Frankie no dijo nada y siguió escuchando.
– No sabía por qué había empezado. Quizá fue mi divorcio, quizá fueron problemas con un chico. Pensaba que había confianza entre nosotros, que me lo contaba todo. Pero bueno, supongo que una chica de catorce años no ve a papi como su mejor amigo, ¿verdad?
Hizo una pausa, pasándose los dedos por su descuidada barba.
– Estaba en una fiesta y la esnifó. Había sido mezclada con algún producto químico casero. Nunca descubrí cuál, pero seguro que ya conoces el resultado.
Frankie asintió. Había visto a varios amigos morir de la misma forma. Era algo brutal.
– Murió de camino al hospital. Mi ex mujer me echó la culpa, y la verdad es que estoy de acuerdo con lo que dijo. Así que me vine aquí abajo.
– Lo siento -dijo Frankie.
– No te preocupes, no está tan mal. Te sorprendería la clase de gente que puedes encontrar bajo tierra. Brokers de la bolsa, abogados, estudiantes de medicina fracasados, doctores en artes y humanidades. La gente vive donde puede, y, créeme, hay lugares mucho peores en los que pasar la noche. Y, sorprendente: no todos los que viven aquí están huyendo de algo.
– Bueno, ahora sí.
– Sí -afirmó-. Supongo que sí. Pero no sólo están arriba, también están aquí. Todavía no hay muchos humanos, pero hay un problema serio con las ratas.
Frankie se acordó del zoo y tembló.
– Y la cosa irá a peor -continuó-. Iba a salir a la superficie cuando me encontré contigo. -Giró la cabeza hacia su mochila y equipaje-. Pensé en seguir los túneles hasta el puerto y coger un barco hacia alguna parte.
– ¿Adónde tenías pensado ir?
Se encogió de hombros.
– Adonde pueda, supongo. Para ser sincero, no lo sé. Tengo que determinar si se trata de un acontecimiento local o mundial. La opción lógica sería una isla, pero también tienen animales y pájaros, así que la seguridad sería bastante relativa. Pensé en ir mar adentro, alejado de la tierra. Pero tampoco estoy seguro de que ésa sea una buena alternativa. Por ejemplo, los tiburones: creo que un grupo de tiburones zombi o una orea harían trizas un barco.
– No hay esperanza -susurró Frankie-. Tarde o temprano acabarán con todos nosotros y seremos como ellos. Deberías haberme dejado morir y taladrarme la cabeza para que no volviese como una de ellos.
Troll negó con la cabeza.
– Te salvaste a ti misma, Frankie. Yo únicamente cuide de ti: el triunfo es tuyo y sólo tuyo. En algún lugar de tu interior encontraste la fuerza para luchar, para sobrevivir. Tu voluntad es fuerte, y eso es lo que necesitarás ahí fuera.
Frankie reflexionó sobre ello. Le rugieron las tripas y sonrió, avergonzada.
– Me imagino que tendrás ganas de comer algo. Pero primero aséate un poco. -Se dirigió hacia una esquina y empezó a rebuscar entre los estantes de metal-. No sé qué tal te quedarán -dijo mientras sujetaba un uniforme de mantenimiento municipal-, pero seguramente serán mejores que lo que llevas ahora. Y también olerán mejor.
Frankie rió y aceptó las ropas con sincero agradecimiento. Le dio un trapo y una palangana con agua. Después, como un mago, sacó una pastilla de jabón y una botellita de champú.
Frankie se desvistió y empezó a frotarse; él se dio la vuelta y se dispuso a preparar la cena. El agua jabonosa corría por sus moratones y heridas, sobre las marcas recientes y los fantasmas de chutes pasados.
Nunca más. Era algo que se había jurado muchas veces, pero algo en su fuero interno le decía que esta vez iba en serio. Nunca más.
Troll se dirigió hacia ella sujetando un plato de plástico lleno de barritas de granola, carne en salazón y unas manzanas que apenas tenían unas motas marrones. Le oyó dar un respingo desde el otro lado de la habitación, pues se encontraba desnuda ante la titilante luz de la vela.
Se pasó la lengua por los labios.
– Te has ocupado de mí. ¿Quieres que ahora me ocupe de ti?
– No -respondió con voz entrecortada-. Es un honor, pero no es necesario. Supongo que ya habrás compensado así muchos favores en el pasado, pero ya no. Eres la nueva tú, ¿recuerdas?
Sonrió, sintiéndose más feliz de lo que podía llegar a expresar.
– Eres especial, señor Troll.
Se puso el uniforme y sintió que le sentaba como una segunda piel.
Comieron. Mientras masticaba, Frankie pensó que todo iba a cambiar.
– Hasta la fecha -le dijo Troll mientras encendía la antorcha y cargaba la pistola-, el fuego ha mantenido a distancia a todas las ratas que me he ido encontrando. Pero aquí abajo hay más cosas y no sé cómo funcionará con ellas. Así que déjame ir delante.
Ella se mordió el labio y asintió.
– ¿Lista?
Volvió a asentir, incapaz de hablar.
Abrió una puerta hacia la oscuridad.
Empezaron a caminar por el túnel. Al cruzar por un agujero de alcantarilla, Frankie observó señales de vida en los diminutos salientes: había sacos de dormir y estantes colgados de los peldaños de la escalera que subía a la calle, pero ni rastro de sus dueños.
Caminaron en silencio, acompañados únicamente por el sonido de sus pisadas y su respiración. El túnel parecía infinito, y se extendía más allá de la luz de la antorcha. Troll caminaba con una asombrosa seguridad a través de innumerables giros y esquinas.
Llegaron a una sección en la que el suelo estaba anegado de un agua lodosa, hedionda como los cadáveres andantes de la superficie y cubierta por una repugnante y fina capa. Caminaron con las piernas separadas para evitar pisar aquella mugre, plantando los pies firmemente en los lados del túnel y con la cabeza gacha.
Las cucarachas rondaban por la porquería a ciegas, alimentándose de hojas muertas y detritus de las calles y los edificios. Docenas de peces albinos recorrían las aguas. Frankie se preguntó si algún pez de colores tirado por el váter habría acabado ahí, deformado con el paso del tiempo. Algunos habían crecido tanto que apenas cabían en el agua: incapaces de nadar, chapoteaban en la mugre, dando inaudibles bocanadas en el asfixiante oxígeno.
Pero eso era todo: no había ratas o humanos, zombis o no.
Troll la guió incansablemente por la vasta red de catacumbas hasta llegar a un cruce. Varios túneles de todas las alturas y ángulos convergían en una amplia zona.
– Por aquí -susurró Troll, hablando por primera vez en más de una hora-. Todavía queda más de un kilómetro hasta el puerto.
Continuó avanzando y Frankie lo siguió de cerca. El túnel que habían tomado era totalmente recto; el techo subía y bajaba como una montaña rusa, pero el suelo estaba seco y sus doloridas piernas se lo agradecieron.
Al cabo de un rato sintió una suave brisa en el rostro.
Y entonces oyeron el primer ruido tras ellos.
Ambos se giraron. Troll sujetó la antorcha en lo alto cuando un segundo chapoteó sonó a través del eco del túnel.
– Rápido -urgió Troll, agarrándola del brazo. Empezaron a andar a paso ligero, sin llegar a correr.
Hubo más sonidos, y cada vez eran más cercanos, formando un repiqueteo. El de uñas y dientes.
Muchos.
Entonces llegó el olor. El muy familiar hedor de los no muertos.
Troll empujó a Frankie hasta ponerla ante él, se detuvo y se dio la vuelta, apuntando hacia el frente con la antorcha.
Docenas de brillantes ojos rojos le observaron desde la oscuridad.
Las ratas cargaron, abalanzándose sobre él como una ola marrón surgida de las profundidades del túnel. No emitían ningún sonido salvo el ruido de sus garras.
– ¡Vete! -La empujó hacia delante con tanta fuerza que estuvo a punto de derribarla.