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Pese al frío, Jim estaba sudando. Se enjuagó las lágrimas y se dirigió a la mininevera. Abrió la puerta sujetando la pistola en la otra mano y se dejó envolver por el aire frío. Le maravilló recordar que aunque llevaba tres meses sin encender el generador, tanto la corriente como su teléfono móvil seguían funcionando. Pensó en las centrales nucleares desiertas, que bombeaban electricidad para un mundo muerto.

¿Cuánto tiempo pasaría antes de que dejasen de funcionar o incluso explotasen? ¿Cuánto tiempo más permanecerían los satélites de telefonía, radio y televisión flotando en el espacio, esperando las señales de los difuntos?

* * *

Durante los primeros días pudieron hablar con la gente por internet y descubrieron que la situación era idéntica en todas partes. Los muertos estaban volviendo a la vida, no como las descerebradas máquinas de comer de las películas de terror, sino como maliciosas criaturas entregadas a la destrucción. Se debatió y especuló largo y tendido sobre las causas: guerra química o biológica, pruebas del gobierno, una invasión alienígena… todas ellas se discutieron con idéntico fervor.

Los medios de comunicación callaron en seguida, sobre todo después de que una unidad rebelde del ejército ejecutase a seis reporteros durante una emisión en directo. Tras aquello, y a medida que la civilización se venía abajo, hasta los periodistas más comprometidos claudicaron, y optaron por permanecer al lado de sus familias antes que convertirse en los últimos testigos del caos para una audiencia que podía ver qué estaba ocurriendo mirando simplemente por la ventana.

Jim, frenético, envió varios correos electrónicos a Tammy y a Rick intentando averiguar si Danny estaba a salvo.

No recibió respuesta.

Cada vez que llamaba por teléfono, un mensaje le informaba de que todas las líneas estaban ocupadas. Al final, hasta aquel mensaje desapareció.

Estaba tan decidido a ir a buscar a su hijo que se obstinó en huir, lo que lo llevó a discutir con Carrie. Pero ella le hizo ver la realidad de la situación razonando con todo su cariño: lo más seguro era que Danny estuviese muerto.

En el fondo, se preguntaba si ella estaría en lo cierto. Como padre, en su fuero interno se negaba a rendirse, y llegó a convencerse de que, en algún lugar, Danny seguía vivo. Fantaseó con muchas formas de huir, al menos para romper la monotonía de su vida en el refugio.

La salud de Carrie empezó a empeorar. Los suministros médicos eran absolutamente básicos, y hacía tiempo que las vitaminas para embarazadas se habían terminado. Jim se dio cuenta, a su pesar, de que era imposible huir. Asumió que Danny estaba muerto. Y durante las semanas siguientes, a medida que Carrie empeoraba, llegó a culparla a ella.

Aún se odiaba por ello.

Una mañana se despertó al lado de su cuerpo inerte, justo cuando su último aliento abandonaba su pecho. Y se fue, víctima de neumonía. Se hizo un ovillo contra su cuerpo frío e inmóvil y lloró, despidiéndose de su segunda esposa.

Sabía que sería inútil enterrarla, ya que entendía -muy a su pesar- lo que había que hacer. Pero cuando la locura del duelo se adueñó de él, fue incapaz de creer que le ocurriría a ella. Aquello no le pasaría a Carrie, la mujer que le había salvado la vida. La que había sido toda su vida los últimos cinco años. Pensar que acabaría convertida en una de ellos era inconcebiblemente blasfemo.

Pendiente de los no muertos, la enterró rápidamente bajo el pino que habían plantado juntos aquel verano. Unos pocos meses antes solían cogerse de la mano bajo aquel árbol, mientras hablaban de cómo contemplaría la casa cuando envejeciesen.

Ahora era él quien la contemplaba a ella.

Aquella noche, Carrie rugía furiosa sobre él. Por la mañana se unió a lo que quedaba de los Thompson, que vivían al lado, y pronto un pequeño ejército se congregó en el patio. Jim sólo utilizó el periscopio una vez desde entonces, y fue presa de la desesperación cuando comprobó que había más de treinta cadáveres merodeando por su jardín.

Fue entonces cuando empezó a enloquecer.

Aislado del resto del mundo y asediado por los no muertos, Jim barajó la posibilidad de suicidarse como única vía de escape. No tenía forma de saber si quedaba alguien vivo en Lewisburg, ni siquiera en el país. Para él, el mundo se había convertido en una tumba delimitada por cuatro paredes de cemento.

Con el paso de las semanas internet dejó de funcionar, al igual que los teléfonos. Su móvil era muy bueno, capaz de emitir y recibir señales desde más allá del búnker de hormigón, pero llevaba un mes en silencio. Con las prisas por llegar al refugio a Jim se le olvidó coger el cargador. Ahora lo mantenía en suspenso, intentando ahorrar la batería en uso y las de repuesto al máximo. Sólo le quedaba una.

La televisión no emitía más que electricidad estática, excepto por un canal de Beckley, que todavía mostraba la pantalla de emergencia. La estación AM de Roanoke estuvo funcionando hasta la semana anterior: Jack Wolf, el comentarista de las tardes de la emisora, mantuvo una vigilia solitaria junto a su micrófono. Jim escuchó con una mezcla de terror y fascinación cómo la cordura de Wolf iba desmoronándose poco a poco a causa del aislamiento. La última emisión terminó con un disparo. Por lo que Jim sabía, fue el único en escucharla.

* * *

Jim tembló de frío al abrir la puerta del frigorífico, cogió la última lata de cerveza y la volvió a cerrar. El chasquido de la lengüeta sonó como un disparo en el silencio, haciendo que le pitasen los oídos y ahogando los gemidos de la superficie. Las sienes le palpitaban. Puso la fría lata contra su cabeza, después se la llevó a los labios y la vació.

«La última y nos vamos.» Aplastó la lata hasta cerrar el puño y la arrojó a una esquina del suelo. Sonó un traqueteo.

Volvió a la cama y tiró de la corredera de la pistola hacia atrás. La primera bala del cargador se deslizó al interior de la cámara: había trece más, pero sólo necesitaba una. Los oídos le retumbaban aún más y podía oír a Carrie por encima de él. Agachó la cabeza y echó un vistazo a las fotos esparcidas por las sábanas sucias.

En una de ellas aparecían los dos en Virginia Beach: la hicieron el fin de semana en que ella se quedó embarazada. Ella le lanzó una sonrisa desde la fotografía y él se la devolvió. Rompió a llorar.

La preciosa mujer de la foto, la mujer que había sido tan enérgica y apasionada y tan llena de vida, era ahora una cáscara podrida y renqueante que se alimentaba de carne humana.

Se llevó la pistola a la cabeza, colocando el extremo del cañón contra su martilleada sien.

Danny lo contemplaba desde otra foto. En ella aparecían enfrente de casa; Jim estaba apoyado sobre una rodilla y tenía a su lado a Danny, que sujetaba el trofeo de carricoches que ganó en Nueva Jersey y que llevó aquel verano para enseñárselo a su padre. Ambos sonreían, y sí: su hijo se parecía a él.

A medida que su dedo se tensaba en torno al gatillo, le vino a la mente la última conversación que mantuvieron. No sabía que sería la última, pero cada palabra se le quedó grabada en la mente.

* * *

Cada sábado, Jim llamaba a Danny y veían dibujos animados juntos durante media hora mientras hablaban a través del teléfono. Aquella última vez fue una de esas mañanas. Discutieron sobre los peligros en que se encontraban los protagonistas de Bola de Dragón Z y hablaron del sobresaliente que Danny había sacado en su último examen.