El sargento Miller saludó, se encendió un cigarro y se marchó rápidamente.
– No te jode, el muy cabrón. ¿Quién se cree que es? Yo estaba patrullando en Atlanta después de los ataques terroristas cuando ese mamón todavía estaba en el instituto.
Después de barrer Glen Rock, acamparían en un almacén de municiones de la Guardia Nacional, tal como estaba planeado. El refugio estaba alejado del pueblo y la autopista y sólo se podía llegar a él conduciendo tres kilómetros por una carretera sin asfaltar que daba al bosque.
La munición estaba almacenada en unos búnkeres externos que parecían colinas de tierra, todos de idéntico tamaño y alineados en perfectas filas. Cada uno tenía en uno de los lados una puerta sobre la cual un cartel indicaba el tipo de munición que contenía. Una valla de seguridad rodeaba todo el complejo.
Los camiones estaban aparcados entre las laderas. Las puertas de uno de ellos se abrieron y se formó una fila de soldados que se extendía hasta la cabina.
Tiró la colilla al asfalto, la pisó con la bota y echó un vistazo a la fila.
– Tengo que echar un polvo antes de marchar.
Se acercó al Humvee al que estaban asignados los tres reclutas y aporreó la cabina. Poco después, un recluta con la cara cubierta de acné, recién salido del instituto a juzgar por su aspecto, abrió la puerta y se asomó al exterior.
– Quiero ver a Skip, Partridge y Miccelli.
– Partridge y Miccelli están en el picadero, sargento -dijo mientras señalaba al camión-. Pero Skip está dormido.
El sargento metió la cabeza en el habitáculo.
– Skip, despierta y coge tus cosas -gritó antes de dirigirse hacia el camión.
Skip se levantó, parpadeando a medida que se despertaba, y le siguió.
– Búscame al soldado de primera Kramer y luego esperadme en mi vehículo -le ordenó Miller-. Se nos ha asignado a una misión de reconocimiento a veinticinco kilómetros de aquí. Yo voy a por Partridge y Miccelli y a echar un polvo rápido; en cuanto termine, nos largamos.
Se abrió paso a codazos a través de la fila y subió al camión.
Skip se asomó al interior del Humvee y buscó sus armas.
Cinco asignados a la misión: Miller, Kramer, Miccelli, Partridge y él.
Cinco alejados del resto de la unidad.
«La seguridad radica en el número», pensó. Y sonrió.
A todos los efectos, era como si ya estuviese muerto. Saberlo le proporcionó una fría sensación de placer.
Mató de un manotazo a un mosquito y se preguntó si estaría vivo o muerto, pero luego decidió que tampoco es que hubiese mucha diferencia.
Esperó un poco y se fue a buscar a Kramer.
Capítulo 10
Jim detuvo el coche, se estiró y pasó una mano por el cristal, dejando un rastro grasiento al contacto con su piel. Intentó recordar, sin éxito, cuándo se había duchado por última vez. La herida del hombro le palpitaba. El centro de la venda estaba negro por la sangre seca, y los bordes, llenos de pus seco. Haciendo acopio de fuerzas, abrió la puerta, salió del coche y empezó a caminar por la calle.
La escena era casi perfecta, siempre y cuando no se mirase con detenimiento: el sol brillaba en medio del cielo, bañando el barrio con su luz y calor. Las casas estaban alineadas en dos filas perfectas a ambos lados de la carretera, todas ellas idénticas salvo por el color de los postigos o las cortinas que colgaban ante las ventanas. Había coches y todoterrenos aparcados en la carretera y el arcén, y los patinetes y bicis de los niños estaban tirados en los patios.
Un solitario gnomo de jardín lo contempló al pasar.
La calle estaba viva.
Un perro jadeaba sentado en la acera. Jim pensó que movería la cola si pudiese, pero se la habían arrancado de cuajo y en su lugar había un agujero infestado de gusanos. Un gato abotargado se estiró en un alféizar cercano, observando al perro con el ojo que le quedaba. El bufido del felino sonó como una caldera de vapor.
El viento arrastraba el envoltorio de un polo por la calle como si jugase con él, y cada vez que describía un giro en su vuelo, Jim oía una risa infantil. El envoltorio acabó enredándose entre las ramas de un arbusto y la risa desapareció.
Había llovido la noche anterior y los gusanos se revolvían a ciegas por los charcos. Jim pisó uno de ellos y sus machacados restos siguieron moviéndose a medida que continuaba su camino.
Había olmos y robles alineados con la calle, formando una barrera entre el bordillo y la acera. Los pájaros se arrullaban en sus ramas y trinaban entre ellos, observando cada uno de sus movimientos. Habían perdido casi todas las plumas.
Los árboles se cernían sobre él estirando sus nudosos miembros, pero Jim tuvo la precaución de caminar por el centro de la carretera, donde no podían alcanzarle.
La calle estaba viva. Perros. Gatos. Gusanos. Pájaros. Árboles.
Todos muertos. Y todos vivos.
Se detuvo ante la casa.
Habían añadido un revestimiento de aluminio desde la última vez que había estado allí. Había sido una buena inversión. Seguramente lo habrían pagado con el dinero de la manutención de su hijo.
La hierba estaba verde y recién cortada, con los tallos meticulosamente apilados en pequeños montones. Unos soldados de plástico desperdigados montaban guardia en el porche. Las rosas florecían a ambos lados de la casa. Sus espinas goteaban sangre.
Jim comprobó su Walther P38 y se acercó a la puerta. Sentía los pies pesados, como si los tallos fuesen arenas movedizas tragándose sus botas. Podía notar cómo le palpitaban las sienes.
Al final de la calle, el perro profirió un aullido largo y mortecino.
Jim llamó a la puerta y fue Rick quien abrió.
El nuevo marido de su ex mujer era una visión truculenta. Llevaba un albornoz abierto manchado con fluidos corporales secos. Aquel pelo perfecto que Jim odiaba por su volumen y perfección casi había desaparecido por completo, y los pocos mechones que quedaban estaban lacios y desordenados. Su piel era gris y veteada. Un gusano hurgaba en la carne blanca de su mejilla mientras otro recorría el interior de su antebrazo. Le faltaba una oreja y de sus ojos caía un icor marrón amarillento.
– Jim, aquí no eres bienvenido.
Su repugnante aliento le dio de lleno en la cara. Jim se revolvió, asqueado, cuando uno de aquellos dientes podridos se desprendió y cayó sobre la alfombra.
– He venido a por Danny.
– Jim, ya sabes que no puedes visitarlo durante el curso escolar. Estás violando la orden judicial.
Jim lo apartó de un empujón. La piel era fría y húmeda y sus dedos se hundieron en el pecho de la criatura. Los sacó -goteaban- y llamó a su hijo.
– ¡Danny! ¡Danny, papá ha llegado! ¡He venido a llevarte a casa!
– Danny no se encuentra en casa, señor Torrance -se burló Rick. Ladeó la cabeza-. ¿Sabes? Siempre he querido hacer esto.
Jim se dirigió corriendo hacia las escaleras, pero el zombi se puso delante de él. Unos dedos huesudos se ciñeron en torno a su muñeca y tiraron del brazo hacia el cavernoso orificio que había sido su boca. Jim se liberó del agarre con un movimiento brusco y los dientes de la criatura chasquearon al chocar.
– ¿Dónde está mi hijo, coño?
– Está arriba, descansando. Hemos estado jugando al fútbol en el patio de atrás, como cualquier padre e hijo.
– ¡Yo soy su padre, hijo de puta!
El zombi rió. El pálido extremo de un gusano asomó colgando por su nariz, e inhaló para devolverlo adentro.
– Pues menudo padre estás hecho -graznó-. ¡No estuviste aquí para salvarlo y ahora nos pertenece! ¡Es nuestro hijo!
– ¡Y una mierda!
Jim apuntó con la P38 y disparó. La bala atravesó limpiamente el cráneo de Rick. El zombi se derrumbó y Jim le pegó una patada en la cabeza. Su bota se hundió en la blanda carne y rió al ver los pedazos de cerebro que se habían quedado pegados a su punta de acero.