responsable de todo. Estaba maldito y aquello era el infierno.