Sintiéndose desmayar, Baker cerró los ojos con fuerza y agarró los bordes del lavabo del conserje. Olvidando por un instante que el silencio era la clave de la supervivencia, profirió un grito; sus lágrimas eran demasiadas y demasiado dolorosas como para contenerlas. El grito de angustia le quemó la garganta. Sin dejar de llorar, se puso en cuclillas y permaneció así durante un buen rato.
No oyó el crujido de la puerta al abrirse.
Baker, cuyos hombros se movían al ritmo de sus sollozos, estaba de espaldas a la puerta. Abrió los ojos un instante y miró el lavabo fijamente. La habitación le daba vueltas y empezó a tiritar con la frente perlada de sudor.
Una sombra se proyectó sobre él.
Le fallaron las piernas y se golpeó la cabeza contra el borde del lavabo al desmoronarse.
Gimiendo ininteligiblemente, la figura del umbral se abalanzó hacia él.
Baker se revolvió y después se quedó quieto sin abrir los ojos.
Algo se movía en la oscuridad.
– Naaaaaa.
¡Dios! ¡Uno de ellos lo había encontrado mientras estaba inconsciente!
Mantuvo los ojos cerrados y pensó. A juzgar por el sonido, tenía al zombi justo encima. La pistola estaba en la mochila, así que tanto daba que estuviese ahí o en la luna. Estaba indefenso.
La criatura murmuraba de una forma extraña y cadenciosa, como si le hubiesen quitado la lengua.
– Naaaaaa. Nuuuuná.
Baker se dio cuenta de que estaba cantando.
La criatura se reclinó hacia él y le puso algo frío y húmedo en la frente. Le cayó agua sobre las comisuras de los ojos y las mejillas.
– Ai'a. Va a o'ede bé. E'ata.
Una mano firme le cacheteó. Baker siguió inmóvil, conteniendo las ganas de gritar.
La carne en contacto con su cara no parecía la de un muerto. Era suave y cálida. Además, la criatura no olía a podredumbre: olía a axila y a sudor, al igual que él.
– A'e un aó a Gushano.
Con el corazón a punto de salírsele del pecho, Baker abrió los ojos.
Una cara redonda y sombría babeaba sobre él y sonrió de felicidad en cuanto lo vio levantarse.
El chico se echó atrás de un salto y habló.
– ¡Uy ié! ¡Iéeee!
Baker se quitó el trapo húmedo de la frente, estudiando a su benefactor. No pudo determinar su edad, aunque calculó que tendría entre catorce y diecinueve años. A juzgar por su expresión facial y sus deformidades, el niño sufría algún tipo de retraso, pero no pudo determinar de qué índole.
– Gracias -dijo Baker-, sonriendo amablemente.
– ¡E ada!
«¿"De nada", tal vez?»
Baker se dio la vuelta para dejar el trapo en el lavabo mientras preguntaba:
– Yo soy el profesor Baker. ¿Cómo te llamas?
El chico no respondió. Baker miró por encima del hombro y vio que lo estaba observando con curiosidad.
– ¡E ada! -volvió a chillar.
– ¿Cómo te llamas, amigo? -preguntó Baker. El chico le miró fijamente a los labios y frunció el ceño, concentrado. Al rato se frustró, negó con la cabeza y volvió a mirar, esperando a que Baker repitiese la pregunta.
«¡Me está leyendo los labios! ¡Es sordo!»
Baker se arrodilló ante él y empezó a expresarse con mesura.
– Me llamo Baker -dijo mientras se señalaba al pecho-. ¿Cómo te llamas?
Al chico le brillaron los ojos al entenderle y dio palmas de alegría.
– ¡Gushano! -dijo feliz, apuntándose con el pulgar.
– ¿Gusano? -preguntó Baker. El chico asintió con gran energía y luego señaló a Baker.
– ¿Eiker?
– Sí, Baker. -Puso la mano sobre el hombro del chico y apretó-. Es un placer conocerte, Gusano.
– ¡E' un a'er! -respondió él.
Baker se rió, olvidando el dolor y la culpa por un momento.
Baker compartió lo que había afamado de la máquina expendedora con su nuevo compañero. No hubo ninguna conversación, salvo por los gruñidos de deleite de Gusano mientras devoraba las chocolatinas. Silbaba y cantaba de alegría y Baker sonrió.
¿Cómo habría sobrevivido, solo y sin nadie que le ayudase? Baker no tenía forma de saberlo.
Le dio un toquecito a Gusano en el hombro y el chico se quedó mirándolo, expectante.
– ¿Dónde están tus padres?
La mirada de Gusano se ensombreció y sus ojos marrones se entornaron hacia el suelo.
– A… atone -tartamudeó-. E a 'omieo o atone.
– No te entiendo -le dijo Baker moviendo los labios con cuidado.
Gusano se agazapó y torció los dedos como si fuesen garras. Echó el labio superior hacia atrás, cerró los ojos y empezó a chillar.
– Atone -repitió, correteando por la habitación a cuatro patas. Baker empezó a comprender.
– ¿Ratones?
Gusano asintió emocionado, pero la pena volvió a adueñarse de él y le borró la sonrisa.
– A amá e a 'omieo o atone.
– Miedo… ¿ratones?
Gusano gruñó y enseñó los dientes.
– Comieron -suspiró Baker, mirando en otra dirección-. Los ratones se comieron a su madre. Y seguro que no estaban vivos cuando lo hicieron.
Baker volvió a sentirse culpable y permaneció en silencio.
Después de terminarse la cena, Gusano se sacó una bola de goma pequeña y brillante del bolsillo y empezó a hacerla botar en el suelo, cogiéndola con la mano cada vez que volvía a él. Baker observó el juego hasta que, agotado, se sumió en un profundo y perturbado sueño.
Las pesadillas no tardaron en llegar.
La tormenta llegó antes del amanecer y los dos despertaron en un mundo tan oscuro como cuando se durmieron. Gusano miraba los relámpagos con fascinación, incapaz de oír los truenos que resonaban por el valle.
Unos pocos segundos en el aparcamiento bastaron para que Baker acabase calado hasta los huesos. Las gotas de lluvia, gordas y frías, chocaban contra el asfalto como insectos contra un parabrisas.
Resignándose a esperar hasta que escampase, Baker aprovechó para explorar el área de descanso. Gusano le siguió con alegría sin separarse de su lado.
Vaciaron la máquina expendedora de botellines de agua y chucherías. Baker se quedó mirando por un instante una caja de periódicos: los titulares de una era pasada pero no tan distante le devolvieron la mirada. El presidente de Palestina advertía de que los problemas económicos de su país podrían desestabilizar todo Oriente Medio, mientras el ejército israelí bloqueaba los cargamentos de ayuda al país como medida contra el terrorismo de una Hezbollah renacida. Se había descubierto que la femilianina, un popular aditivo para los alimentos, podía provocar cáncer. El popular paseo de Ocean City, en Maryland, había sido borrado del mapa por la erosión costera y los efectos del calentamiento global. El presidente aseguró a los estadounidenses que el Pentágono no había autorizado la clonación humana, pese a que algunas fuentes así lo afirmaban.
Y luego estaba el CRIP. Baker vio su nombre impreso, junto con el de Harding y Powell.
Siguió caminando.
Los baños no tenían nada útil, salvo por unos cuantos rollos de papel higiénico. En el vestíbulo había poco más que un montón de folletos de información para turistas. Baker se detuvo a estudiar un mapa de carreteras en color colgado del muro y Gusano se puso a jugar con la pelota detrás de él, cantando en voz baja.
Baker se negaba a creer que todo hubiese terminado. Debía quedar alguien vivo y trabajando para recuperar el control, para revertir la catástrofe. Pensar que la humanidad se había extinguido era una locura.
Así que, ¿dónde podía encontrar al resto?
Desde su situación, estaba cerca de varios núcleos urbanos de la Costa Este: Filadelfia, Pittsburg, Baltimore, Nueva York y la capital del país estaban a unas cinco o seis horas de viaje en coche. Pero esas zonas metropolitanas acogían a tanta población que se habrían convertido en trampas mortales.